Espacio
jueves, 29 de septiembre de 2022
lunes, 26 de septiembre de 2022
viernes, 23 de septiembre de 2022
miércoles, 13 de marzo de 2019
Más allá de la errata
Pedro Cabrera Cabrera
Unida al lenguaje escrito
desde su aparición, la errata es uno de los motivos de desvelo en el ámbito
editorial. “Demonio de la escritura” la llamó José Emilio Pacheco, mientras que
Alfonso Reyes la denominaba “viciosa flora microbiana” (Zavala Ruiz, 2012:
387).
Indeseada, perniciosa,
tenaz, la errata nos agobia cuando aparece en los actos de lectura como una
mancha, un distractor, un ruido que obstaculiza el proceso de comunicación que
debe propiciar todo libro, esa especie de complicidad y de entendimiento (o su
contrario, el disenso) entre dos seres que buscan decirse algo mediante
palabras en los espacios de una página o de una pantalla. La existencia de esas
irregularidades que estropean o hacen accidentada y tortuosa la lectura
justifican las diversas revisiones que se hacen a los textos destinados a la
difusión.
El origen de la errata es
múltiple: puede producirse en una gama de situaciones, desde el desconocimiento
del autor hasta la intervención en algún momento de algún agente editorial
bienintencionado. Por ejemplo, el editor de Carlos Fuentes en Alfaguara, Ramón
Córdoba, contó cómo en una novela el autor mexicano atribuyó a un personaje la
propiedad de una plantación de aguacate en el estado de Tabasco, planta que no
se cultiva allí; después de advertirle del error, la plantación se cambió al
estado de Michoacán, donde sí se cultiva aguacate. En el otro extremo, a veces
una tilde en el monosílabo “fue” no es una errata que se haya escapado a los
ojos del corrector, sino alguna enmienda del formador, quien agregó el signo
ortográfico debido a que creyó que lo llevaba.
No obstante, cuando se
utilizan grandes volúmenes de texto, como en el caso de los libros, los
periódicos y las revistas, impresos o digitales, la posibilidad del error es
alta, no sólo por la cantidad, sino también por la existencia de palabras con
dos o más grafías, así como por la diversidad de criterios editoriales, que
muestran la preferencia por el uso de determinados términos o tratamientos (por
ejemplo, el uso de mayúsculas para voces como presidente o país). Eso genera la
necesidad de revisar una y otra vez los textos. En algunos casos, como el
ejemplo mostrado en el párrafo anterior, se trata de cuidar el prestigio de un
escritor reconocido. Pero incluso, más allá de 2 eso, se encuentra el
compromiso con el texto y, sobre todo, con el lector, como una muestra de
respeto hacia quien adquiere y consume el texto, el lector, quien espera un
producto que no genere mayores interferencias, sino que, al contrario, le
proporcione una experiencia cognitiva o estética sin grandes distractores.
Para combatir las erratas y
cualquier tipo de error, en la industria editorial se cuenta con una serie de
operaciones que a grandes rasgos pueden dividirse en dos partes: antes y
después de la formación, aunque no siempre se sigue este esquema temporal. En
el primer caso se encuentra la corrección de estilo; en el segundo, la
corrección de pruebas.
Respecto de la corrección de
estilo, el editor Jorge Herralde (2001: 241), quien se refiere a ella con un
término de la tradición sajona (editing),
la describe a grandes rasgos como:
un trabajo
sumamente delicado tanto a nivel de preparación literaria como de virtuosismo
psicológico: en definitiva, se trata de mejorar un original, sugerir
modificaciones, realzar unas partes, suprimir otras, todo lo cual implica que
el original no es perfecto, lo que a menudo resulta inadmisible para el autor.
Por su parte, Bulmaro Reyes
Coria (citado por Zavala Ruiz, 2012: 278) señala tres grandes labores de la
corrección de estilo “a) busca eliminar las faltas de ortografía, b) esclarecer
párrafos oscuros, y c) dar uniformidad a la obra”. Más preciso, Roberto Zavala
Ruiz agrega unas consideraciones: corregir sin tergiversar el estilo del autor
y sugerir cambios, antes que imponerlos, a la vez que especifica lo que debe
llevar uniformidad: nombres (de personajes, lugares e instituciones); palabras
que pueden escribirse de varias formas (alveolo y alvéolo, por ejemplo); uso de
mayúsculas, minúsculas, cursivas, versalitas y negritas; tablas, cuadros, notas
y fichas bibliográficas, así como el estilo editorial de la empresa que publica
el texto: tratamiento de títulos y subtítulos, cornisas, uso de sangrías,
abreviaturas, guarismos, fechas, neologismos, índices...
Además, añade otras labores
del corrector de estilo: verificar que recibe completo el original; marcar la
tipografía (tamaño de caja, familia, cuerpo, interlineado, blancos); corregir
faltas de sintaxis (concordancia, coordinación); verificar que las llamadas se
correspondan con las notas, así como la información que se proporciona en cuadros
y texto; cuidar que se mantenga la secuencia de cuadros, fotografías y figuras;
evitar repeticiones 3 que no agregan nada al desarrollo del texto, así como los
extranjerismos, cacofonías y lugares comunes; confirmar la información de la
bibliografía y de las notas.
