miércoles, 13 de marzo de 2019

Más allá de la errata


                                                          Más allá de la errata

                                                                                                                          Pedro Cabrera Cabrera

Unida al lenguaje escrito desde su aparición, la errata es uno de los motivos de desvelo en el ámbito editorial. “Demonio de la escritura” la llamó José Emilio Pacheco, mientras que Alfonso Reyes la denominaba “viciosa flora microbiana” (Zavala Ruiz, 2012: 387).

Indeseada, perniciosa, tenaz, la errata nos agobia cuando aparece en los actos de lectura como una mancha, un distractor, un ruido que obstaculiza el proceso de comunicación que debe propiciar todo libro, esa especie de complicidad y de entendimiento (o su contrario, el disenso) entre dos seres que buscan decirse algo mediante palabras en los espacios de una página o de una pantalla. La existencia de esas irregularidades que estropean o hacen accidentada y tortuosa la lectura justifican las diversas revisiones que se hacen a los textos destinados a la difusión.

El origen de la errata es múltiple: puede producirse en una gama de situaciones, desde el desconocimiento del autor hasta la intervención en algún momento de algún agente editorial bienintencionado. Por ejemplo, el editor de Carlos Fuentes en Alfaguara, Ramón Córdoba, contó cómo en una novela el autor mexicano atribuyó a un personaje la propiedad de una plantación de aguacate en el estado de Tabasco, planta que no se cultiva allí; después de advertirle del error, la plantación se cambió al estado de Michoacán, donde sí se cultiva aguacate. En el otro extremo, a veces una tilde en el monosílabo “fue” no es una errata que se haya escapado a los ojos del corrector, sino alguna enmienda del formador, quien agregó el signo ortográfico debido a que creyó que lo llevaba.

No obstante, cuando se utilizan grandes volúmenes de texto, como en el caso de los libros, los periódicos y las revistas, impresos o digitales, la posibilidad del error es alta, no sólo por la cantidad, sino también por la existencia de palabras con dos o más grafías, así como por la diversidad de criterios editoriales, que muestran la preferencia por el uso de determinados términos o tratamientos (por ejemplo, el uso de mayúsculas para voces como presidente o país). Eso genera la necesidad de revisar una y otra vez los textos. En algunos casos, como el ejemplo mostrado en el párrafo anterior, se trata de cuidar el prestigio de un escritor reconocido. Pero incluso, más allá de 2 eso, se encuentra el compromiso con el texto y, sobre todo, con el lector, como una muestra de respeto hacia quien adquiere y consume el texto, el lector, quien espera un producto que no genere mayores interferencias, sino que, al contrario, le proporcione una experiencia cognitiva o estética sin grandes distractores.

Para combatir las erratas y cualquier tipo de error, en la industria editorial se cuenta con una serie de operaciones que a grandes rasgos pueden dividirse en dos partes: antes y después de la formación, aunque no siempre se sigue este esquema temporal. En el primer caso se encuentra la corrección de estilo; en el segundo, la corrección de pruebas.

Respecto de la corrección de estilo, el editor Jorge Herralde (2001: 241), quien se refiere a ella con un término de la tradición sajona (editing), la describe a grandes rasgos como:

un trabajo sumamente delicado tanto a nivel de preparación literaria como de virtuosismo psicológico: en definitiva, se trata de mejorar un original, sugerir modificaciones, realzar unas partes, suprimir otras, todo lo cual implica que el original no es perfecto, lo que a menudo resulta inadmisible para el autor.

Por su parte, Bulmaro Reyes Coria (citado por Zavala Ruiz, 2012: 278) señala tres grandes labores de la corrección de estilo “a) busca eliminar las faltas de ortografía, b) esclarecer párrafos oscuros, y c) dar uniformidad a la obra”. Más preciso, Roberto Zavala Ruiz agrega unas consideraciones: corregir sin tergiversar el estilo del autor y sugerir cambios, antes que imponerlos, a la vez que especifica lo que debe llevar uniformidad: nombres (de personajes, lugares e instituciones); palabras que pueden escribirse de varias formas (alveolo y alvéolo, por ejemplo); uso de mayúsculas, minúsculas, cursivas, versalitas y negritas; tablas, cuadros, notas y fichas bibliográficas, así como el estilo editorial de la empresa que publica el texto: tratamiento de títulos y subtítulos, cornisas, uso de sangrías, abreviaturas, guarismos, fechas, neologismos, índices...

Además, añade otras labores del corrector de estilo: verificar que recibe completo el original; marcar la tipografía (tamaño de caja, familia, cuerpo, interlineado, blancos); corregir faltas de sintaxis (concordancia, coordinación); verificar que las llamadas se correspondan con las notas, así como la información que se proporciona en cuadros y texto; cuidar que se mantenga la secuencia de cuadros, fotografías y figuras; evitar repeticiones 3 que no agregan nada al desarrollo del texto, así como los extranjerismos, cacofonías y lugares comunes; confirmar la información de la bibliografía y de las notas.

