jueves, 21 de agosto de 2014
lunes, 28 de julio de 2014
Cierto sabor a pasado, cierto olor a recuerdo
Poco después de las diez de la mañana, Darío Alejandro Escobar, Antonio José
García (conocido en el inframundo como Coné) y yo (en otros tiempos el Pelusso, más
una sarta de sobrenombres) recorríamos la Calzada Principal de Chapingo. Darío,
quien envió por correo electrónico la invitación emitida por Difusión Cultural, había
llegado la noche anterior de Oaxaca, donde recoge información para su tesis doctoral.
Nos reunimos con Coné en la TAPO y a las 8:30 abordamos el autobús rumbo a
Texcoco. Darío muestra inequívocos signos de calvicie en la tupida cabellera lacia que
le valió el mote de Brochas; está más fornido y no ha escapado a la tendencia que
también y manifiesto de guardar algunos kilos de más, pese a su afición a los ejercicios
aeróbicos. Coné exhibe canas en su barba de candado; presume de que la madurez le
ha favorecido: según él, resulta muy atractivo para las jovencitas.
En la entrada de la universidad, una veintena de jóvenes uniformados con
pantalón azul y playera blanca con el logo del aniversario esperaban algo, no supimos
si un acontecimiento o a la gente que llegaba, pues no les preguntamos ni ellos se
acercaron a darnos informes, aunque queríamos saber cuál era el programa del día.
Durante el trayecto por la calzada comparé la universidad de mis recuerdos con
la que veía: faltaba el jardincito ubicado al pie del Edificio Administrativo, entre cuyas
plantas sobresalía una exótica que ahora es muy popular en las llamadas medicinas
alternativas: el Ginkgo biloba, mostrada por mi maestra de botánica como conífera
gimnosperma. En su lugar, el informe piso de loza gris. Parecía que la vejez hiciera a
los fresnos reverdercer poco. Quizás es por el frío del invierno, me consolé, pero ya no pude quitarme la sensación de entrar en un mundo ajeno. Los jardines de los edificios
que pertenecieron al Colegio de Posgraduados, en cuyos pastos estudié, leí y dormí
más de una vez, hoy carecen de la variedad de flores que tenían. Otros cambios:
trasladaron los bustos de la Calzada de los Agrónomos Ilustres (antes ubicados detrás
de la fuente de las Circasianas) a la Calzada Principal. Busqué en vano el nombre de
don Gonzalo Robles, a cuya biografía me acerqué mientras trabajaba en un libro sobre
don Manuel Bravo. Otra novedad: la fuente azul de la Biblioteca Central (refugio de
tantas lecturas y sueños) no estaba funcionando. Ante ello comentaríamos nuestra
decepción, pues esperábamos una celebración más pomposa. Más adelante nos
asombraría descubrir que la pródiga Ceres de pechos abundantes había sido relegada
al jardín del costado del Edificio Principal (tal vez porque su desnudez incomoda) y en
su lugar estaba un león. También faltaban las palmeras de antaño.
En el Patio central el movimiento de unas doscientas personas indicaba que algo
iba a suceder. Había una escolta y una banda de guerra enfrente del Edificio Principal.
Entre la gente buscamos rostros de nuestros ex compañeros de estudio, pero no había.
En una mesa situada frente al Árbol de los Acuerdos, vimos a Marcos Portillo, maestro
de Economía, hoy director académico. Nos acercamos a saludarlo. No nos reconoció,
pero se mostró amable. De pasada, saludamos a otros personajes: Tayde Morales,
secretaria particular del rector, quien apenas sonrió; Coné dio un abrazo muy efusivo a
José Solís, director de administración; Emilio, profesor de Sociología, quien al vernos
fingió sorpresa; Fernando Rodríguez, pelado a rape, y Jaime Peralta.
Entonces llegaron corriendo los jóvenes uniformados que vimos a la entrada, precedidos por una escolta. Gritaban ¡Cha-pin-go!, ¡Cha-pin-go!... Uno de ellos portaba un pebetero en llamas. Micrófono en mano, un maestro de educación física inivitó a hacer honores a la bandera. Cantamos desentonadamente el Hinmo Nacional, acompañados por la banda de guerra. Luego, las llamas del pebetero portátil pasaron a uno fijo y la gente aplaudió. Fernando comentó que el fuego se había traído desde San Jacinto, Distrito Federal, donde estuvo originalmente la Escuela Nacional de Agricultura, y que se había apagado tres veces. El rector, Sergio Barrales, improvisó un discurso sobre la importancia del deporte y, de pasada, de leer un buen libro, “para olvidar nuestras frustraciones” o algo así. Recalcó el gran logro que significa contar con una banda de guerra y una escolta, inexistentes en mis tiempos de estudiante y que parecen, más bien, una especie de añoranza del pasado militar de Chapingo.
Al terminar este acto, en el pasillo de entrada al Edificio Principal abracé a
Gabriela Arias y le pregunté por su marido, Moisés Zurita. Dijo que luego vendría y
quedamos de reunirnos más tarde. Ya no nos vimos, pero con ella recordé al Colectivo
Cultural Chapingo (Cocucha), conocido malamente como “los Cocuchos”, al que
pertenecí de refilón y en el que militaban de una u otra forma Andrés Zurita, hermano
mayor de Moisés y principal impulsor, César Rodríguez Zárate (el Breick), Hilda Luna,
Pati la Flaca, Alicia Méndez, César el Esclavo, Mercedes Hernández, Óscar Neri, el
Negro José, los Chupios (Artemio, hoy pintor de cierto reconocimiento, y su hermano
mayor) y otros que no recuerdo. Su principal aportación consistió en proponer opciones
culturales alternativas a las oficiales, entre ellas conciertos de rock.
Luego fuimos al patio del Comedor Central. En los muros de la primera
compañía leí unos carteles en los que el Comité Ejecutivo Estudiantil convocaba a
tomar autobuses para que los permisionarios respetaran los acuerdos de otorgar 50 por
ciento de descuento a los estudiantes. Ésta sería la noticia que durante las dos noches
siguientes aparecería en los canales 34 y 40. Con ello aflorarían imágenes de otras
tomas de camiones: una con Rutilio (o Ratilio, según sus detractores), quien ante unas
quejas de estudiantes golpeados por choferes, en una asamblea dijo que era ingenuo
esperar que nos iban a recibir con un ramo de rosas; la otra, con Andrés Valdés, para
lucir a sus candidatos al comité, pues luego supimos que no avisó del cambio en el
formato de la credencial, por lo que no se otorgaba el descuento. Y de ahí al despertar
de mi interés por la política, a las movilizaciones por presupuesto, a los paros, las dos
marchas a pie hasta la Ciudad de México, las canciones de protesta, las jornadas de
solidaridad con Centroamérica... Una época en que la grilla se confundía con la cultura,
la juventud y la vida.