Toda esta labor implica un
gran esfuerzo y una gran inversión en tiempo y dinero, razones que algunos
editores consideran que esgrimen las casas editoriales para evitar ofrecer
productos bien cuidados. Por ejemplo, en el prólogo del Manual de edición
literaria y no literaria (Sharpe y Gunther, 2005: XII), Richard Marek afirma
que “la corrección de estilo está en vías de extinción” (y añade: igual que el
arte de la buena escritura). Es difícil precisar si se trata de una tendencia
general o de una visión apocalíptica sustentada en algunos pocos casos. Ante la
duda, tal vez resulta conveniente recordar que justo es el valor agregado que
proporciona el cuidado editorial lo que la edición puede ofrecer (junto con un
diseño y una promoción profesionales) para mantenerse a flote en un mundo en
que las nuevas tecnologías propician y hacen posible la autoedición y, con
ello, estimulan la promesa de eliminar intermediarios entre el autor y el
lector.
Si bien es cierto que el
mundo digital e internet eliminan un conjunto de labores indispensables para el
libro impreso, como la impresión y la distribución, una serie de elementos
abonan en favor de mantener la especificidad del trabajo editorial y de otras
labores, como la corrección: primero, aunque los autores decidan hacerse cargo
de la edición, diseño, promoción y venta de sus textos, eso les restará tiempo
para desarrollar lo que más les interesa, la escritura; son autores porque
escriben y asumir otras labores va en contra de eso; segundo, las posibilidades
y facilidades que genera la autoedición no eliminan la necesidad de ofrecer un
texto lo más depurado posible, con la menor cantidad de erratas; tercero,
persiste la necesidad de ofrecer productos diferenciados, con variaciones
tipográficas que eviten la monotonía estética, lo que mantiene la necesidad de
que sean profesionales especializados quienes asuman las labores de diseño y
formación; por último, la edición no sólo constituye un paso intermedio entre
el autor y el lector, sino que ofrece una serie de servicios dirigidos a
favorecer la lectura: uniformidad de la obra, coherencia, sistematización,
identidad...
La corrección de pruebas
Una vez formado o maquetado
el texto, sigue un proceso de revisión y enmienda de errores ya no
necesariamente gramaticales, de redacción o de sintaxis (si la corrección de
estilo resolvió eficazmente los problemas de este tipo; si no fue así, es la
oportunidad de 4 corregirlos), sino de verificar que el texto esté completo
(mediante una lectura de cotejo) y se le hayan aplicado las disposiciones de
estilo de la editorial, serie o colección (tipografía de títulos y subtítulos,
tratamiento de números y cantidades, uso o no de cornisas, coincidencia del
paginado con el índice), a la vez que se revisan y marcan elementos de la formación
que deben cuidarse: como el interlineado, los estilos de párrafos, callejones,
ríos, viudas, huérfanas, rosarios…
Zavala Ruiz (2012: 390)
resume las labores de la corrección de pruebas:
se
concretará a localizar las erratas o faltas del teclista, así como a evitar los
errores más comunes de división de palabras y cifras, repeticiones de signos y
letras a principio y fin de línea y, en fin, a advertir y enmendar errores de
todo tipo.
Esta enumeración de la
corrección de pruebas parece muy sencilla. Sin embargo, puede resultar muy
compleja, según las características de la publicación, por ejemplo, si
contiene, además de texto, datos estadísticos, cuadros, gráficas, fotografías,
esquemas, cornisas y otros elementos gráficos. La cantidad de revisiones en
esta etapa varía de acuerdo con cada editorial, pero también según la
complejidad del texto y la experiencia del corrector; no obstante, el consenso
general considera aceptable en la actualidad tres revisiones, denominadas
primeras, segundas y terceras. Tal vez esta cantidad proviene de las tres o
cuatro revisiones que tradicionalmente se hacían antes de que los textos se
formaran en computadora y que tenían fines específicos, a decir de Gerardo
Kloss (2009: 151):
a) La
corrección de galeras, que este autor llama “una tarea de lectura comparativa”,
que buscaba verificar “la integridad del texto; es decir, que cada parte del
texto capturado se parezca lo más posible al original que entregó el autor”; en
otras palabras, evitar saltos, omisiones y repeticiones. Una galera, por lo
demás, como lo recuerda Kloss:
era la
tira de tipografía fotocompuesta, que todavía no era cortada y pegada al tamaño
de la caja en que aparecería finalmente. Pero aún antes, cuando las cosas se
hacían en plomo, la galera era la primera prueba en letra de molde, la
impresión en sucio, todavía sin formar ni acomodar (2009: 151).
Puede ser, como señala este
autor, que siga funcionando la definición de que “una galera es la primera
prueba en sucio del texto capturado”, aunque en la actualidad los procesos
informáticos permiten contar con primeras pruebas en las que el texto se
encuentra ya formado y, según las características del libro y del proceso
editorial, cuente ya con los espacios para las ilustraciones (si es que las
lleva).
b) Tras la
captura de las correcciones de la revisión de galeras, podría generarse una
contraprueba, para verificar que se capturaron las correcciones marcadas,
aunque normalmente se obtenían las primeras planas, en las que se hacía la
corrección para “encontrar errores tipográficos y ortotipográficos (además de
continuar con la implacable cacería de erratas, que es el denominador común de
todas las etapas)”, como lo afirma Kloss (2009: 157). En este caso se
verificaba la formación de los pies de página, notas, cuadros, tablas,
ilustraciones, gráficas, viudas, rosarios, líneas cerradas o abiertas,
callejones, colas, ríos, etcétera.
c) Tras la
captura de las correcciones de las primeras planas venía la lectura de
segundas, en teoría “sólo para confirmar la inexistencia de errores” (Kloss,
2009, 161). No obstante, puede suceder que al introducir las correcciones se
hayan generado otros errores o que éstos no se hayan capturado con el
suficiente cuidado o que las marcas no hayan sido claras y hayan confundido a quien
incorporaba las correcciones. En este caso se generaban unas terceras pruebas.
d) Finalmente se llegaba al
momento en que se contaba con un texto libre de problemas y se obtenían las
llamadas pruebas finas, que se imprimían en alta resolución, en láser, en papel
couché (y no en bond, como las
anteriores pruebas). Tras la revisión de estas pruebas, si se encontraban
errores, se corregían las páginas en que estaban, sólo se imprimían las
corregidas y se sustituían. Concluido esto, el original mecánico estaba listo para
enviar a imprenta.