Toda esta labor implica un gran esfuerzo y una gran inversión en tiempo y dinero, razones que algunos editores consideran que esgrimen las casas editoriales para evitar ofrecer productos bien cuidados. Por ejemplo, en el prólogo del Manual de edición literaria y no literaria (Sharpe y Gunther, 2005: XII), Richard Marek afirma que “la corrección de estilo está en vías de extinción” (y añade: igual que el arte de la buena escritura). Es difícil precisar si se trata de una tendencia general o de una visión apocalíptica sustentada en algunos pocos casos. Ante la duda, tal vez resulta conveniente recordar que justo es el valor agregado que proporciona el cuidado editorial lo que la edición puede ofrecer (junto con un diseño y una promoción profesionales) para mantenerse a flote en un mundo en que las nuevas tecnologías propician y hacen posible la autoedición y, con ello, estimulan la promesa de eliminar intermediarios entre el autor y el lector.

Si bien es cierto que el mundo digital e internet eliminan un conjunto de labores indispensables para el libro impreso, como la impresión y la distribución, una serie de elementos abonan en favor de mantener la especificidad del trabajo editorial y de otras labores, como la corrección: primero, aunque los autores decidan hacerse cargo de la edición, diseño, promoción y venta de sus textos, eso les restará tiempo para desarrollar lo que más les interesa, la escritura; son autores porque escriben y asumir otras labores va en contra de eso; segundo, las posibilidades y facilidades que genera la autoedición no eliminan la necesidad de ofrecer un texto lo más depurado posible, con la menor cantidad de erratas; tercero, persiste la necesidad de ofrecer productos diferenciados, con variaciones tipográficas que eviten la monotonía estética, lo que mantiene la necesidad de que sean profesionales especializados quienes asuman las labores de diseño y formación; por último, la edición no sólo constituye un paso intermedio entre el autor y el lector, sino que ofrece una serie de servicios dirigidos a favorecer la lectura: uniformidad de la obra, coherencia, sistematización, identidad...

La corrección de pruebas

Una vez formado o maquetado el texto, sigue un proceso de revisión y enmienda de errores ya no necesariamente gramaticales, de redacción o de sintaxis (si la corrección de estilo resolvió eficazmente los problemas de este tipo; si no fue así, es la oportunidad de 4 corregirlos), sino de verificar que el texto esté completo (mediante una lectura de cotejo) y se le hayan aplicado las disposiciones de estilo de la editorial, serie o colección (tipografía de títulos y subtítulos, tratamiento de números y cantidades, uso o no de cornisas, coincidencia del paginado con el índice), a la vez que se revisan y marcan elementos de la formación que deben cuidarse: como el interlineado, los estilos de párrafos, callejones, ríos, viudas, huérfanas, rosarios…

Zavala Ruiz (2012: 390) resume las labores de la corrección de pruebas:

se concretará a localizar las erratas o faltas del teclista, así como a evitar los errores más comunes de división de palabras y cifras, repeticiones de signos y letras a principio y fin de línea y, en fin, a advertir y enmendar errores de todo tipo.

Esta enumeración de la corrección de pruebas parece muy sencilla. Sin embargo, puede resultar muy compleja, según las características de la publicación, por ejemplo, si contiene, además de texto, datos estadísticos, cuadros, gráficas, fotografías, esquemas, cornisas y otros elementos gráficos. La cantidad de revisiones en esta etapa varía de acuerdo con cada editorial, pero también según la complejidad del texto y la experiencia del corrector; no obstante, el consenso general considera aceptable en la actualidad tres revisiones, denominadas primeras, segundas y terceras. Tal vez esta cantidad proviene de las tres o cuatro revisiones que tradicionalmente se hacían antes de que los textos se formaran en computadora y que tenían fines específicos, a decir de Gerardo Kloss (2009: 151):

a) La corrección de galeras, que este autor llama “una tarea de lectura comparativa”, que buscaba verificar “la integridad del texto; es decir, que cada parte del texto capturado se parezca lo más posible al original que entregó el autor”; en otras palabras, evitar saltos, omisiones y repeticiones. Una galera, por lo demás, como lo recuerda Kloss:

era la tira de tipografía fotocompuesta, que todavía no era cortada y pegada al tamaño de la caja en que aparecería finalmente. Pero aún antes, cuando las cosas se hacían en plomo, la galera era la primera prueba en letra de molde, la impresión en sucio, todavía sin formar ni acomodar (2009: 151).

Puede ser, como señala este autor, que siga funcionando la definición de que “una galera es la primera prueba en sucio del texto capturado”, aunque en la actualidad los procesos informáticos permiten contar con primeras pruebas en las que el texto se encuentra ya formado y, según las características del libro y del proceso editorial, cuente ya con los espacios para las ilustraciones (si es que las lleva).

b) Tras la captura de las correcciones de la revisión de galeras, podría generarse una contraprueba, para verificar que se capturaron las correcciones marcadas, aunque normalmente se obtenían las primeras planas, en las que se hacía la corrección para “encontrar errores tipográficos y ortotipográficos (además de continuar con la implacable cacería de erratas, que es el denominador común de todas las etapas)”, como lo afirma Kloss (2009: 157). En este caso se verificaba la formación de los pies de página, notas, cuadros, tablas, ilustraciones, gráficas, viudas, rosarios, líneas cerradas o abiertas, callejones, colas, ríos, etcétera.

c) Tras la captura de las correcciones de las primeras planas venía la lectura de segundas, en teoría “sólo para confirmar la inexistencia de errores” (Kloss, 2009, 161). No obstante, puede suceder que al introducir las correcciones se hayan generado otros errores o que éstos no se hayan capturado con el suficiente cuidado o que las marcas no hayan sido claras y hayan confundido a quien incorporaba las correcciones. En este caso se generaban unas terceras pruebas.

d) Finalmente se llegaba al momento en que se contaba con un texto libre de problemas y se obtenían las llamadas pruebas finas, que se imprimían en alta resolución, en láser, en papel couché (y no en bond, como las anteriores pruebas). Tras la revisión de estas pruebas, si se encontraban errores, se corregían las páginas en que estaban, sólo se imprimían las corregidas y se sustituían. Concluido esto, el original mecánico estaba listo para enviar a imprenta.