En el Patio de Honor, una lona cubría dos mil sillas (que nunca se llenaron del
todo), al frente de las cuales estaba un estrado. Poco a poco llegó más gente.
Saludamos a Silvano Aureoles y a Cigala, presentados como el representante del
gobernador de Michoacán, Lázaro Cárdenas Batel, y como diputado federal,
respectivamente. Ambos egresados de la División de Ciencias Forestales, uno fue secretario general del comité estudiantil cuando estuve en prensa y propaganda; el otro
intentó serlo sin lograrlo. Apresurado saludé a Juan Pablo de Pina, de nuevo director de
Difusión Cultural, que verificaba el funcionamiento del sonido. Me encontré con dos ex
alumnos de la prepa, cuyo nombre no recordaba; pregunté a uno de ellos, originario de
Santiago Papasquiaro, Durango, por Salvador de la Cruz, egresado de Economía e
integrante del taller de teatro que dirigió Fabián Armando García. Me informó que
Chava trabaja en el gobierno del Distrito Federal y que había estado el día anterior, en
el Encuentro de Generaciones. Coné comentó que por ahí andaba Gustavo Sánchez
(Lenin). A saludarme llegó Rosa María Rodríguez, profesora de prepa. “Ya se te
empiezan a notar los años”, me dijo. “No puede ser de otra forma: me estoy acercando
peligrosamente a los cuarenta”, respondí.
Me dio gusto ver a José Luis Hernández Stefanoni, egresado de Bosques y
hermano de Raúl; ambos pertenecieron al taller de creación literaria en los tiempos en
que Leo Eduardo Mendoza era el coordinador y del que luego se hizo cargo con mayor
fortuna mi maestro de maestros Rolando Rosas. También integraron el taller Raúl de
León, Helio Guzmán, Verónica, Francisco González Jaime (el Coquitos, el mejor poeta
del grupo), Miguel Ángel Morales, Luis Ramón Gómez, Juanito Vargas, César Castillo,
Teófilo Hernández, Alberto Lerín, el otro Raúl, Carlos Rodríguez Rojas, con quienes
compartí el amor a la palabra, lecturas públicas de nuestros poemas y cuentos, la
emoción de nuestros primeros textos publicados, la organización de dos encuentros de
jóvenes escritores en Chapingo, algunas borracheras memorables, recorridos nocturnos
por la Ciudad de México y sus antros.
La Ceremonia Conmemorativa, iniciada después de las once de la mañana,
resultó un desfile de representantes de los invitados de honor: del secretario de
Agricultura, del gobernador del Estado de México, de los rectores de las universidades
Autónoma de México (UNAM) y Autónoma del Estado de México (UAEM), del director
del Politécnico Nacional (IPN) y de otros, más la presencia de algunos ex directores y
ex rectores. Luego se hicieron honores a la bandera. Y al final se dijeron muchos
discursos: uno que envió el presidente Vicente Fox, el del rector, el de la presidenta de la Asociación Nacional de Egresadas (que en lugar de 150 dijo 100 años) y como siete
más, incluso de la alumna con el mayor promedio de la universidad.
Lerín, Emilio, Aurelio Mireles (Falcao), de Fitotecnia, y yo realizamos nuestra
contribución al muralismo en Chapingo, que en esa época contaba con dos buenos
ejemplares, uno en Sociología (Retazo con Hueso) y otro en Difusión Cultural. Semana
a semana durante no sé cuánto tiempo pegamos en la cafetería estudiantil (entonces
llamada “cooperativa”, nuestro lugar de encuentro) un periódico mural: La Caguama,
espacio en que nos divertimos con la realidad nacional y local, generando no pocas
reacciones adversas.
La entrega de los pases fue rápida, pese a que la computadora no registró la
solicitud que envié por internet el viernes. Nos vendieron tres pases, a veinte pesos
cada uno, y desanduvimos la calzada, para hacer tiempo y dejar en el autobús a Coné, quien debía regresar a la Ciudad de México. De lejos vimos que se acercaban dos
personas en otro tiempo antagónicas y combativas: Meza, maestro de topografía en la
prepa, y Vivas, quien como estudiante había pertenecido a “los bolchos”. Los
saludamos y bromeamos un poco.
Al regreso nos encontramos con Alfredo Rodríguez, profesor de filosofía y actual
coordinador de Radio Chapingo (que este marzo cumple sus 15 años), donde trabaja
ahora Emiliano de la Vega. Fue otra vuelta hacia el pasado, a las primeras noches de
emisión, con la camaradería de el Breick, Hilda (su esposa), Leonardo Reyes, Claudio
Flores e Irene, su novia, entre un montón de jovenzuelos que hicieron posible de nuevo
una radioemisora en Chapingo. Darío fue a los departamentos de becarios de posgrado
a buscar un amigo. Quedamos de vernos en las Circasianas. Platiqué todo el camino de
regreso con Alfredo. Jaime Peralta lo llamó para que se encargara de algo que no
alcancé a escuchar y nos despedimos.
Fui por una botella de agua y al regresar descubrí a Darío con Magdalena, que
estuvo en el taller de danza contemporánea y en Irrigación, donde es profesora.
Comentamos que había poca gente de nuestro tiempo y más de generaciones
anteriores. Luego llegaron algunos egresados de Economía: Arturo Ruiz Sandoval (ex
miembro del taller de periodismo y ahora lleno de canas) y su esposa Beatriz, Susana
(musa en un tiempo de Helio Guzmán) y otros más cuyos nombres nunca pude
precisar, uno de los cuales había venido de la hermana República de Mérida. Ante la
mención de nombres, concluimos que era más fácil acordarse de los apodos e hicimos
un breve recuento de algunos célebres: la Cebolla, porque sólo de verla te daban ganas
de llorar; su novio, el Cuchillo, porque se picaba a la Cebolla; la Nopalita, la Piel Roja,
amante secreta de Lerín; la Tintorera; hablamos de la inmortalidad de el Paréntesis, un
teniente que, se decía, nunca iba a estirar la pata. En eso llegó Pablo Montes, egresado
de Fitotecnia, vestido con chamarra y overol de mezclilla negros, lejano en kilos del
joven delgado que asistía al taller de danza folclórica. Entonces surgieron otros
nombres: Estela, Chayo, Norma, María Reyes, Pancho Chávez, David Soto, Héctor
(autodenominado la Panochita González), Maricela Maldonado, Sergio Martínez, la
Señorita Malote, la Nacha Pop... Nos acercamos a Alejandra, sin estar seguros de que
era ella. Cuando se volteó y agachó un poco, Pablo y yo pudimos apreciar el todavía espléndido trasero, que resultó la prueba irrefutable de que ella era ella.