La figura del corrector
En las empresas editoriales
que cuentan con personal de planta, llevan a cabo la corrección de estilo
generalmente correctores experimentados (a veces incluso los editores) y el
resto de las revisiones se dejan a correctores con menos experiencia.
No obstante, como lo señala
Sofía de la Mora (2006: 668), el papel del corrector no siempre es visible y,
menos aún, reconocido: “los correctores en general trabajan a la 6 sombra de un
editor y no están en contacto con el objetivo-meta del autor, su participación
resulta parcializada y poco efectiva”. Por lo regular los nombres de los
correctores de estilo no aparecen en los créditos de los libros (menos aun los
de los correctores de pruebas), aunque se trate de ediciones universitarias en
las cuales se incluye una lista de funcionarios que no tienen ninguna relación
directa o indirecta con la publicación. Tampoco los salarios de los correctores
suelen ser elevados, aunque se les exija, como lo señala Zavala Ruiz (2012:
390), una sólida formación y una cultura general amplia, así como conocimientos
gramaticales y de tipografía, algo que confirma y especifica De la Mora en un
extenso ensayo sobre el tema:
se
solicita con amplia experiencia tipográfica (uso adecuado de los recursos
editoriales), que sea un buen lector (contacto con el libro y la legibilidad) y
que tenga una preparación en redacción y ortografía. Por lo regular, se
solicitan personas con estudios de nivel superior o maestría y expertos en el
tema que se esté corrigiendo (2006: 674).
Además, a pesar de la labor
que desempeñan los correctores en el mejoramiento de los originales, muchas
veces sus relaciones con los autores no resultan las más satisfactorias. Como
ejemplo, Mario Muchnik relata una experiencia curiosa cuando, como editor,
corrigió un texto por 1968:
Una de mis
primeras tareas fue la revisión editorial de un texto sobre la Mona Lisa. La
acometí alborozado, empuñando un lápiz rojo. Cuando terminé la revisión llamé
por teléfono al autor, que amablemente acudió a verme. Le mostré mis
observaciones en rojo. Me escuchó con atención hasta el final, luego recogió su
texto, sonrió, me dio la mano y se fue. A la media hora recibí un telefonazo de
Robert [Laffont].
—Mario…
Por favor, Mario… ¿Pero qué ha hecho? El autor acaba de salir de mi despacho.
Estaba furibundo. Venga inmediatamente para aquí.
Robert no
me sermoneó. Me pidió, solamente, que no corrigiera nunca a un autor. La
política de la casa era publicar los textos sin cambios, por justificados que
estos fueran. Los correctores de pruebas, ellos sí, podían sugerir cambios a
los autores, que 7 a su vez podían aceptarlos o rehusarlos. Pero los editores
debíamos limitarnos a comunicar nuestras ideas y reflexiones dentro de la casa:
no a los autores (Muchnik, 2011).
El caso que relata Muchnik,
aunque favorece la especificidad del trabajo de los correctores de pruebas,
muestra también una práctica frecuente en las editoriales: que se haga cargo de
la corrección un editor. El mismo sentido de desencuentro entre autor y
corrector lo ilustra Vladimir Nabokov, quien no tenía precisamente una opinión
favorable de los correctores:
Supongo
que por editor entiende usted corrector de pruebas (...) Entre éstos he
conocido criaturas limpias, de un tacto y una ternura sin límites, que
discutían conmigo un punto y una coma como si se tratara de una cuestión de
honor... y que muchas veces es, por cierto, una cuestión de arte, pero también
he tropezado con algunos tan brutos y pomposos que intentaban hacerme
“sugerencias” a las que me opongo fulminantemente con un ¡No cambiar! (citado
en Herralde, 2001: 242-243).
Sin embargo, tales
desencuentros, justificados o no, no deben descartar la importante labor y el
esfuerzo que llevan a cabo los correctores, ya sea de estilo o de pruebas.
La revisión en los libros de texto
En la edición de libros de
texto que llevo a cabo, por lo común realizo las siguientes operaciones de
revisión: la primera, que se denomina edición, consiste en verificar que el
texto trate los contenidos del programa de estudios de la asignatura
correspondiente, que se ajuste al tamaño de página especificado en el plan de
obra (un documento previo elaborado por el editor para planear la extensión de
cada contenido del libro), que cuente con actividades (experimentales o no) y
con información complementaria (secciones de la serie a la que pertenece el
libro de texto, sitios o páginas web para realizar consultas). Se revisan las
imágenes propuestas por el autor; se sustituyen o eliminan las que no se
consideran pertinentes; se revisan o crean los pies de ilustración. En caso de
que haya tiempo, se regresa el original con observaciones y sugerencias al
autor; por lo regular éste es un paso que se omite, pues los libros se escriben
y editan en muy poco tiempo (unos tres meses como máximo), casi siempre a ritmo
acelerado, debido a que la Secretaría de Educación Pública (SEP) establece los
tiempos de entrega.
Editado el material, se
somete a la corrección de estilo, se solicitan las imágenes (a las que asigna
una clave) y se elaboran la maqueta y las páginas maestras. El texto editado,
con las sugerencias de la corrección de estilo incorporadas y con la clave de
las ilustraciones se denomina dummy.