La figura del corrector

En las empresas editoriales que cuentan con personal de planta, llevan a cabo la corrección de estilo generalmente correctores experimentados (a veces incluso los editores) y el resto de las revisiones se dejan a correctores con menos experiencia.

No obstante, como lo señala Sofía de la Mora (2006: 668), el papel del corrector no siempre es visible y, menos aún, reconocido: “los correctores en general trabajan a la 6 sombra de un editor y no están en contacto con el objetivo-meta del autor, su participación resulta parcializada y poco efectiva”. Por lo regular los nombres de los correctores de estilo no aparecen en los créditos de los libros (menos aun los de los correctores de pruebas), aunque se trate de ediciones universitarias en las cuales se incluye una lista de funcionarios que no tienen ninguna relación directa o indirecta con la publicación. Tampoco los salarios de los correctores suelen ser elevados, aunque se les exija, como lo señala Zavala Ruiz (2012: 390), una sólida formación y una cultura general amplia, así como conocimientos gramaticales y de tipografía, algo que confirma y especifica De la Mora en un extenso ensayo sobre el tema:

se solicita con amplia experiencia tipográfica (uso adecuado de los recursos editoriales), que sea un buen lector (contacto con el libro y la legibilidad) y que tenga una preparación en redacción y ortografía. Por lo regular, se solicitan personas con estudios de nivel superior o maestría y expertos en el tema que se esté corrigiendo (2006: 674).

Además, a pesar de la labor que desempeñan los correctores en el mejoramiento de los originales, muchas veces sus relaciones con los autores no resultan las más satisfactorias. Como ejemplo, Mario Muchnik relata una experiencia curiosa cuando, como editor, corrigió un texto por 1968:

Una de mis primeras tareas fue la revisión editorial de un texto sobre la Mona Lisa. La acometí alborozado, empuñando un lápiz rojo. Cuando terminé la revisión llamé por teléfono al autor, que amablemente acudió a verme. Le mostré mis observaciones en rojo. Me escuchó con atención hasta el final, luego recogió su texto, sonrió, me dio la mano y se fue. A la media hora recibí un telefonazo de Robert [Laffont].
—Mario… Por favor, Mario… ¿Pero qué ha hecho? El autor acaba de salir de mi despacho. Estaba furibundo. Venga inmediatamente para aquí.
Robert no me sermoneó. Me pidió, solamente, que no corrigiera nunca a un autor. La política de la casa era publicar los textos sin cambios, por justificados que estos fueran. Los correctores de pruebas, ellos sí, podían sugerir cambios a los autores, que 7 a su vez podían aceptarlos o rehusarlos. Pero los editores debíamos limitarnos a comunicar nuestras ideas y reflexiones dentro de la casa: no a los autores (Muchnik, 2011).

El caso que relata Muchnik, aunque favorece la especificidad del trabajo de los correctores de pruebas, muestra también una práctica frecuente en las editoriales: que se haga cargo de la corrección un editor. El mismo sentido de desencuentro entre autor y corrector lo ilustra Vladimir Nabokov, quien no tenía precisamente una opinión favorable de los correctores:

Supongo que por editor entiende usted corrector de pruebas (...) Entre éstos he conocido criaturas limpias, de un tacto y una ternura sin límites, que discutían conmigo un punto y una coma como si se tratara de una cuestión de honor... y que muchas veces es, por cierto, una cuestión de arte, pero también he tropezado con algunos tan brutos y pomposos que intentaban hacerme “sugerencias” a las que me opongo fulminantemente con un ¡No cambiar! (citado en Herralde, 2001: 242-243).

Sin embargo, tales desencuentros, justificados o no, no deben descartar la importante labor y el esfuerzo que llevan a cabo los correctores, ya sea de estilo o de pruebas.

La revisión en los libros de texto

En la edición de libros de texto que llevo a cabo, por lo común realizo las siguientes operaciones de revisión: la primera, que se denomina edición, consiste en verificar que el texto trate los contenidos del programa de estudios de la asignatura correspondiente, que se ajuste al tamaño de página especificado en el plan de obra (un documento previo elaborado por el editor para planear la extensión de cada contenido del libro), que cuente con actividades (experimentales o no) y con información complementaria (secciones de la serie a la que pertenece el libro de texto, sitios o páginas web para realizar consultas). Se revisan las imágenes propuestas por el autor; se sustituyen o eliminan las que no se consideran pertinentes; se revisan o crean los pies de ilustración. En caso de que haya tiempo, se regresa el original con observaciones y sugerencias al autor; por lo regular éste es un paso que se omite, pues los libros se escriben y editan en muy poco tiempo (unos tres meses como máximo), casi siempre a ritmo acelerado, debido a que la Secretaría de Educación Pública (SEP) establece los tiempos de entrega.

Editado el material, se somete a la corrección de estilo, se solicitan las imágenes (a las que asigna una clave) y se elaboran la maqueta y las páginas maestras. El texto editado, con las sugerencias de la corrección de estilo incorporadas y con la clave de las ilustraciones se denomina dummy.