Queríamos observar la Siembra de Manos, pero mucha gente se amontonaba
para entrar. Darío, Pablo y yo fuimos a la recién develada estatua de la Diosa del Maíz,
una mujer cubierta por un velo y de formas voluptuosas, de cuyo vientre surge una
planta de maíz que debajo del pecho remata en una gran mazorca. Allí encontré a mi ex
alumno Eric, quien presumió de saber los nombres de todos sus maestros, pero nunca
se acordó del mío. Saludamos a Beatriz de la Tijera, maestra del centro regional de
Morelia, y a mi tocayo Pedro Carrillo, de la prepa. Recorrimos luego la exposición de
libros. Darío aprovechó para presumir que su nombre aparecía en la portada de uno,
aunque al último, y no me quedé atrás: le mostré Ensayos de literatura. La poesía modernista, donde está mi nombre también al final.
Fui al baño a la segunda compañía, en el que noté cierto descuido, más notorio por ser un día de fiesta. Después nos dirigimos al Comedor Central, pues ya sentíamos hambre. Casi eran las tres de la tarde. Al igual que antes, hicimos cola. Al entrar en el comedor nos entregaron un refresco de Jarritos y escuchamos la música y la voz de los mariachis. Creíamos haber perdido la práctica de recoger la charola, pero no pasaron accidentes. La comida: cecina roja de yecapixtla, nopales, sopa de fideos, frijoles de la olla, una pasta, guacamole, dos tortillas, y chicharrón crujiente para botanear. Además de su sabor habitual, había en los alimentos cierto sabor a pasado, cierto olor a recuerdo. Rememoramos las veces en que el hambre adolescente nos llevó a dobletear la comida o cuando salíamos cargados de fruta para aguantar toda una noche de estudio.
Al salir nos detuvimos un rato a escuchar una banda mixe de Oaxaca que asistió
al Encuentro de Bandas de varios lugares del país, de los que recuerdo la de Santa
Catarina del Monte. Luego pasamos al Edificio Principal, donde recorrimos dos salas
del Museo Nacional de Agricultura que no nos convencieron: en una predomina la
visión técnica (los personajes son los instrumentos, con notas sobre su nombre, región
de donde proceden y uso), pero parecen sin conexión museográfica con los contextos
socioculturales en que surgieron. En la otra se exhiben unos textos en francés sobre
agricultura y banderines de la ENA-UACh. Observamos un rato las blancas manos
sembradas en grava, sin precisar su significado. Luego llegó un grupo de concheros que hizo unas danzas en el patio y quemó incienso. Al marcharse, entramos en la
galería de directores y rectores, un acervo pictográfico de importantes pintores
mexicanos, entre los que recuerdo a Agustín Lazo, Diego Rivera, María Izquierdo y
Raúl Anguiano. Los grandes marcos que acompañan a muchos retratos parecen un
síntoma de mal gusto en una producción artística que no necesita adornos.
Después vino la inmersión en la magia, gracias a los pinceles de Diego Rivera.
Recordé la primera vez que entré en la capilla, en 1982. Nunca había conocido en vivo
una pintura y ver los murales representó todo un acontecimiento: me concentré en la
belleza de las formas; me maravilló la soltura y la desnudez de las mujeres, los trazos
en perspectiva de los hombres incrustrados en la pared, la viveza de las llamas, la
perfección de las manos. Me sentí enfebrecido y en cierto momento ya no quería
moverme. En esta nueva visita, coincidí con Darío en que el mural que más nos gusta
es el de La tierra dormida, que muestra a Tina Modotti desnuda, con el vientre un poco
abultado y la cabellera sobre la frente, un brazo extendido sobre el cuerpo y el otro
flexionado sobre la tierra, cuya mano protege el embrión de una planta. La imagen da
una sensación de reposo, a lo que contribuyen los escasos colores usados: el azul del
fondo, el negro de la cabellera, el verde de las plántulas, el color de la tierra. Una
imagen serena que contrasta con el lema de la institución: “Enseñar la explotación de la
tierra, no la del hombre”, producto de otra época, que tal vez debería revisarse a la luz
de los aportes ambientalistas.
En la pequeña tienda del torreón saludé a Rosita, maestra de historia de la
prepa, y adquirí Capilla riveriana (guía realizada por Consuelo Muñoz, a quien me
habría gustado ver) y el llavero conmemorativo: un óvalo de fondo azulado, sobre el
cual van grabadas en mayúsculas las letras del 150 aniversario en la parte superior;
abajo, los años 1854-2004. Inserta y en relieve, una reproducción bien trabajada del
escudo, con fondo también azul, y del Edificio Principal, con sus torreones, sus
araucarias y su pintura blanca; debajo, el nombre de Chapingo en cursivas.
Al salir, vimos a José Luis (conocido mundialmente como el Chino), ex
estudiante de Chapingo. La tarde declinaba y estábamos cansados. Darío, Pablo y yo
fuimos a tomar unas cervezas al restaurante La Cava de León, lleno de egresados. Allí
vimos de nuevo a Silvano y a Cigala, y saludé a Lenin, su esposa Lucy y Juan Manuel de Luna. Lenin no dejó de reparar maliciosamente en mi gordura. Le hice el comentario
que me encargó Coné: “Dijo que te dijera que estás más negro de lo que te recuerda.”
Sonrió. Ya en la mesa con Pablo y Darío, probamos unos escamoles y nos tomamos
tres cervezas. Platicamos poco, pues una de las bandas, contratada por un grupo de
egresados, estuvo tocando como dos horas, sobre todo música oaxaqueña: “Dios
nunca muere”, “La sanmarqueña”... Anochecía cuando salimos rumbo a Texcoco,
donde Pablo se quedaría; Darío y yo tomaríamos el autobús rumbo a la Ciudad de
México y todavía iríamos al cine a ver Swimming pool, de Francois Ozon.