Aceptada la corrección de
estilo, se envía el material a formación o diagramación (también se le ha
llamado maquetación), proceso durante el cual se parte de las páginas maestras
elaboradas por el equipo de diseño para formar las páginas de acuerdo con las
especificaciones, y se agregan las imágenes.
El material formado pasa por
lo general por tres revisiones denominadas primeras, segundas y terceras;
aunque este número se considera el óptimo, pueden realizarse más revisiones
(una o dos más), de acuerdo con la complejidad del original (a veces el texto
requiere tratamientos más profundos, pues puede estar mal redactado desde el
inicio) o la experiencia del editor (alguien más experimentado tiende a reducir
el número de revisiones).
La primera actividad que se
realiza durante la primera lectura es el cotejo, es decir, la confrontación del
material formado con el dummy. Con
éste se verifica que el contenido incluido en el dummy se transfirió completo durante la formación a las páginas.
Luego se ajusta el texto al tamaño de la página, pues no siempre se cuenta con
el cálculo tipográfico, a veces éste no resulta preciso o las ilustraciones
requieren un tamaño mayor al destinado originalmente. En ocasiones es posible
modificar en este momento los pies de ilustración. A veces las ilustraciones no
están listas o no están completas y se revisa el material con el fin de avanzar
en la revisión del texto.
Las correcciones se capturan
y se obtiene una nueva versión, que se someterá a la segunda lectura. En este
caso, se verifica que las correcciones se hayan incorporado y no se haya
incurrido en nuevos errores; si así fue, se vuelven a marcar las páginas;
continúa la revisión de errores ortotipográficos, plecas, pies de ilustración,
imágenes, bibliografía, títulos, titulillos, entre otros. El material se
regresa los formadores para que capturen las marcas.
Durante la tercera lectura
se verifica que las correcciones marcadas se hayan incorporado
satisfactoriamente; si no fue así, se vuelven a marcar las omisiones y se señalan
los nuevos errores. En esta etapa es esperable que las correcciones sean
mínimas, pues el libro ya ha pasado por varias correcciones.
Concluida la labor del
editor, las gerencias de Diseño y de Secundaria revisan el libro; en el primer
caso, de los elementos gráficos, su disposición en la página, la calidad de
reproducción de las imágenes, el respeto a los lineamientos del diseño
establecidos en las páginas maestras. En el segundo caso, la revisión incluye:
faltas de ortografía en los elementos más notorios (títulos, titulillos),
unificación de criterios (por ejemplo, en la incorporación de las fechas de
consulta de las páginas de internet), que el índice corresponda con el programa
de la asignatura y con los títulos que hay en los interiores, entre otras
cuestiones. Si hay errores, se hacen las enmiendas y al final sólo se coteja
que se hayan capturado correctamente.
El siguiente paso es la
revisión de plotters. Consiste en confrontar el libro aprobado por las
gerencias de Diseño y de Secundaria con las páginas enviadas por Producción. Se
revisa que los elementos del impreso se encuentren tal cual en el plotter. Si
no es así, se solicitan las enmiendas, sobre todo si se relacionan con
descuidos del área de producción. Si hay erratas, no siempre se corrigen, pues
se considera que ya no es el momento de llevarlas a cabo. No obstante, en los
libros de texto de primaria la gerencia ha permitido en ocasiones la corrección
de hasta diez páginas con errores de edición, aunque no hay un criterio
establecido.
En 2013 y 2014, a este
proceso se agregaron dos correcciones más, a partir del escándalo de los 117
errores en los libros de texto de primaria elaborados por la SEP. Una
corrección se denominó lectura cruzada y consistió en que un área leyó los
libros que había presentado a evaluación otra área; por lo general, se
corrigieron errores de dedo y de formato, aunque también se señalaron
repeticiones de texto y algunos problemas de concepto.
Posteriormente, se llevó a
cabo una lectura externa: editores o correctores externos revisaron cada libro
y detectaron incongruencias, errores ortotipográficos, de formación, de
seguimiento de los criterios del manual de estilo, entre otros. Tras estas
revisiones, puede decirse que los libros de texto de secundaria que se
encuentran en el aula tienen una mayor calidad y pueden cumplir su cometido
educativo.
Bibliografía
De la Mora, Sofía (2006).
“El estilo del corrector”, en Anuario de Investigación
2005. UAM Xochimilco, México, pp. 666-681.
Herralde, Jorge (2001). Opiniones mohicanas. El Acantilado,
Barcelona.
Kloss Fernández del
Castillo, Gerardo (2009). Entre el diseño
y la edición. Tradición cultural e innovación tecnológica en el diseño
editorial. Universidad Autónoma Metropolitana, México.
Sharpe, Leslie T. e Irene
Gunther (2005). Manual de edición
literaria y no literaria. Colección Libros sobre libros, Fondo de Cultura
Económica, México.
Zavala Ruiz, Roberto (2012).
El libro y sus orillas. Tipografía,
originales, redacción, corrección de estilo y de pruebas. Colección
Libros sobre libros, Fondo de Cultura Económica, México.
jueves, 22 de diciembre de 2016
Poemas
http://www.puntodepartida.unam.mx/images/stories/pdf/pp88/88-cabrera.pdfhttp://www.puntodepartida.unam.mx/images/stories/pdf/pp88/88-cabrera.pdf
miércoles, 14 de diciembre de 2016
Mariposa de cristal: un libro que da más de lo que promete
Pedro Cabrera Cabrera
I
Uno puede acercarse a la primera
edición de Mariposa de cristal de
Raúl de León Alcocer como a cualquier otro libro, con la misma desconfianza,
que es un derecho del lector, ante un montón de palabras. Desconfianza porque
se trata de un autor desconocido y el título no ofrece muchas tentaciones ni
pistas, pues lo menos que puede decirse es que resulta poco orientador acerca
de la naturaleza del libro. Tal vez, si uno ve en un estante el libro, la
excelente pintura de Loyola logre atrapar la mirada, con su vibrante colorido
de amarillo, rosa, rojo, azul y blanco, con su figura enmascarada, que dormida
o en plena ensoñación (tiene los ojos cerrados, está acostada) se abraza y
muestra un pecho, y tiene algo en la cara que puede ser acné o alguna
enfermedad extraña.