Aceptada la corrección de estilo, se envía el material a formación o diagramación (también se le ha llamado maquetación), proceso durante el cual se parte de las páginas maestras elaboradas por el equipo de diseño para formar las páginas de acuerdo con las especificaciones, y se agregan las imágenes.

El material formado pasa por lo general por tres revisiones denominadas primeras, segundas y terceras; aunque este número se considera el óptimo, pueden realizarse más revisiones (una o dos más), de acuerdo con la complejidad del original (a veces el texto requiere tratamientos más profundos, pues puede estar mal redactado desde el inicio) o la experiencia del editor (alguien más experimentado tiende a reducir el número de revisiones).

La primera actividad que se realiza durante la primera lectura es el cotejo, es decir, la confrontación del material formado con el dummy. Con éste se verifica que el contenido incluido en el dummy se transfirió completo durante la formación a las páginas. Luego se ajusta el texto al tamaño de la página, pues no siempre se cuenta con el cálculo tipográfico, a veces éste no resulta preciso o las ilustraciones requieren un tamaño mayor al destinado originalmente. En ocasiones es posible modificar en este momento los pies de ilustración. A veces las ilustraciones no están listas o no están completas y se revisa el material con el fin de avanzar en la revisión del texto.

Las correcciones se capturan y se obtiene una nueva versión, que se someterá a la segunda lectura. En este caso, se verifica que las correcciones se hayan incorporado y no se haya incurrido en nuevos errores; si así fue, se vuelven a marcar las páginas; continúa la revisión de errores ortotipográficos, plecas, pies de ilustración, imágenes, bibliografía, títulos, titulillos, entre otros. El material se regresa los formadores para que capturen las marcas.

Durante la tercera lectura se verifica que las correcciones marcadas se hayan incorporado satisfactoriamente; si no fue así, se vuelven a marcar las omisiones y se señalan los nuevos errores. En esta etapa es esperable que las correcciones sean mínimas, pues el libro ya ha pasado por varias correcciones.

Concluida la labor del editor, las gerencias de Diseño y de Secundaria revisan el libro; en el primer caso, de los elementos gráficos, su disposición en la página, la calidad de reproducción de las imágenes, el respeto a los lineamientos del diseño establecidos en las páginas maestras. En el segundo caso, la revisión incluye: faltas de ortografía en los elementos más notorios (títulos, titulillos), unificación de criterios (por ejemplo, en la incorporación de las fechas de consulta de las páginas de internet), que el índice corresponda con el programa de la asignatura y con los títulos que hay en los interiores, entre otras cuestiones. Si hay errores, se hacen las enmiendas y al final sólo se coteja que se hayan capturado correctamente.

El siguiente paso es la revisión de plotters. Consiste en confrontar el libro aprobado por las gerencias de Diseño y de Secundaria con las páginas enviadas por Producción. Se revisa que los elementos del impreso se encuentren tal cual en el plotter. Si no es así, se solicitan las enmiendas, sobre todo si se relacionan con descuidos del área de producción. Si hay erratas, no siempre se corrigen, pues se considera que ya no es el momento de llevarlas a cabo. No obstante, en los libros de texto de primaria la gerencia ha permitido en ocasiones la corrección de hasta diez páginas con errores de edición, aunque no hay un criterio establecido.

En 2013 y 2014, a este proceso se agregaron dos correcciones más, a partir del escándalo de los 117 errores en los libros de texto de primaria elaborados por la SEP. Una corrección se denominó lectura cruzada y consistió en que un área leyó los libros que había presentado a evaluación otra área; por lo general, se corrigieron errores de dedo y de formato, aunque también se señalaron repeticiones de texto y algunos problemas de concepto.

Posteriormente, se llevó a cabo una lectura externa: editores o correctores externos revisaron cada libro y detectaron incongruencias, errores ortotipográficos, de formación, de seguimiento de los criterios del manual de estilo, entre otros. Tras estas revisiones, puede decirse que los libros de texto de secundaria que se encuentran en el aula tienen una mayor calidad y pueden cumplir su cometido educativo.

Bibliografía

De la Mora, Sofía (2006). “El estilo del corrector”, en Anuario de Investigación 2005. UAM Xochimilco, México, pp. 666-681.
Herralde, Jorge (2001). Opiniones mohicanas. El Acantilado, Barcelona.
Kloss Fernández del Castillo, Gerardo (2009). Entre el diseño y la edición. Tradición cultural e innovación tecnológica en el diseño editorial. Universidad Autónoma Metropolitana, México.
Sharpe, Leslie T. e Irene Gunther (2005). Manual de edición literaria y no literaria. Colección Libros sobre libros, Fondo de Cultura Económica, México.

Zavala Ruiz, Roberto (2012). El libro y sus orillas. Tipografía, originales, redacción, corrección de estilo y de pruebas. Colección Libros sobre libros, Fondo de Cultura Económica, México.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Mariposa de cristal: un libro que da más de lo que promete





Pedro Cabrera Cabrera


I

Uno puede acercarse a la primera edición de Mariposa de cristal de Raúl de León Alcocer como a cualquier otro libro, con la misma desconfianza, que es un derecho del lector, ante un montón de palabras. Desconfianza porque se trata de un autor desconocido y el título no ofrece muchas tentaciones ni pistas, pues lo menos que puede decirse es que resulta poco orientador acerca de la naturaleza del libro. Tal vez, si uno ve en un estante el libro, la excelente pintura de Loyola logre atrapar la mirada, con su vibrante colorido de amarillo, rosa, rojo, azul y blanco, con su figura enmascarada, que dormida o en plena ensoñación (tiene los ojos cerrados, está acostada) se abraza y muestra un pecho, y tiene algo en la cara que puede ser acné o alguna enfermedad extraña.