Así terminó el recorrido por el espacio de un día, en el que la celebración de 150 años
de la universidad se conjuntó con los 15 años de nuestro egreso; haciendo cálculos, se
puede decir que somos la generación de diez por ciento. El recuento de nombres
necesariamente está incompleto y no voy a justificar las fallas de la memoria. Además
de la carne de las anécdotas, faltan los amores, desamores, contrincantes (que no
mencionaré) y la galería de afectos, Margarita Bastida, Judith Báez, Hilda Árciga
Cruzaley, Valentina Trueba, María Nava, Andrés Mercado, José Luis Salinas, Francisco
Zavala, Rosalinda Martínez Nieves, José Luis Murillo, Octavio Becerra, Leonardo
Rodríguez, Lucio Estévez, Arlett Rodríguez, Irina Trueba, Javier Martínez, Armando
García y su mujer, Alejandra, Alejandro Musalem, Javier Ramírez, Violeta Vidal... Otras presencias
queridas siguen ahí, en la labor cotidiana de la universidad: Patricia Castillejos,
Concepción Pitalúa, Gildardo Montoya, Georgina Ríos, Jorge Díaz, Sandra Laura
Pérez, Germán y Adelina Schultz, Jacobo Montoya, Chela, Tere, Tito... Y, por
supuesto, resiento la dolorosa ausencia de Tomás Rosas, Gustavo Rovirosa, el Tlacoyo...
viernes, 18 de julio de 2014
Crónica de una generación: Chapingo 1982-1989
Pedro Cabrera
Entre las acepciones del Diccionario de la Real Academia Española, la cuarta y la sexta pueden servir para indicar de qué hablamos cuando hablamos de generación (que no de degeneración, aunque sean parientas fonéticamente): “Conjunto de todos los vivientes coetáneos” y “Conjunto de personas que por haber nacido en fechas próximas y recibido educación e influjos culturales y sociales semejantes, se comportan de manera afín o comparable en algunos sentidos”. Esta visión es semejante a la de José Ortega y Gasset, quien señaló que la generación es una colectividad de individuos que comparten una dimensión en el tiempo histórico y en el espacio, así como valores, aspiraciones, sueños, proyectos, ideas, preferencias éticas y estéticas; son casi de la misma edad y tienen vínculos vitales.
Más restringida, la definición chapinguera privilegia el sentido temporal: se es parte de una generación si uno egresó tal año (aunque se considera también el año de ingreso, resulta menos determinante, pues hay quienes entraron en la universidad en la misma fecha, pero repitieron un año y egresan en otra generación; en contraparte, hay quienes ingresaron uno o dos años antes y se considera que pertenecen a la generación en que concluyen sus estudios).
No obstante, para recuperar los rasgos de una generación tal vez puedan tomarse en cuenta estas tres perspectivas, considerando que los individuos viven las circunstancias propias de su época y del lugar en que se desenvuelven; además, que no se encuentran aislados y siempre establecen relaciones con personas de otros años y épocas.
Bajo este marco, intentaré aproximarme a las características que compartimos como generación quienes egresamos en 1989, el penúltimo de la denominada década perdida para Latinoamérica.
Los orígenes
Nacimos en los años sesenta, una de las décadas más convulsivas del siglo XX, que tuvo su crisis de los misiles y el hielo de la guerra fría, sus batallas por la carrera espacial, la revolución cultural china, la masacre de estudiantes del 2 de octubre en México, pero también los momentos dorados de la esperanza: la Primavera de Praga, los sueños de prohibir la prohibición del Mayo francés y el arribo (aún cuestionado por muchos) del ser humano a la Luna enamorada.
Fue en el año de 1982 cuando presentamos un examen que era a la vez una promesa y una apuesta. Me parece que fue en abril, con su color de jacaranda y el dorado de los trigos. En medio de los retrasos que implicaba una institución en huelga, como se nos dijo, rellenamos óvalos con nuestros lápices y las manos sudorosas, después de esperar ocho eternas horas a que llegaran los aplicadores. Luego, el silencio de meses. Finalmente, el descubrimiento del propio nombre en la lista del periódico Excélsior o el aviso escueto del telegrama (a veces a destiempo).
Y el viaje, el enorme viaje rumbo a la tierra prometida: todo un día de subir y bajar de autobuses, de mirar nuevos paisajes, de escuchar voces con timbres distintos de los de mi tierra y de pies entumecidos. Fue el primero de muchos viajes de ida y vuelta, pero más de ida. El principio de mi vocación migrante, de mi desarraigo, que ahora parece revertirse.
Llegué a la Universidad Autónoma Chapingo una mañana fresca de agosto, tras un periplo accidentado por la Ciudad de México y por Ciudad Nezahualcóyotl (creo que en ese tiempo aún se escribía con t) y tras pernoctar en un hotel que se encuentra aún en la calzada Zaragoza. Un hermano mayor, que había estudiado un año en Chapingo, perdió entonces el rumbo y no pudimos llegar al lugar donde pasaríamos la noche.
Ese año, poco después de nuestra llegada a Chapingo, miraríamos llorar a un presidente ante las cámaras, en un acto que me ha parecido uno de los más falsos que he presenciado en toda mi vida.
Algo similar al paraíso
Para mí, todo era nuevo en mi nuevo entorno: la vegetación, en la que sobresalían árboles majestuosos y gigantes que tiempo después identificaría como cedros y fresnos, incluso con sus nombres científicos; los adoquines de la calzada principal; los edificios modernos y antiguos, las fuentes. Se trataba de un mundo extraño y prometedor, que durante siete años sería algo más que mi escuela: una casa con un montón de hermanos, un espacio en el que podría soñar, aprender, experimentar, actuar.
Llegamos a la adolescencia cuando se gestaba y consolidaba la contrarrevolución conservadora que desmantelaría el Estado de bienestar, tras una larga crisis económica y energética, mientras México se preparaba primero para administrar la abundancia de los recursos petroleros y luego se derrumbaba en una enorme crisis que influiría en el futuro laboral de muchos de nosotros. En esos tiempos en el Vaticano ascendía a la silla de mi tocayo un papa que dieciséis años después sería canonizado, a pesar de su omisión (algunos la llaman complicidad) en los numerosos casos de pederastia practicada por curas, que fueron un gran escándalo mundial en los años noventa del siglo XX y los primeros catorce años del siglo XXI.
Fue una época de descubrimientos y aprendizajes, de construcción de la personalidad, de armar nuestras identidades. Muchos de quienes llegamos éramos casi niños: acabábamos de cumplir quince años y desde entonces adquirimos la responsabilidad de nuestros actos. Aprendimos a lavar nuestra ropa (no todos) y malplancharla (sin albur), así como a administrar nuestra beca o pre (yo no, pero sigo en el intento con mi salario).
Puede decirse que fue una era de muchas primeras veces. Usamos por primera vez cubiertos; comimos muchos platillos por vez primera, con sus nombres exóticos y extravagantes (tlacoyos, tinga, huitlacoche, champiñones). Algunos leímos allí nuestro primer libro completo o compramos nuestro primer volumen. Nos aficionamos a la lectura como el vicio más persistente de todos o como una enfermedad que se padece durante toda la vida. Oímos y nos maravillamos con otras formas de hablar el español: me encantaba escuchar el vos de los chiapanecos y el te presto de los yucatecos, equivalente al préstame que uso; me sorprendía que compañeros de otras regiones no entendieran el uso del vocablo bromoso, tan común en mi tierra.