Quizás entonces el lector tome el
libro, mire la cuarta de forros y se entere de que está ante una novela; tal
vez entonces decida hojear algunas páginas, revisar algunas frases, y abra al
azar y lea: “Mi bestial borrachera es una forma de buscar respuestas”. Una
locución certera, casi una máxima, que expresa un pensamiento poco usual en un
mundo que por lo regular toma a la embriaguez como un estado inconveniente (por
decir lo menos). Tal vez con esta expresión el lector se entusiasme, atraído
por la promesa de una prosa certera y directa y entonces decida abandonarse a
escarbar desde el principio la propuesta de un autor del que nunca ha escuchado
hablar y cuya mínima imagen sonriente puede ver en la solapa, con el fondo
borroso de una negra estatua que quién sabe qué será y contribuye a la suma de
enigmas.
Pero un lector también puede acercarse
de otras formas. Por ejemplo, como sucede con muchos que comparten ese
principio y fin que en voz baja y alta voz invocamos con nostalgia: “Chapingo”,
un lugar que se antoja imposible desde la trinchera del mundo del trabajo y sus
infinitas agonías, el planeta de la juventud y la inexperiencia, de los muchos
comienzos, de las hermandades. En este caso, el lector tal vez se acerque
porque escuchó o alguien le dijo que ese libro que parece tan extraño trata
sobre un personaje que vivió y amó en esas tierras, al amparo de la fuente de
las circasianas, bajo las hojas renovadas del centenario árbol de los acuerdos,
en sus antes gloriosos jardines, en los pasillos del edificio principal, en los
soterrados rincones en que puede habitar el sexo clandestino. Y así se
despierta, por obra y magia de la palabra, el sagrado interés que algunos
simplemente llamamos “morbo”. Y, con esto, una aventura que conjuga el verbo
leer en tiempo presente con ciertas coordenadas: el reconocimiento de lugares y
situaciones, el contraste con la propia experiencia, la reformulación de la
identidad, la extrañeza ante las relaciones que mantienen los personajes de la
novela.
Pensemos en un lector más avesado, nada
ingenuo: es alguien que busca más datos de lo que va a leer; se informa,
sopesa, reflexiona; y sólo entonces decide comprar o llevarse el libro sin que
se dé cuenta el ofertante. Este lector puede leer la cuarta de forros y
enterarse de que se trata de una novela, pero en la segunda de forros encuentra
una fotografía de Eleim y Margot. Lo primero que se pregunta: ¿es novela o
testimonio? ¿Los personajes existen o existieron en la vida real? La confusión
aumenta cuando en la página inicial descubre un subtítulo no presente en la
portada que tal vez le diga que está ante un volumen picaresco; entre
paréntesis, la frase se anuncia muy prometedora: “Los húmedos veranos de Margot”.
Tras enterarse del pasado del autor (ingeniero agrónomo, sociólogo, poeta
premiado), se detiene en el epígrafe de Robert Louis Stevenson, que puede ser
una guía del sentido general del libro: lo experimental de la juventud, la
ignorancia de uno mismo como esencia y encanto de ese periodo de la vida, la
verificación de la propia existencia como porpósito y recompensa...
Y ya acuciado de curiosidad o por
simple reflejo, este lector revisa el índice que al principio le dice poco, en
una mezcolanza de temas: becado externo, bienvenida, becados internos,
cooperativa estudiantil, Casona, Búnker, Tania... ¿Qué puede ser esto de
interés? Luego, en la segunda parte descubre otras palabras: homosexuales,
adúlteros, utópicos, orquídea, carta de amor... Afecto a las clasificaciones,
imbuido en taxonomías y corrientes literarias como producto de uno o dos cursos
de literatura, este supuesto lector o candidato a lector de Mariposa de cristal
tal vez se pregunte: ¿qué tipo de libro será? ¿Una novela, un testimonio, una
crónica, un reportaje? Y concluirá algo así: “Como que el índice no es muy
orientador”.
¿Y qué sucedería con un lector más
experimentado, digamos un crítico literario que recibe uno de los tantos libros
que con desgana debe reseñar? Tal vez aprecie el gesto de las manos anónimas
que le hicieron llegar un volumen de 181 páginas. O, con aburrimiento, quizás
deje de lado un libro que no le dice mucho: tiene una portada llamativa, pero
que consta sólo de dos elementos: un título común y el nombre de un autor del
que no ha oído nada, él que recibe antes que muchos las novedades de las
editoriales más prestigiosas, que a veces saluda a sus autores favoritos y que
desdeña los libros que tienen ventas masivas. Pero acaso la curiosidad por
saber al menos si hay algo rescatable en el texto o la voracidad que desde
chiquito lo ha hecho enfrascarse en la lectura de obras completas casi sin
pestañear le digan que puede estar ante un suceso literario. Entonces se entera
de los datos de la solapa, revisa la cuarta de forros y determina que está ante
un libro primerizo que habla de jóvenes en determinadas circunstancias. Y
entonces tiene ya un diagnóstico, más establecido por su experiencia de lector
que por el conocimiento de lo que el libro contiene.