Quizás entonces el lector tome el libro, mire la cuarta de forros y se entere de que está ante una novela; tal vez entonces decida hojear algunas páginas, revisar algunas frases, y abra al azar y lea: “Mi bestial borrachera es una forma de buscar respuestas”. Una locución certera, casi una máxima, que expresa un pensamiento poco usual en un mundo que por lo regular toma a la embriaguez como un estado inconveniente (por decir lo menos). Tal vez con esta expresión el lector se entusiasme, atraído por la promesa de una prosa certera y directa y entonces decida abandonarse a escarbar desde el principio la propuesta de un autor del que nunca ha escuchado hablar y cuya mínima imagen sonriente puede ver en la solapa, con el fondo borroso de una negra estatua que quién sabe qué será y contribuye a la suma de enigmas.

Pero un lector también puede acercarse de otras formas. Por ejemplo, como sucede con muchos que comparten ese principio y fin que en voz baja y alta voz invocamos con nostalgia: “Chapingo”, un lugar que se antoja imposible desde la trinchera del mundo del trabajo y sus infinitas agonías, el planeta de la juventud y la inexperiencia, de los muchos comienzos, de las hermandades. En este caso, el lector tal vez se acerque porque escuchó o alguien le dijo que ese libro que parece tan extraño trata sobre un personaje que vivió y amó en esas tierras, al amparo de la fuente de las circasianas, bajo las hojas renovadas del centenario árbol de los acuerdos, en sus antes gloriosos jardines, en los pasillos del edificio principal, en los soterrados rincones en que puede habitar el sexo clandestino. Y así se despierta, por obra y magia de la palabra, el sagrado interés que algunos simplemente llamamos “morbo”. Y, con esto, una aventura que conjuga el verbo leer en tiempo presente con ciertas coordenadas: el reconocimiento de lugares y situaciones, el contraste con la propia experiencia, la reformulación de la identidad, la extrañeza ante las relaciones que mantienen los personajes de la novela.

Pensemos en un lector más avesado, nada ingenuo: es alguien que busca más datos de lo que va a leer; se informa, sopesa, reflexiona; y sólo entonces decide comprar o llevarse el libro sin que se dé cuenta el ofertante. Este lector puede leer la cuarta de forros y enterarse de que se trata de una novela, pero en la segunda de forros encuentra una fotografía de Eleim y Margot. Lo primero que se pregunta: ¿es novela o testimonio? ¿Los personajes existen o existieron en la vida real? La confusión aumenta cuando en la página inicial descubre un subtítulo no presente en la portada que tal vez le diga que está ante un volumen picaresco; entre paréntesis, la frase se anuncia muy prometedora: “Los húmedos veranos de Margot”. Tras enterarse del pasado del autor (ingeniero agrónomo, sociólogo, poeta premiado), se detiene en el epígrafe de Robert Louis Stevenson, que puede ser una guía del sentido general del libro: lo experimental de la juventud, la ignorancia de uno mismo como esencia y encanto de ese periodo de la vida, la verificación de la propia existencia como porpósito y recompensa...

Y ya acuciado de curiosidad o por simple reflejo, este lector revisa el índice que al principio le dice poco, en una mezcolanza de temas: becado externo, bienvenida, becados internos, cooperativa estudiantil, Casona, Búnker, Tania... ¿Qué puede ser esto de interés? Luego, en la segunda parte descubre otras palabras: homosexuales, adúlteros, utópicos, orquídea, carta de amor... Afecto a las clasificaciones, imbuido en taxonomías y corrientes literarias como producto de uno o dos cursos de literatura, este supuesto lector o candidato a lector de Mariposa de cristal tal vez se pregunte: ¿qué tipo de libro será? ¿Una novela, un testimonio, una crónica, un reportaje? Y concluirá algo así: “Como que el índice no es muy orientador”.

¿Y qué sucedería con un lector más experimentado, digamos un crítico literario que recibe uno de los tantos libros que con desgana debe reseñar? Tal vez aprecie el gesto de las manos anónimas que le hicieron llegar un volumen de 181 páginas. O, con aburrimiento, quizás deje de lado un libro que no le dice mucho: tiene una portada llamativa, pero que consta sólo de dos elementos: un título común y el nombre de un autor del que no ha oído nada, él que recibe antes que muchos las novedades de las editoriales más prestigiosas, que a veces saluda a sus autores favoritos y que desdeña los libros que tienen ventas masivas. Pero acaso la curiosidad por saber al menos si hay algo rescatable en el texto o la voracidad que desde chiquito lo ha hecho enfrascarse en la lectura de obras completas casi sin pestañear le digan que puede estar ante un suceso literario. Entonces se entera de los datos de la solapa, revisa la cuarta de forros y determina que está ante un libro primerizo que habla de jóvenes en determinadas circunstancias. Y entonces tiene ya un diagnóstico, más establecido por su experiencia de lector que por el conocimiento de lo que el libro contiene.