En Chapingo, en sus alrededores o en los lugares de los viajes de estudio, muchos dimos nuestro primer beso; también padecimos nuestra primera ilusión de amor e incursionamos en la vida sexual con otro cuerpo o con el propio. Poco después caería sobre nosotros, como una plaga bíblica, un velo que aún repercute en nuestras prácticas sexuales: el virus de inmunodeficiencia humana (VIH), que abre las puertas al síndrome de inmunodeficiencia adquirido (sida).
También probamos por primera vez los paraísos artificiales y sus deliciosas pero terribles adicciones: el alcohol, el cigarrillo o la marihuana (la coca era muy cara y el acceso a ella era casi imposible), y gozamos las satisfacciones de la primera borrachera, así como el mareo, el asco y los malestares de la primera cruda.
Los reacomodos culturales
Tal vez sea sólo producto de mi percepción, pero me parece que todo este nuevo comienzo en nuestras vidas estuvo relacionado con los encuentros que tuvimos con manifestaciones culturales distintas de aquellas de donde proveníamos.
Esto comenzaba con lo que desde lejos podemos llamar aculturación de quienes renunciaban a la vestimenta de sus lugares de origen para adquirir la ropa de su nueva identidad: unas flamantes botas vaqueras, los pantalones de mezclilla, las camisas de cuadros y cinturones con hebillas más grandes que los estómagos de sus portadores; o, al revés, como el destino de muchos migrantes: con la distancia, se reforzaban los lazos que los unían a la comunidad de origen; se revaloraban las prácticas y rituales, las creencias, el gusto por ciertos sabores, olores y sonidos; se tejían nuevas añoranzas y los significados de la tradición.
En poco tiempo todo se nos transformó: crecimos de estatura, tal vez también de mentalidad; adquirimos nuevas costumbres y hábitos; novedosas palabras se incorporaron a nuestro vocabulario; construimos otras hipótesis para explicar el mundo y sus sorpresas.
Los primeros meses fueron de exploración y adaptaciones: una lucha constante contra la nostalgia y el deseo de las comodidades del hogar ante las exigencias académicas y las hostilidades del lugar, que se manifestaban en los comentarios a veces despectivos de la gente de Texcoco y sus alrededores o de los compañeros, en algo similar o tal vez igual a lo que ahora denominamos con acento inglés bullying.
En el deseo de descubrir, hacíamos paseos a la Ciudad de México y sitios cercanos. Con qué novedad se nos revelaban lugares tan antiguos como Chapultepec, el Zócalo, el Molino de las Flores, Teotihuacán. Con qué frescura nos apropiábamos de los jardines, entonces llenos de flores, de Chapingo, el jardín de Texcoco, la iglesia y la muralla de Huexotla, los baños de Nezahualcóyotl.
En este aspecto de la mediación de los medios también incursionamos en un periódico mural. Le llamamos La Caguama, en alusión a una de las aficiones chapingueriles. Sólo uno del cuarteto, Aurelio Mireles Falcao no era de la generación; los demás estábamos en el mismo grupo de economía: Emilio Rodríguez, Alberto Lerín y yo.
Con la coordinación de Héctor González, en mi generación no se montó ese espectáculo que muchos encontraban divertido y otros denigrante. En su lugar, el cancán se bailó entre hombres y mujeres y se montaron varios números musicales. Entre ellos, unos de salsa, con coreografías de Fernando Garrido, profesor del taller de danza contemporánea de Chapingo, y el de los enanos verdes, una iniciativa de Ataides Nango Mazariegos, que consistía en cubrirse la parte superior del cuerpo con una caja que simulaba la cabeza, colocar un palo a la altura de la cintura, encimarle una camisa y bailar al ritmo de una cumbia famosa por entonces: “No te metas con mi cucu”. (Años después, vi este numerito mejor montado y producido en otro Teatro de la Quema.). El periódico Tzapinco reseñó todo el espectáculo como una forma de teatro de revista.
Egresamos al final de la década perdida. Qué paradoja: para el país, para América Latina, todo un decenio echado a la basura, mientras que para mí fueron años de crecimiento y formación, de acción y reflexión, de descubrimientos y avances. Conocí el amor y el sabor de sus derrotas; aprendí el placer del sexo; descubrí los goces de la literatura y el secreto gusto de la palabra; la imagen en el cine y la fotografía se me volvieron maneras de aprehender el mundo, de buscarlo, pensarlo, evidenciarlo; la curiosidad no fue en este tiempo ninguna maldición, sino un deseo, un impulso, una forma de ser.
El país nos volvió a doler en 1995 con la matanza de Aguas Blancas, Guerrero. En 1997 la izquierda llegó al poder en el Distrito Federal, abriendo posibilidades de transformación que no se han cumplido del todo. Una nueva ilusión de cambio que prendió en el año 2000 se evaporaría dos o tres años después y volvería el desencanto después de doce años de inacción panista, con un sistema de elecciones cuestionado, con le reemergencia de viejas y oscuras prácticas: obra pública costosa y mal construida (Estela de Luz, Cineteca Nacional, Metro del Distrito Federal, por nombrar las más notorias).
En este tiempo aumentó el número de pobres (aunque hay distintas cifras, la más conservadora sitúa su número en cincuenta millones), llegamos a lugares privilegiados en bajo aprovechamiento escolar (último lugar en las pruebas PISA de ciencias, lectura y matemáticas en 2006, según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE), en consumo de refrescos embotellados (primer lugar mundial desde 2009, por encima de Estados Unidos), en corrupción (lugar 106 de 177 en el Índice de percepción de la corrupción 2013), en número de personas con diabetes, obesidad y sobrepeso, en desigualdad económica y social, en inequidad. Vimos también nacer las redes sociales y crecer el narcotráfico.
Tenemos no el país que soñamos, sino el país que hemos contribuido a construir con nuestros actos y con nuestras omisiones. Pero aún quedan años de trabajo para forjar nuevas utopías y ver si es posible abonar con nuestro esfuerzo a los ideales que algunas vez nos parecieron posibles.
En el deseo de descubrir, hacíamos paseos a la Ciudad de México y sitios cercanos. Con qué novedad se nos revelaban lugares tan antiguos como Chapultepec, el Zócalo, el Molino de las Flores, Teotihuacán. Con qué frescura nos apropiábamos de los jardines, entonces llenos de flores, de Chapingo, el jardín de Texcoco, la iglesia y la muralla de Huexotla, los baños de Nezahualcóyotl.
En este aspecto de la mediación de los medios también incursionamos en un periódico mural. Le llamamos La Caguama, en alusión a una de las aficiones chapingueriles. Sólo uno del cuarteto, Aurelio Mireles Falcao no era de la generación; los demás estábamos en el mismo grupo de economía: Emilio Rodríguez, Alberto Lerín y yo.