Al lado de estas posibilidades, puede
haber un lector (tal vez el más común) que tome el libro de algún imaginario
estante y vea con recelo la cuarta de forros, la foto de la segunda de forros
y, arraigado en su pensamiento, deje el volumen de nuevo en su lugar, con
delicadeza, como si estuviera ante una de esas obras que por su contenido deben
ser alejadas de los ojos castos de los seres humanos de nobles costumbres y
quizás piense que hay libros que nunca debieron publicarse, como el que
subrepticiamente rechaza. O tal vez, en un arranque de morbo, decida leer
algunas partes, sólo por enterarse y que no le cuenten, pues él ya vio y ya
supo y no encontró algo que lo haga deshacerse del dinero para adquirir lo que
considera que puede aprehenderse con sólo echar un vistazo. O no: se lo lleva
en secreto, con actitud vergonzante, y lo lee en sus muchos ratos de ocio, pero
a escondidas, en el baño, cuando todos se han dormido, cuando el bullicio de la
vida diaria cede su lugar a la calma. Y se interna en unas páginas que le dan
cierto sabor a prohibido, que tal vez llenan la vida como sólo puede hacerlo la
imaginación.
Cualquiera de esos lectores imaginarios
podrá hacer eso que la investigación en el tema ha llamado un acto de lectura y
obtendrá conclusiones diferentes. Por fortuna, el misterio que hay en las
páginas sólo será revelado a quien se arriesgue a entrar en un libro que da más
de lo que promete.
II
Aunque algunas personas como yo
quisieran tener una profesión de lector debido a que los libros nos han dado
más que otras diversiones: conocimiento, placer, compañía, diálogo,
iluminación, las demandas de la vida nos han llevado a trabajar en distintos
lugares, pero hemos procurado estar cerca del fenómeno libresco y sus
tribulaciones.
En mi caso, he revisado libros sobre
política educativa, arte, literatura, investigación, historia, tesis, libros de
textos de ciencias para la primaria y la secundaria. No ostante, una de mis
grandes experiencias ha sido la labor de acompañante de un proceso creativo: la
escritura de Mariposa de cristal. No
sé cuántos libros han pasado por mis manos, cuántos han sido objeto no de una,
sino de varias lecturas, pero hasta este momento han sido ya muchos y espero
que sean muchos más.
Pero el caso de Mariposa de cristal es único. Cómplice desde la gestación de la
idea, estuve en las pláticas iniciales cuando planteábamos ideas vagas en
comidas y conversaciones con cerveza: una novela sobre Chapingo, un cuento
sobre Margot, una historia sobre nosotros. Los participantes éramos Raúl de
León, por supuesto, y otros egresados de Chapingo, como Helio Guzmán, Antonio José García, Darío
Alejandro Escobar y yo.
Tras los despistes iniciales de nuestro
egreso de Chapingo, pudimos retomar el hilo de nuestra amistad que desde
entonces se ha fortalecido. Raúl vive en Chihuahua y en algunas ocasiones su
trabajo lo hacía llegar al D.F., donde resido. A veces nos reuníamos todos o
sólo algunos de los mencionados. Entonces hablábamos con nostalgia de los años
que pasamos en Chapingo, de las noticias de los conocidos, de las anécdotas y
de nuestras inquietudes literarias, de lo que queríamos escribir y no siempre
se concretaba.
Allí, para usar el lugar común y
acercarnos a nuestra profesión de agrónomos, fue sembrándose la semilla. Bueno,
la semilla estaba desde antes: en las memorables sesiones del taller literario
de Chapingo que coordinaron, primero, Leo Mendoza y luego con mayor fortuna
Rolando Rosas, una figura paterna en el mundo sin padres que vivimos en
Chapingo. Rolando estimuló lo mejor de nosotros, creyó (y no es poca cosa) que
teníamos algún talento que podría ser trabajado para obtener buenos versos,
para contar bien algunas buenas historias. Tal vez su apuesta no se ha visto
recompensada en el mismo tamaño que sus expectativas, pero su entusiasmo y dedicación
fueron una muestra de generosidad que pocas veces encontramos en las aulas y el
mundillo universitario en el que nos desenvolvíamos. Lo que hemos hecho o
dejado de hacer es nuestra responsabilidad, no menos estúpida que la manera en
que algunos hemos conducido nuestras vidas.
En una de esas visitas de trabajo de
Raúl al D.F., un día regresé de la oficina y lo encontré en un estado de
euforia. Apenas entré en el departamento y me dijo que quería mostrarme algo
que había escrito. Arrojé mi maletín y me dio una hoja garrapateada con su
letra irregular. La leí. No recuerdo exactamente de qué trataba (la desmemoria
ya comienza a hacer estragos en mi cerebro), pero sí que había un personaje:
Margot. Tal vez no demostré la reacción que Raúl esperaba, quien muy serio me
dijo: “¿No te gustó? Es un cuento”. Me le quedé mirando: “¿No te das cuenta?”.
Y, con sus ya conocidos por mí arranques de furia y pesimismo, quiso
justificarse: “Es el primer cuento que escribo, pero me gusta porque al fin
logro expresar lo que tanto hemos hablado”. Lo miré grave y severamente: “¿De
verdad no te das cuenta?”. La situación es teatral porque Raúl esperaba mi
veredicto. Él quería que fuera positivo, pero mi actitud ya lo estaba
desesperando: “¿De qué me debo dar cuenta? Si no te gustó, si vale madres, ya
dímelo de una vez”. “Raúl, esto no es un cuento”. “Ya, ya, puede ser que no sea
lo que esperabas, pero tampoco tienes que ser tan duro”. “Déjame explicarme:
esto es el inicio de una novela”. “Ah, caray”. “Sí, Raúl, como cuento es malo,
pero aquí tienes un filón que debes explorar”. “¿Te parece?”. “Claro que sí. Es
cuestión de que desarrolles más al personaje, que lo enfrentes a determinadas
situaciones, que ahondes en su psicología, que narres lo que piensa, lo que
vive, y obtendrás una buena historia”. “¿Crees que sí?”. “Estoy seguro”.
