jueves, 6 de octubre de 2011

Armónica para desnudar el sueño o las virtudes de los riesgos

Pedro Cabrera

Once años separan y unen los dos libros que ha publicado Gildardo Montoya Castro: El ladrón que sobornó a la luna (UACh, 1993) y Armónica para desnudar el sueño (Molino de Letras/Instituto Mexiquense de Cultura, 2004). Once años, dos números idénticos que suman dos, que conjugan un lapso de tiempo y vida, de dudas y reafirmaciones; un periodo más que suficiente para afinar la escritura, corroborar constancias, recibir nuevas influencias, encontrar otros temas, explorar posibilidades creativas, adentrarse en aventuras imprevistas, trabajar con desesperación y producir poco, pero con el alma.
Frente a frente, los dos libros son testimonios de su tiempo: el primero, publicado por la institución donde labora el autor; el segundo, por el esfuerzo de una pequeña editorial asentada en Texcoco, como una muestra de la insuficiencia de los espacios oficiales para dar cauce a las inquietudes de los creadores; como una afirmación del proceso vivido por la sociedad mexicana de los últimos años del siglo XX y principios del XXI con el surgimiento de organizaciones de la sociedad civil, y como evidencia del tesón, la constancia y el empuje de su principal animador: Moisés Zurita Zafra.

Similitudes y diferencias
Dos libros, una misma apuesta: mostrar el mundo interior, las vivencias, dolores, goces y preocupaciones de un personaje. Ambos comparten el mismo espíritu: hacer literatura de la vida personal, con sus riesgos y potencialidades. Porque escribir sobre uno mismo siempre implica riesgos, sobre todo en los momentos en que la desnudez se vuelve amarga. Y en los libros de Gildardo Montoya esos riesgos se asumen con todas sus consecuencias. Muestran fragmentos de su biografía, algunos dolorosos, matizados por un peculiar sentido del humor. Pero no se trata de la fabricación de una autobiografía, sino de la exposición de un mundo personal, en el que las palabras se alejan del autor y llegan al lector, ese desconocido, como especie de confesiones traducidas en literatura.
Esta preocupación se remarca con abundantes referencias a autores y personajes: Cyrano de Bergerac, Herman Melville y su Bartleby, Antonio Machado, Hamlet, José Revueltas, Mozart, Lennon, María Zambrano y varios más, una galería de influencias, citas, caminos y posibilidades en cuya amplitud se desenvuelve la mirada libresca del autor.
Frente a frente, los dos libros presentan, si no una evolución, sí transformaciones a veces sutiles y en ocasiones radicales en la enunciación o en el uso de recursos literarios, aunque se mantenga la constancia y reiteración de algunos temas: el amor no correspondido, el metro y sus personajes e historias, las relaciones familiares, la infancia como espacio doloroso. Ambos son una muestra de laboriosidad, de paciencia, de una vocación de orfebre: sus frases buscan la palabra precisa, a la manera de Flaubert, el encuentro feliz con la expresión feliz, pero también el giro inesperado.
Una diferencia notable entre los dos libros es la decantación de la voz. Más pulida, acaso renovada, quizá en plena madurez se muestra la voz en Armónica para desnudar el sueño. Hay mayores logros y hallazgos, pero también más riesgos y una composición depurada. Si en el primer volumen los textos de mayor intensidad corresponden a la prosa poética, en el segundo Gildardo Montoya alcanza grandes momentos en los poemas, sin desdeñar los logros que confirma en la prosa. Una necesidad sintética lo lleva a eliminar artículos y alterar la sintaxis; a comprimir la amplitud de una experiencia, una anécdota, una descripción; a dibujar los matices de las sensaciones. El resultado no deja de ser notable en muchos casos: el texto se potencia; más que decir, las palabras sugieren y dan cuerpo a lo impreciso; lo innombrable adquiere el grado de sensación. Su magia, el poder de seducción de algunos poemas, radica en su economía, en los silencios autoimpuestos. Tal es el caso de “Disonancia” o “Intemperie”.