Con la coordinación de Héctor González, en mi generación no se montó ese espectáculo que muchos encontraban divertido y otros denigrante. En su lugar, el cancán se bailó entre hombres y mujeres y se montaron varios números musicales. Entre ellos, unos de salsa, con coreografías de Fernando Garrido, profesor del taller de danza contemporánea de Chapingo, y el de los enanos verdes, una iniciativa de Ataides Nango Mazariegos, que consistía en cubrirse la parte superior del cuerpo con una caja que simulaba la cabeza, colocar un palo a la altura de la cintura, encimarle una camisa y bailar al ritmo de una cumbia famosa por entonces: “No te metas con mi cucu”. (Años después, vi este numerito mejor montado y producido en otro Teatro de la Quema.). El periódico Tzapinco reseñó todo el espectáculo como una forma de teatro de revista.
Egresamos al final de la década perdida. Qué paradoja: para el país, para América Latina, todo un decenio echado a la basura, mientras que para mí fueron años de crecimiento y formación, de acción y reflexión, de descubrimientos y avances. Conocí el amor y el sabor de sus derrotas; aprendí el placer del sexo; descubrí los goces de la literatura y el secreto gusto de la palabra; la imagen en el cine y la fotografía se me volvieron maneras de aprehender el mundo, de buscarlo, pensarlo, evidenciarlo; la curiosidad no fue en este tiempo ninguna maldición, sino un deseo, un impulso, una forma de ser.
El país nos volvió a doler en 1995 con la matanza de Aguas Blancas, Guerrero. En 1997 la izquierda llegó al poder en el Distrito Federal, abriendo posibilidades de transformación que no se han cumplido del todo. Una nueva ilusión de cambio que prendió en el año 2000 se evaporaría dos o tres años después y volvería el desencanto después de doce años de inacción panista, con un sistema de elecciones cuestionado, con le reemergencia de viejas y oscuras prácticas: obra pública costosa y mal construida (Estela de Luz, Cineteca Nacional, Metro del Distrito Federal, por nombrar las más notorias).
En este tiempo aumentó el número de pobres (aunque hay distintas cifras, la más conservadora sitúa su número en cincuenta millones), llegamos a lugares privilegiados en bajo aprovechamiento escolar (último lugar en las pruebas PISA de ciencias, lectura y matemáticas en 2006, según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE), en consumo de refrescos embotellados (primer lugar mundial desde 2009, por encima de Estados Unidos), en corrupción (lugar 106 de 177 en el Índice de percepción de la corrupción 2013), en número de personas con diabetes, obesidad y sobrepeso, en desigualdad económica y social, en inequidad. Vimos también nacer las redes sociales y crecer el narcotráfico.
Tenemos no el país que soñamos, sino el país que hemos contribuido a construir con nuestros actos y con nuestras omisiones. Pero aún quedan años de trabajo para forjar nuevas utopías y ver si es posible abonar con nuestro esfuerzo a los ideales que algunas vez nos parecieron posibles.
En los años ochenta fuimos testigos de la aparición de la Glásnost y la Perestroika en la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSSS), que a finales de la década harían crisis y concluirían con el derrumbe del Muro de Berlín y la división europea entre el Este y el Oeste. Presenciamos con angustia las masacres de Sabra y Chatila, la Guerra de las Malvinas entre Inglaterra y Argentina, y con gusto y esperanza el retorno a la democracia de varios países latinoamericanos (como Brasil, Uruguay y Argentina, pero también Chile al final de la década: el ¡No! a Pinochet aún sigue retumbando en mis oídos).
México ingresó al Acuerdo General de Aranceles y Tarifas (GATT) en 1985, año en que un intenso temblor sacudió a la Ciudad de México y dejó una cifra aún indeterminada de muertos, una tierra devastada y los bríos de mucha gente que se acompañó en el dolor, se fatigó en la remoción de escombros en la búsqueda de familiares y desconocidos, compartió el pan y la cobija, el café y las lágrimas, la desolación y la esperanza.
El ambiente cultural
Sin minimizar las aportaciones de Juan Pablo de Pina y su equipo como impulsores de la difusión cultural en Chapingo (pues a ellos les tocó construirla), para nuestra generación (y algunas antes y después) la llegada del escritor y promotor Ignacio Betancourt a la Dirección de Difusión Cultural significó todo un acontecimiento: con sus acciones, en el poco tiempo que estuvo Nacho me sentí a la altura del mundo.
Con él se abrieron formalmente talleres como el de creación literaria, periodismo, danza contemporánea y guitarra, que se sumaron a los existentes de teatro, danza folclórica y pintura. Se publicaron libros que me mostraron que estaba en una verdadera universidad como Canto a la tierra. Los murales de Diego Rivera en la Capilla de Chapingo, de Antonio Rodríguez; Bajo el oro pequeño de los trigos, de Enriqueta Ochoa, y El poder de la imagen y la imagen del poder: fotografías de prensa del porfiriato a la época actual. También se reforzó la programación de teatro, cine y danza.
En teatro resultaron memorables las representaciones que vimos, por supuesto, de El extensionista, de Felipe Santander o Los que no usan esmoquin, una puesta en escena del Foro Contigo América. Recuerdo una regañada de Susana Alexander, quien suspendió su representación de Suya, afectuosamente, me parece, debido al ruido y comentarios que generaban quienes salían del auditorio Álvaro Carrillo porque no les gustó el espectáculo.
Tal vez lo más impactante de ese tiempo se refiere al cine. Recuerdo los ciclos enriquecedores del cine de Luis Buñuel, Andrei Tarkovski, Ingmar Bergman, Akira Kurosawa, Werner Herzog, Pier Paolo Pasolini, Francois Truffaut, Jean-Luc Godard, Woody Allen, Marco Ferreri, cuyos análisis se hacían en folletitos rosas que no siempre leíamos. En ese tiempo, a través de las palabras de Javier Téllez, responsable del taller de apreciación cinematográfica, me fui aficionando al cine de David Lynch, Martin Scorsese, Robert Altman, Francis Ford Coppola, Pedro Almodóvar, Orson Welles, Sergio Leone, Roman Polanski, Federico Fellini, Spike Lee, los hermanos Taviani. Entre los directores nacionales, me gustaban las películas de Luis Alcoriza, Felipe Cazals, Paul Leduc, Jaime Humberto Hermosillo, Arturo Ripstein.
A la par, el entonces llamado cine comercial a veces tenía entrada en los auditorios de Chapingo o lo consumíamos en los dos cines que había en Texcoco: el Latino y el Rex. Se transmitieron por entonces películas estadounidenses de acción, algunas de las cuales tendrían secuelas: Indiana Jones, Caracortada, Terminator, Karate Kid, Alien, el octavo pasajero, E.T. El Extraterrestre, Robocop, Blade Runner, Flashdance, Duro de matar, Viernes 13, Porrky’s, Los cazafantasmas, Pesadilla en la calle del infierno, Regreso al futuro, Rambo, Rocky, Brazil, La mosca, El color del dinero, El último emperador, Depredador, por mencionar algunas.