Esa vez Raúl se fue con muchas
inquietudes, enfebrecido, anhelante, con un proyecto al que dedicaría más de
cuatro años de su vida y que terminó con el título de Mariposa de cristal. En el intermedio hubo dudas, vacilaciones,
peleas. En distintos momentos comentábamos sus avances, discutíamos en alta voz
a altas horas de la madrugada, caminábamos por Reforma y la Zona Rosa,
visitábamos Chapingo y a los amigos. A veces se sumaba alguien de nuestro clan:
Helio Guzmán, Darío Escobar, Antonio José García. Hablábamos por teléfono
largas horas, nos enviábamos mensajes por correo electrónico. El trabajo fue
intenso por momentos, con una constancia interrumpida por los momentos de
trabajo.
Después de algún tiempo pude ver por
fin el primer manuscrito en forma. Lo edité con toda la libertad del mundo:
quité párrafos que se salían del tono general; unos muy cursilones no
sobrevivieron. Sugerí situaciones para complicar la trama. Comenté posibilidades
de desarrollo. Recomendé lecturas, le regalé algunos libros. En cierto momento
perdí la cuenta de las versiones que revisé, pues Raúl añadía secuencias,
eliminaba escenas, las restituía y agregaba otras más.
En sus viajes a la Ciudad de México,
Raúl se aprovisionaba de materiales que lo orientaban en su labor creativa:
cómo crear un personaje, cómo escribir una novela. Las páginas fueron creciendo
en cantidad. A veces Raúl me planteaba retos creativos. Los aceptaba, pero yo
no cumplía. Él sí y me sorprendía con textos de gran calidad que luego se
integrarían a la novela. El resultado ya tiene por fortuna su segunda edición.
III
Mariposa
de cristal
puede ser vista por los taxónomos simplemente como una novela homoerótica. Hay
en su contenido verdaderos momentos en que el placer entre hombres se muestra
en una prosa bien cuidada, certera, sin vergüenzas, como un acto poético. Pero
quien sólo se acerque a ella por el interés en el sexo o en el personaje
central, dejará de ver las muchas virtudes que el libro contiene. Porque la
verdadera dimensión de Mariposa de
cristal está en la literatura acerca de los jóvenes (de la cual se
referirán sólo algunas obras). El epígrafe mencionado no es un mero pretexto;
establece el marco global por el que transitarán los personajes: la juventud
como una etapa de experimentación, de búsqueda.
Se trata, en principio, de una novela
de iniciación. El lector asiste a la primera relación sexual de varios de los
personajes: al comienzo del libro, Margot descubre las delicias del sexo con
varones en los brazos de su primo; más adelante, Leo hace los honores a la
Catrina, “la burra más bella de la Comarca Lagunera”; Eva y Demetrio pierden
juntos la virginidad. Vivida por accidente, como rito o como consecuencia de un
noviazgo, esta iniciación tendrá
repercusiones similares en los personajes, pues aunque haya sido en
circunstancias distintas, los predispone para seguir explorando: Margot se
define a partir de ella: muere y vuelve a nacer tras el encuentro con el primo,
pero a partir de entonces continuará sus amores con varones; Leo sostendrá una
relación con Eleim y experimentará el sexo con Demetrio; Eva y Demetrio, tras
una temporada de ternura, buscarán saciar su apetito sexual por deseo o por
venganza.
No obstante, las iniciaciones que se
narran pueden parecer estereotipadas: aunque la bibliografía sobre el tema aún
no desentraña muchos vericuetos al respecto, se considera que un homosexual
comienza su vida sexual con un familiar cercano (en algunos chistes rojos se
habla de que “todos tenemos un primo”); en ciertos ámbitos se da por descontado
que en las comunidades rurales las primeras veces de los varones se dan con
animales (por ejemplo, en una novela de jóvenes campesinos que se desarrolla en
Cuba, En el cielo con diamantes, de
Senel Paz, los jóvenes lo hacen con chivas). Aun así, los detalles de la
narración, los escenarios en que se insertan, las particularidades, hacen
creíbles las situaciones. Esterotipadas o no, cada una de las iniciaciones
sexuales a las que el lector asiste se corresponden muy bien con las
características de los personajes.
En la exploración de las relaciones que
se establecen en un mundo cerrado, en particular las bromas y vidas
estudiantiles que se presentan en un internado y tal vez el carácter reflexivo
de algunos personajes, Mariposa de
cristal recuerda a La ciudad y los
perros, de Mario Vargas Llosa, y Las
tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil. Sin embargo, se
aleja notablemente de ellas porque en Mariposa
de cristal no hay una dimensión moral. Los personajes se desenvuelven
ajenos a códigos estrictos de conducta, tal vez por la escasa presencia de
figuras adultas, paternas o de autoridad (sólo están presentes de manera
tangencial el padre de Leo, Vicky, Ramón, el rector de la universidad, algunos
miembros de los llamados bolcheviques) o quizá debido al desencanto que
significó conocer la doble moral en que vivía uno de los líderes.