Los acordes de la armónica
Desde el título, el libro muestra sus aspiraciones musicales y visuales, sobre todo, pero también táctiles y olfativas, que encontrarán en los textos su materialización en mayor o menor grado. También se vislumbra un juego de significaciones, en las cuales las dualidades desempeñan un papel importante: por ejemplo, la búsqueda de la armonía a la que lleva el uso de la palabra “armónica”, un instrumento musical de valor también sentimental: el que tocaba el padre. Así, este objeto se vuelve un elemento de definición de la propia obra, a la vez que un medio de exorcizar y de cuestionar los silencios de la figura paterna. Estas significaciones de doble sentido se despliegan a lo largo del libro en textos como “¿Qué edad soy?”, en el que, con el alejamiento de la tercera persona, responde un número de años, cuarenta y cuatro, precisamente el lugar que ocupa dicho texto dentro del volumen, aunque no lleva el número, o en expresiones como “cruda sed sin paraíso”, que describe los efectos del consumo del alcohol y define de una forma novedosa una temporada del año: la canícula.
También es permanente la voluntad de eliminar fronteras: entre la prosa y el verso, entre los géneros, entre las confesiones descarnadas y la ficción literaria. Por eso la abstracción de los títulos de los apartados y de los poemas, su aparente lejanía, establecida para borrar límites o para acentuarlos. Tal vez por eso hay en los textos algunos cambios de persona que resultan inquietantes, pues no se sabe si son erratas o formas deliberadas de confundir al lector: del usted al sin transición en algunos textos, por señalar un ejemplo. Por eso la indiferencia ante los géneros literarios y su mezcla: ¿cuántos poemas hay, cuántas prosas poéticas, cuántos cuentos se cuentan en los 57 textos que componen el libro? ¿Cuántas historias reales y cuántas producto del deseo? Uno se pregunta si las cartas son un documento autobiográfico u otro recurso de la imaginación. Tienen destinatarios que podemos suponer reales, con fechas precisas y con secuencia a veces. Pero ¿son reales o inventados? ¿Por qué los haikús y el corte de líneas como si fueran versos en textos ambiguamente prosaicos? A final de cuentas tal vez los límites no importen, sino la aventura de la trasgresión, la posibilidad de inventar el pasado y el presente, de poner algunos puntos de acercamiento al futuro.
Esa misma ambigüedad toca la estructura del libro. Hay una estructura interna que da unidad a los textos y que, en un movimiento, los sitúa en diversas estaciones: del pueblo a la ciudad, de la infancia a la madurez, del pasado al presente. Además, hay ciertas orientaciones: esa disposición casi por pares de algunos poemas, cuya correspondencia no siempre es evidente en el entramado estructural del libro, pero presente en una especie de conjunción de guiños al lector: tras un epígrafe de Clarice Lispector, un haikú abre el volumen y otro lo cierra, como si se tratara de una envoltura que intenta definir al conjunto: sus títulos, “Vivir” y “Sin alas”, pueden ser complementarios y, como tales, plantean una actitud, la del individuo que existe apegado a la tierra. Con el contenido se precisa, pero también se amplía, el carácter de ambas expresiones: el verbo en infinitivo constante dirige la mirada hacia atrás y hacia el presente, en un movimiento pendular; el otro resume el deseo de lo inalcanzable, las estrellas, vistas por los ojos de un niño. Tal dualidad también se manifiesta en “Cada vez que recibo sus cartas” y “Venga su voz”, ambos de género espistolar, escritos en bares.
En algunos textos las correspondencias van más allá de la forma: “El tiempo heredado” tiene relaciones de distinta naturaleza con varios otros escritos: con “La marca” establece un parentesco escatológico y con “Detenida en los ojos” comparte el personaje de la niña “delatora”, vista en este último como un amor imposible; con “Nuestra invisible claridad” conjuga la preocupación por el padre y el abandono de la armónica.
No obstante, una estructura que podría llamarse externa se superpone y ofrece cuatro divisiones cuyos límites temáticos resulta difícil precisar, entre las idas y regresos, los entrecruzamientos temporales, la imprecisión de algunos lugares y el uso como títulos de frases afortunadas de dos textos no reunidos en el apartado que nombran. ¿Qué une a los 14 escritos agrupados en “Adentro del Viento”? ¿A los 10 que se concentran en “Ilusión del blanco”? ¿Cómo se relacionan entre sí los 14 que están bajo el título “Cruda sed sin paraíso”? ¿O los 19 de “La caricia de los ojos que vendrán”? ¿Son los temas, las formas, los tiempos, las etapas? Más que pistas para orientar al lector, resultan una especie de descanso, un respiro que arma un conglomerado hecho de diversos materiales, congruente con la visión completa del volumen. Si la vida no tiene cortes definidos con exactiutud y agrupamos por comodidad los grandes momentos en infancia, adolescencia, madurez y vejez, ¿por qué imponerle tal racionalidad al libro? ¿Acaso sabemos en qué día y a qué hora precisas concluye la niñez o empieza el deterioro de la senectud?
Ante la posibilidad de ordenar cronológicamente un material hecho de nostalgias, recuerdos, vivencias, anécdotas y personajes entrañables, con textos de diversas formas, entrelazados por diversos vasos comunicantes, el autor optó por una lógica más apegada a la dispersión que caracteriza a la vida, pero con algunos puntos fijos de arranque o de llegada. Esto resulta arriesgado, porque puede conducir a equívocos si se intenta aprisionar el conjunto en los delgados hilos de la lógica formal. Sin embargo, esos puntos constituyen orientaciones, espacios de encuentro, lugar de ecos y de resonancias para mostrar el mundo en que se desenvuelve un individuo.
Dos son, pues, los riesgos principales que se plantea Gildardo Montoya: apelar a la vida personal para hacer literatura y presentarla en una estructura que toma sus caminos del laberinto, sus movimientos del péndulo, su armazón del conglomerado y el desconcierto de la vida. De ambos sale airoso, convirtiendo el riesgo en una virtud.

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