En ese entonces el cine comercial mexicano estaba lleno de ficheras y de películas de acción. Lola la Trailera y El Mil usos fueron muy exitosas. Estaban también las películas de los hermanos Almada (Mario y Fernando, aunque creo que hay otro cuyo nombre no recuerdo) y florecieron comediantes como El Caballo Rojas, Rafael Inclán, Alfonso Zayas, César Bono o Luis de Alba, mientras que varias actrices llenaban los sueños húmedos y las prácticas onanistas: Sacha Montenegro, Angélica Chaín, Linn May, Jacaranda Alfaro, Wanda Seux y Leticia Perdigón, entre las que recuerdo.
En el verano de 1987 nos conmocionamos con la filmación de Sabor a mí, basada en la vida de Álvaro Carrillo, en las instalaciones de la universidad. Algunos compañeros participaron como extras. Otros asistimos como fisgones a presenciar la novedad que significaba estar cerca de las locaciones o a pedir el autógrafo de los actores principales: José José y Angélica Aragón.
Nuestra educación sentimental, forjada en la música regional de donde procedíamos, en las telenovelas, la música pop, las canciones rancheras (con el rey José Alfredo, pero también las letras y voces de Cuco Sánchez, Pedro Infante, Javier Solís, Jorge Negrete...) y los boleros absorbidos en la infancia (Álvaro Carrillo, Agustín Lara, Consuelo Velázquez, Armando Manzanero, María Greever), se alimentó con las nuevas o recicladas propuestas de las industrias culturales, en las que figura una lista enorme de cantantes: Lupita D’Alessio, Amanda Miguel, Dulce, José José, Juan Gabriel, Napoleón, Timbiriche, Luis Miguel, Los Bukis, Vicente Fernández, Menudo, Chayanne, Mecano, por señalar los que recuerdo.
Las norteñas estaban presentes también y en mi memoria de entonces hay melodías de Los Cadetes de Linares, Carlos y José, Los Tigres del Norte, Grupo Pegasso, Los Caminantes, Los Cardenal de Topo Chico, Los Invasores de Nuevo León, Bronco, Los Mier, Ramón Ayala.
En el aire se escuchaban las notas en inglés de U2, Queen, Metallica, Madonna, Laura Branigan, Depeche Mode, Scorpions, Michael Jackson, Dire Straits, Aerosmith, Bon Jovi, Bonnie Tyler, Cyndi Lauper, The Police, Irene Cara, Stevie Wonder, Abba, Bruce Springsteen, George Harrison, Duran Duran, Peter Gabriel, Sting, Prince, Gloria Stefan y Miami Sound Machine, Yes, Boney M, Eagles, The Cure, Phil Collins, Kiss…
En el rock nacional, que a varios nos movía y nos conmovía, algunos apreciamos desde entonces a Rockdrigo González, Arturo Meza, Jaime López, Cecilia Toussaint y Arpía, Real de Catorce, Las insólitas imágenes de Aurora, Guillermo Briseño, Gerardo Enciso, Nina Galindo, Javier Bátiz, Chac Mool, Armando Rosas, Botellita de Jerez, Trolebús, Kerigma, El Tri, Luzbel.
En ese década vimos nacer la invención del “rock en tu idioma”, con la mercantilización de muchas apuestas, sobre todo españolas y argentinas, que habían surgido en el ámbito denominado independiente: Los Enanitos Verdes, Nacha Pop, Soda Stereo, Los Hombres G, Miguel Mateos, Radio Futura, Alaska y Dinarama, al que se incorporaron bandas mexicanas como Caifanes, La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, así como Bon y los Enemigos del Silencio.
Algunos nos adentramos en la trova (cubana y latinoamericana) y cantamos las coplas de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, o las que escuchábamos de Eugenia León, Gabino Palomares, Amparo Ochoa, Mexicanto, Jorge Reyes, algunos de los cuales pudimos escuchar en Chapingo.
La grilla y otras bajas pasiones
Chapingo fue también el inicio de nuestra vida política: con sorpresa, los recién llegados asistimos a nuestras primeras votaciones formales, entre la esperanza y el escepticismo, entre la desinformación y la lectura de volantes y mantas, así como la realización de asambleas y el circo de la oratoria.
Tal vez nunca (ni ahora) resultó de trascendencia, pero estuvimos en uno de los pocos espacios democráticos que existían en ese tiempo en México. A pesar de las manipulaciones y robo de urnas que a veces presenciamos, de los excesos de los oradores, de las dificultades para ponerse de acuerdo, para mí resulta un orgullo haber aprendido a ejercer mis derechos y haber participado en la política. Las asambleas, la asistencia a marchas y mítines, la permanencia en plantones, las pintas, el boteo, la toma de autobuses, las guardias en los paros parecían ser parte del repertorio académico o del currículum oculto que requería la formación de un ingeniero agrónomo.
En nuestro periodo estudiantil, dos marchas a pie desde Chapingo a la Ciudad de México testimonian el empuje y la búsqueda de logros. Pero también varios años de plantones y mítines ante las autoridades de la entonces Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos (SARH, cuya hache pronunciábamos como una especie de ch) en busca de aumentos en el presupuesto, en las becas y mejora de los servicios para los estudiantes.
Algunos, más por inercia que por convicción, se integraron a los grupos de poder que aún perduran en la universidad y absorbieron las lecciones de marxismo como un dogma. Varios de ellos desertaron. Otros continuaron la lucha política hasta forjar verdaderas carreras, algunas de cierta trascendencia en la actualidad, otras truncadas por manos asesinas, como en el caso de Armando García Jiménez.
Vale la pena recordar las experiencias de muchos de mis compañeros se entrelazan con las prácticas de los que peyorativamente en ese tiempo llamábamos bolchos, a resultas de su órgano de difusión El bolchevique. Explicar pacientemente, y que ahora se conoce como Antorcha Campesina. El reclutamiento de esta organización se hacía a partir de la llegada de los alumnos de nuevo ingreso: tras un acercamiento a los padres o acompañantes, los bolchos ofrecían habitación y comida, lo que resultaba un descanso para los acompañantes, pues así no dejaban en manos extrañas a sus hijos o pupilos. Ya en las casas (la Tania, el Búnker, la Casona, por ejemplo), comenzaba el adoctrinamiento: lecturas, comisiones para botear y volantear, entre otros.
A pesar de la realidad, el idealismo no escaseaba. Y en ese marco, en 1988 un grupo de chapingueros de diversas especialidades nos lanzamos a Nicaragua con el fin de apoyar la corta del café, en compañía de estudiantes de la UNAM, el Poli, la Universidad de Guerrero y la Escuela de Agricultura Hermanos Escobar.