Alejada del tono cínico del antihéroe
de El guardián en el centeno, de Jerome David Salinger, Mariposa de cristal
cuenta con dos narradores: uno en tercera persona que va buscando las acciones
de los personajes y otro en primera persona, que da voz a Leo, un ser lleno de
dudas, reflexivo, poeta, que goza y sufre por amor.
En este recuento necesariamente
incompleto de relatos sobre la juventud tal vez es necesario recordar que Mariposa de cristal cuenta con un
antecedente: Siete veranos entre
paréntesis, de José Antonio Saldívar, una recopilación de anécdotas acerca
de la vida estudiantil en el Chapingo de los años cuarenta y cincuenta del
siglo XX. Las semejanzas son menos que las diferencias, tal vez por las
profundas transformaciones que en treinta años sufrieron México y la Escuela
Nacional de Agricultura (ENA): si bien ambas se refieren al mismo lugar y
narran situaciones estudiantiles, los contextos han cambiado. En los años
ochenta el país vivió una terrible crisis (al grado que ese periodo se
considera “la década perdida” para toda Latinoamérica), tal vez impensable en
la época posrevolucionaria, todavía llena de promesas (el desarrollo
estabilizador estaba por comenzar), cuando la ENA era una escuela militarizada,
que tenía pocos alumnos (500 en 1970, por ejemplo), fundamentalmente varones, y
un prestigio bien ganado por la labor de los extensionistas. Para los años
ochenta las generaciones de alumnos de nuevo ingreso alcanzaron el rango de los
1 500, la antigua ENA se transformó en universidad en 1976 y aumentó el número
de mujeres que estudiaban agronomía. Estos cambios explican en parte las
diferencias de perspectiva entre ambos libros.
IV
Para usar un lugar común: lo tópico y
lo típico de Chapingo se encuentran en Mariposa
de cristal: la dimensión política, con sus asambleas, discursos,
votaciones, turbiedades, incongruencias; la vida estudiantil, las
complicaciones del estudio, el hartazgo de clases sin sentido; sus lugares y
espacios memorables, como las circasianas, el edificio principal, la enorme
calzada, los comedores de alumnos internos y externos; los viajes de estudio
como una exploración, un descubrimiento, la incursión en otros mundos; el peso
aplastante del género masculino sobre el femenino; las relaciones sexuales
entre personas del mismo sexo, normalmente entre dos hombres, una constante de
los mundos en los que conviven sólo o especialmente varones, como sucede en los
internados; el aislamiento de la universidad en relación con los pueblos
milenarios que la rodean; los mitos y ritos chapingueros, por ejemplo, san
Casmeo y el teatro de la quema del libro, la llorona chapinguera, las canciones
rancheras y las del infaltable Álvaro Carrillo; las glorias del futbol
americano; las mujeres de Texcoco y su ambigua relación con los estudiantes.
Tal vez falten algunos: los innumerables bailes los fines de semana en los
alrededores de Texcoco, la idea generalizada de que la Biblioteca Central es la
mejor de Latinoamérica en su especialidad agronómica o la vestimenta vaquera
como un signo de identidad.
En ese lugar irrumpe lo atípico: una
persona del sexo masculino, biológicamente hombre, se transforma como una
mariposa y entra en lo que la vida contemporánea (al menos en ciertos círculos)
considera otro género: el transexual. Aunque cada vez es más frecuente escuchar
referencias sobre este fenómeno, la transexualidad no es un suceso de todos los
días, y menos en el Chapingo de los años ochenta, cuando todavía era una
novedad la operación que hoy se conoce en ciertos ámbitos como “la jarocha”.
Los personajes de la novela (Eva,
Margot, Eleim, Demetrio y Leo) forman un pentagrama de relaciones, en términos
geométricos, que entre los vaivenes de los acontecimientos da lugar a
relaciones paralelas, triángulos (isósceles, escalenos, equiláteros, según el
gusto), ecuaciones algebraicas de primero, segundo y hasta tercer grado, para
continuar con la metáfora matemática.
El entramado de relaciones, al
principio tan lineal, se vuelve cada vez más complejo. Demetrio ama a Eva,
símbolo no sólo de la primera mujer de un hombre, sino de la primera mítica
mujer que menciona la Biblia, pero también ama a Margot, un hombre que se
vuelve mujer, es decir, una mujer fabricada por la tecnología, pero en cuya
transformación es posible encontrar los ecos ancestrales de las culturas
precolombinas, cuyas religiones están llenas de dioses que primero fueron
hembras o que comparten las dos características al mismo tiempo.
En sus siete capítulos (como los siete
años que dura la escolaridad en Chapingo), Mariposa
de cristal hace que el lector vea de frente el amor entre hombres. Además,
la novela analiza la amistad, a veces como una relación que se muestra en
diálogos superficiales entre los personajes (por ejemplo, en algunos casos de
los mencheviques), pero también las ambigüedades que se establecen a partir de
ella: Por ejemplo, Leo mantiene relaciones sexuales con Eleim, aunque puede estar
enamorado de sus amigos Demetrio y Eva.
¿Qué cambios le esperan al lector de la
segunda edición que ya saboreó la primera de Mariposa de cristal? Sólo podrá desentrañarse esta incógnita con
una nueva lectura (todas lo son), un recorrido en el que Raúl de León ha
incluido nuevas pistas, tal vez nuevos hallazgos, tal vez nuevos fragmentos de
una historia que sorprende por el lenguaje con que fue escrita, por la pasión
que se despliega en ciertas escenas, por el trabajo meticuloso y constante de
un sociólogo chapinguero que, sin hacer a un lado su profesión, también decidió
convertirse en escritor.
México, D.F. 15 de noviembre de
2013
Suscribirse a:
Entradas (Atom)