Al lado de estas posibilidades, puede haber un lector (tal vez el más común) que tome el libro de algún imaginario estante y vea con recelo la cuarta de forros, la foto de la segunda de forros y, arraigado en su pensamiento, deje el volumen de nuevo en su lugar, con delicadeza, como si estuviera ante una de esas obras que por su contenido deben ser alejadas de los ojos castos de los seres humanos de nobles costumbres y quizás piense que hay libros que nunca debieron publicarse, como el que subrepticiamente rechaza. O tal vez, en un arranque de morbo, decida leer algunas partes, sólo por enterarse y que no le cuenten, pues él ya vio y ya supo y no encontró algo que lo haga deshacerse del dinero para adquirir lo que considera que puede aprehenderse con sólo echar un vistazo. O no: se lo lleva en secreto, con actitud vergonzante, y lo lee en sus muchos ratos de ocio, pero a escondidas, en el baño, cuando todos se han dormido, cuando el bullicio de la vida diaria cede su lugar a la calma. Y se interna en unas páginas que le dan cierto sabor a prohibido, que tal vez llenan la vida como sólo puede hacerlo la imaginación.

Cualquiera de esos lectores imaginarios podrá hacer eso que la investigación en el tema ha llamado un acto de lectura y obtendrá conclusiones diferentes. Por fortuna, el misterio que hay en las páginas sólo será revelado a quien se arriesgue a entrar en un libro que da más de lo que promete.

II

Aunque algunas personas como yo quisieran tener una profesión de lector debido a que los libros nos han dado más que otras diversiones: conocimiento, placer, compañía, diálogo, iluminación, las demandas de la vida nos han llevado a trabajar en distintos lugares, pero hemos procurado estar cerca del fenómeno libresco y sus tribulaciones.

En mi caso, he revisado libros sobre política educativa, arte, literatura, investigación, historia, tesis, libros de textos de ciencias para la primaria y la secundaria. No ostante, una de mis grandes experiencias ha sido la labor de acompañante de un proceso creativo: la escritura de Mariposa de cristal. No sé cuántos libros han pasado por mis manos, cuántos han sido objeto no de una, sino de varias lecturas, pero hasta este momento han sido ya muchos y espero que sean muchos más.

Pero el caso de Mariposa de cristal es único. Cómplice desde la gestación de la idea, estuve en las pláticas iniciales cuando planteábamos ideas vagas en comidas y conversaciones con cerveza: una novela sobre Chapingo, un cuento sobre Margot, una historia sobre nosotros. Los participantes éramos Raúl de León, por supuesto, y otros egresados de Chapingo, como  Helio Guzmán, Antonio José García, Darío Alejandro Escobar y yo.

Tras los despistes iniciales de nuestro egreso de Chapingo, pudimos retomar el hilo de nuestra amistad que desde entonces se ha fortalecido. Raúl vive en Chihuahua y en algunas ocasiones su trabajo lo hacía llegar al D.F., donde resido. A veces nos reuníamos todos o sólo algunos de los mencionados. Entonces hablábamos con nostalgia de los años que pasamos en Chapingo, de las noticias de los conocidos, de las anécdotas y de nuestras inquietudes literarias, de lo que queríamos escribir y no siempre se concretaba.

Allí, para usar el lugar común y acercarnos a nuestra profesión de agrónomos, fue sembrándose la semilla. Bueno, la semilla estaba desde antes: en las memorables sesiones del taller literario de Chapingo que coordinaron, primero, Leo Mendoza y luego con mayor fortuna Rolando Rosas, una figura paterna en el mundo sin padres que vivimos en Chapingo. Rolando estimuló lo mejor de nosotros, creyó (y no es poca cosa) que teníamos algún talento que podría ser trabajado para obtener buenos versos, para contar bien algunas buenas historias. Tal vez su apuesta no se ha visto recompensada en el mismo tamaño que sus expectativas, pero su entusiasmo y dedicación fueron una muestra de generosidad que pocas veces encontramos en las aulas y el mundillo universitario en el que nos desenvolvíamos. Lo que hemos hecho o dejado de hacer es nuestra responsabilidad, no menos estúpida que la manera en que algunos hemos conducido nuestras vidas.

En una de esas visitas de trabajo de Raúl al D.F., un día regresé de la oficina y lo encontré en un estado de euforia. Apenas entré en el departamento y me dijo que quería mostrarme algo que había escrito. Arrojé mi maletín y me dio una hoja garrapateada con su letra irregular. La leí. No recuerdo exactamente de qué trataba (la desmemoria ya comienza a hacer estragos en mi cerebro), pero sí que había un personaje: Margot. Tal vez no demostré la reacción que Raúl esperaba, quien muy serio me dijo: “¿No te gustó? Es un cuento”. Me le quedé mirando: “¿No te das cuenta?”. Y, con sus ya conocidos por mí arranques de furia y pesimismo, quiso justificarse: “Es el primer cuento que escribo, pero me gusta porque al fin logro expresar lo que tanto hemos hablado”. Lo miré grave y severamente: “¿De verdad no te das cuenta?”. La situación es teatral porque Raúl esperaba mi veredicto. Él quería que fuera positivo, pero mi actitud ya lo estaba desesperando: “¿De qué me debo dar cuenta? Si no te gustó, si vale madres, ya dímelo de una vez”. “Raúl, esto no es un cuento”. “Ya, ya, puede ser que no sea lo que esperabas, pero tampoco tienes que ser tan duro”. “Déjame explicarme: esto es el inicio de una novela”. “Ah, caray”. “Sí, Raúl, como cuento es malo, pero aquí tienes un filón que debes explorar”. “¿Te parece?”. “Claro que sí. Es cuestión de que desarrolles más al personaje, que lo enfrentes a determinadas situaciones, que ahondes en su psicología, que narres lo que piensa, lo que vive, y obtendrás una buena historia”. “¿Crees que sí?”. “Estoy seguro”.

Esa vez Raúl se fue con muchas inquietudes, enfebrecido, anhelante, con un proyecto al que dedicaría más de cuatro años de su vida y que terminó con el título de Mariposa de cristal. En el intermedio hubo dudas, vacilaciones, peleas. En distintos momentos comentábamos sus avances, discutíamos en alta voz a altas horas de la madrugada, caminábamos por Reforma y la Zona Rosa, visitábamos Chapingo y a los amigos. A veces se sumaba alguien de nuestro clan: Helio Guzmán, Darío Escobar, Antonio José García. Hablábamos por teléfono largas horas, nos enviábamos mensajes por correo electrónico. El trabajo fue intenso por momentos, con una constancia interrumpida por los momentos de trabajo.

Después de algún tiempo pude ver por fin el primer manuscrito en forma. Lo edité con toda la libertad del mundo: quité párrafos que se salían del tono general; unos muy cursilones no sobrevivieron. Sugerí situaciones para complicar la trama. Comenté posibilidades de desarrollo. Recomendé lecturas, le regalé algunos libros. En cierto momento perdí la cuenta de las versiones que revisé, pues Raúl añadía secuencias, eliminaba escenas, las restituía y agregaba otras más.

En sus viajes a la Ciudad de México, Raúl se aprovisionaba de materiales que lo orientaban en su labor creativa: cómo crear un personaje, cómo escribir una novela. Las páginas fueron creciendo en cantidad. A veces Raúl me planteaba retos creativos. Los aceptaba, pero yo no cumplía. Él sí y me sorprendía con textos de gran calidad que luego se integrarían a la novela. El resultado ya tiene por fortuna su segunda edición.

III

Mariposa de cristal puede ser vista por los taxónomos simplemente como una novela homoerótica. Hay en su contenido verdaderos momentos en que el placer entre hombres se muestra en una prosa bien cuidada, certera, sin vergüenzas, como un acto poético. Pero quien sólo se acerque a ella por el interés en el sexo o en el personaje central, dejará de ver las muchas virtudes que el libro contiene. Porque la verdadera dimensión de Mariposa de cristal está en la literatura acerca de los jóvenes (de la cual se referirán sólo algunas obras). El epígrafe mencionado no es un mero pretexto; establece el marco global por el que transitarán los personajes: la juventud como una etapa de experimentación, de búsqueda.

Se trata, en principio, de una novela de iniciación. El lector asiste a la primera relación sexual de varios de los personajes: al comienzo del libro, Margot descubre las delicias del sexo con varones en los brazos de su primo; más adelante, Leo hace los honores a la Catrina, “la burra más bella de la Comarca Lagunera”; Eva y Demetrio pierden juntos la virginidad. Vivida por accidente, como rito o como consecuencia de un noviazgo, esta iniciación tendrá  repercusiones similares en los personajes, pues aunque haya sido en circunstancias distintas, los predispone para seguir explorando: Margot se define a partir de ella: muere y vuelve a nacer tras el encuentro con el primo, pero a partir de entonces continuará sus amores con varones; Leo sostendrá una relación con Eleim y experimentará el sexo con Demetrio; Eva y Demetrio, tras una temporada de ternura, buscarán saciar su apetito sexual por deseo o por venganza.

No obstante, las iniciaciones que se narran pueden parecer estereotipadas: aunque la bibliografía sobre el tema aún no desentraña muchos vericuetos al respecto, se considera que un homosexual comienza su vida sexual con un familiar cercano (en algunos chistes rojos se habla de que “todos tenemos un primo”); en ciertos ámbitos se da por descontado que en las comunidades rurales las primeras veces de los varones se dan con animales (por ejemplo, en una novela de jóvenes campesinos que se desarrolla en Cuba, En el cielo con diamantes, de Senel Paz, los jóvenes lo hacen con chivas). Aun así, los detalles de la narración, los escenarios en que se insertan, las particularidades, hacen creíbles las situaciones. Esterotipadas o no, cada una de las iniciaciones sexuales a las que el lector asiste se corresponden muy bien con las características de los personajes.

En la exploración de las relaciones que se establecen en un mundo cerrado, en particular las bromas y vidas estudiantiles que se presentan en un internado y tal vez el carácter reflexivo de algunos personajes, Mariposa de cristal recuerda a La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, y Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil. Sin embargo, se aleja notablemente de ellas porque en Mariposa de cristal no hay una dimensión moral. Los personajes se desenvuelven ajenos a códigos estrictos de conducta, tal vez por la escasa presencia de figuras adultas, paternas o de autoridad (sólo están presentes de manera tangencial el padre de Leo, Vicky, Ramón, el rector de la universidad, algunos miembros de los llamados bolcheviques) o quizá debido al desencanto que significó conocer la doble moral en que vivía uno de los líderes.

Alejada del tono cínico del antihéroe de El guardián en el centeno, de Jerome David Salinger, Mariposa de cristal cuenta con dos narradores: uno en tercera persona que va buscando las acciones de los personajes y otro en primera persona, que da voz a Leo, un ser lleno de dudas, reflexivo, poeta, que goza y sufre por amor.

En este recuento necesariamente incompleto de relatos sobre la juventud tal vez es necesario recordar que Mariposa de cristal cuenta con un antecedente: Siete veranos entre paréntesis, de José Antonio Saldívar, una recopilación de anécdotas acerca de la vida estudiantil en el Chapingo de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Las semejanzas son menos que las diferencias, tal vez por las profundas transformaciones que en treinta años sufrieron México y la Escuela Nacional de Agricultura (ENA): si bien ambas se refieren al mismo lugar y narran situaciones estudiantiles, los contextos han cambiado. En los años ochenta el país vivió una terrible crisis (al grado que ese periodo se considera “la década perdida” para toda Latinoamérica), tal vez impensable en la época posrevolucionaria, todavía llena de promesas (el desarrollo estabilizador estaba por comenzar), cuando la ENA era una escuela militarizada, que tenía pocos alumnos (500 en 1970, por ejemplo), fundamentalmente varones, y un prestigio bien ganado por la labor de los extensionistas. Para los años ochenta las generaciones de alumnos de nuevo ingreso alcanzaron el rango de los 1 500, la antigua ENA se transformó en universidad en 1976 y aumentó el número de mujeres que estudiaban agronomía. Estos cambios explican en parte las diferencias de perspectiva entre ambos libros.

IV

Para usar un lugar común: lo tópico y lo típico de Chapingo se encuentran en Mariposa de cristal: la dimensión política, con sus asambleas, discursos, votaciones, turbiedades, incongruencias; la vida estudiantil, las complicaciones del estudio, el hartazgo de clases sin sentido; sus lugares y espacios memorables, como las circasianas, el edificio principal, la enorme calzada, los comedores de alumnos internos y externos; los viajes de estudio como una exploración, un descubrimiento, la incursión en otros mundos; el peso aplastante del género masculino sobre el femenino; las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo, normalmente entre dos hombres, una constante de los mundos en los que conviven sólo o especialmente varones, como sucede en los internados; el aislamiento de la universidad en relación con los pueblos milenarios que la rodean; los mitos y ritos chapingueros, por ejemplo, san Casmeo y el teatro de la quema del libro, la llorona chapinguera, las canciones rancheras y las del infaltable Álvaro Carrillo; las glorias del futbol americano; las mujeres de Texcoco y su ambigua relación con los estudiantes. Tal vez falten algunos: los innumerables bailes los fines de semana en los alrededores de Texcoco, la idea generalizada de que la Biblioteca Central es la mejor de Latinoamérica en su especialidad agronómica o la vestimenta vaquera como un signo de identidad.

En ese lugar irrumpe lo atípico: una persona del sexo masculino, biológicamente hombre, se transforma como una mariposa y entra en lo que la vida contemporánea (al menos en ciertos círculos) considera otro género: el transexual. Aunque cada vez es más frecuente escuchar referencias sobre este fenómeno, la transexualidad no es un suceso de todos los días, y menos en el Chapingo de los años ochenta, cuando todavía era una novedad la operación que hoy se conoce en ciertos ámbitos como “la jarocha”.

Los personajes de la novela (Eva, Margot, Eleim, Demetrio y Leo) forman un pentagrama de relaciones, en términos geométricos, que entre los vaivenes de los acontecimientos da lugar a relaciones paralelas, triángulos (isósceles, escalenos, equiláteros, según el gusto), ecuaciones algebraicas de primero, segundo y hasta tercer grado, para continuar con la metáfora matemática.

El entramado de relaciones, al principio tan lineal, se vuelve cada vez más complejo. Demetrio ama a Eva, símbolo no sólo de la primera mujer de un hombre, sino de la primera mítica mujer que menciona la Biblia, pero también ama a Margot, un hombre que se vuelve mujer, es decir, una mujer fabricada por la tecnología, pero en cuya transformación es posible encontrar los ecos ancestrales de las culturas precolombinas, cuyas religiones están llenas de dioses que primero fueron hembras o que comparten las dos características al mismo tiempo.

En sus siete capítulos (como los siete años que dura la escolaridad en Chapingo), Mariposa de cristal hace que el lector vea de frente el amor entre hombres. Además, la novela analiza la amistad, a veces como una relación que se muestra en diálogos superficiales entre los personajes (por ejemplo, en algunos casos de los mencheviques), pero también las ambigüedades que se establecen a partir de ella: Por ejemplo, Leo mantiene relaciones sexuales con Eleim, aunque puede estar enamorado de sus amigos Demetrio y Eva.

¿Qué cambios le esperan al lector de la segunda edición que ya saboreó la primera de Mariposa de cristal? Sólo podrá desentrañarse esta incógnita con una nueva lectura (todas lo son), un recorrido en el que Raúl de León ha incluido nuevas pistas, tal vez nuevos hallazgos, tal vez nuevos fragmentos de una historia que sorprende por el lenguaje con que fue escrita, por la pasión que se despliega en ciertas escenas, por el trabajo meticuloso y constante de un sociólogo chapinguero que, sin hacer a un lado su profesión, también decidió convertirse en escritor.





México, D.F. 15 de noviembre de 2013