Aportaciones (sobre todo culturales)
Alguna vez (no recuerdo dónde) Delfino Román escribió que la nuestra era una generación especial o singular. No recuerdo sus argumentos, si los hubo. Desde entonces me ronda la pregunta: ¿es realmente así? Y, si lo es, ¿qué nos hace únicos? ¿Qué aportamos a nuestra universidad o a nuestros compañeros que puedan permitir afirmaciones como las de Delfino?
No sé cómo era el ambiente de Chapingo en otras épocas ni cómo es en la actualidad. Las escasas veces que he ido, más bien me parece que hay poco movimiento, algo distinto de lo que era en mi tiempo, que recuerdo con muchas actividades. Aunque sé que es una percepción, no dejo de añorar la vida en la cafetería (que llamábamos cooperativa), que era un verdadero punto de encuentro y de difusión de información. Allí se pegaban los carteles con la programación cultural en una vitrina, y se distribuían volantes y folletos; allí se hacía tarea, se discutía sobre la vida universitaria, la nacional y la internacional; se organizaban exposiciones como la Expociencias.
Nuestra generación (por desgracia no todas las que nos siguieron) tuvo el privilegio de contar con ese espacio. Gracias a él, nuestra socialización fue más completa de lo que podría haber sido si no estuviera. Esto tiene que ver con la imagen de efervescencia. Si bien es cierto que los primeros años estar en Chapingo después de clases y sin ir al cine era de un aburrimiento tremendo, con el tiempo eso se transformó en actividad, cuando nos fuimos adueñando de diversos espacios, como los talleres artísticos.
En este aspecto, la participación de la gente de nuestra generación en los talleres resultó notable. Recuerdo en guitarra a Luis Enrique Alvarado Moo (perdón si no menciono a nadie más: fruto de las lagunas de mi memoria y de la prisa por concluir este escrito); en danza contemporánea, a Magdalena Sánchez, Manuel Ochoa y Teodoro Núñez los pudimos ver en varias coreografías, entre ellas recuerdo Te amaré, basada en la canción de Silvio Rodríguez.
En el taller de periodismo, aunque nutrido de participantes de otras generaciones, participó César Rodríguez Zárate con caricaturas en el periódico La Cornada, donde leíamos noticias sobre nuestra vida pública.
En teatro se concentraron varios talentos: María Reyes, Estela Favela, Norma Mendoza, Maricela Maldonado, Gustavi Rovirosa (Q.E.P.D.), Salvador de la Cruz, Juvenal Campos, Juan Francisco Chávez, Raúl de León, Héctor González, José de Loera, Sergio Martínez y, si no mal recuerdo, Jorge Fernández Escoto. El profesor del taller, Fabián Armando García (Q.E.P.D.), supo generar montajes memorables como ¿Dónde quedó la Revolución mexicana, El jinete de la Divina Providencia y Guadalupe años sin cuenta. Con estas obras viajaron a diversos lugares del país. Las anécdotas, las enseñanzas del maestro, las tribulaciones de ese tiempo en esta actividad se concentran en el libro Armando Fabián García Martínez: sus pasos luminosos por Chapingo.
También el taller de creación literaria contó con varios integrantes de esta generación: Juan Vargas, Saúl Jiménez Albores, Raúl de León, Luis Gómez, Alberto Lerín y un servidor nos sumamos a otros para participar en el taller, obtener algunos premios (por ejemplo el primer lugar de poesía de la UACh en 1987 y el segundo en el concurso de poesía de la revista Punto de Partida de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM en 1988), organizar dos encuentros de jóvenes escritores, asistir a encuentros de escritores en Tuxtepec y el Claustro de Sor Juana; hacer lecturas públicas en diversos lugares del país: Saltillo, Oaxaca, Villahermosa, Palacio de Bellas Artes, Museo de Arte Carrillo Gil, Tlaxcala; publicar poemas y cuentos en revistas y periódicos de Chapingo, pero también en los periódicos El Día y Noticias de Tuxtepec, así como en las revistas Cantera Verde y Entrelíneas. Raúl de León y yo publicamos una plaqueta con nuestros poemas (al igual que Francisco Manuel González Jaime, de la generación posterior).
La producción de Raúl de León se ha mantenido hasta la fecha, cuando se publica la segunda edición de su primera novela, Mariposa de cristal, y prepara la segunda, pero también obtuvo el primer lugar en el concurso de poesía de su natal Coahuila. Su novela, por otro lado, se presentó en varias ciudades de la república, además de Chapingo: Xalapa, el puerto de Veracruz, Monterrey, Saltillo y en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (en 2010).
También es necesario señalar que Héctor González se sumó al ejercicio de las letras con la novela Las peñas enamoradas y escribe su segunda propuesta narrativa. Otros compañeros de la generación han encontrado el gusta de la escritura y la practican con cierta asiduidad, aunque falta su concreción en un libro: Yolanda Sánchez, Delfino Román, Francisco Chávez y Salvador de la Cruz.
Un grupo de estudiantes que confluimos en el Comité Ejecutivo Estudiantil 1988-1989, como titulares o de apoyo, entregamos un producto editorial: la revista Aguacero, reseñada en la revista Proceso. Entre los integrantes había gente de la generación que no concluyó sus estudios o los terminó después, como César Rodríguez y Leonardo Reyes.
Otra iniciativa: el Colectivo Cultural Chapingo, una forma de autogestión estudiantil, propositiva en cuanto a los contenidos de acceso a la cultura. El principal promotor fue Andrés Zurita, de una generación anterior, pero varios de la nuestra nos involucramos. Y se pudo concretar, por ejemplo, la presencia de Cecilia Toussaint y Guillermo Briseño en sendos conciertos que aún recuerdo con alegría.
Para concluir nuestra estancia en la universidad, modificamos las costumbres. Tradicionalmente, el Teatro de la Quema consistía en que puros hombres participaran en él; se hacían diversos sketches, números musicales como el cancán y, al final, una pasarela como de concurso de belleza: desfilaban los representantes de cada especialidad, disfrazados de mujer y respondían coqueta y albureramente un cuestionario.
Tal vez el logro más extensivo en el tiempo de esta generación en el terreno cultural es la reactivación y puesta en marcha del proyecto de Radio Chapingo. En 1988, cuando los programas de la Dirección de Difusión Cultural (DDC) ya ni siquiera lo mencionaban, César Rodríguez Zárate presentó un proyecto de tesis para explorar la posibilidad de instalar una radiodifusora experimental. Este proyecto se incorporó a la propuesta de la Secretaría de Prensa y Propaganda del Comité Ejecutivo Estudiantil 1988-1989, que lo puso en marcha en colaboración con la DDC, mediante una capacitación a alumnos, profesores y trabajadores administrativos por parte del Instituto Latinoamericano de Comunicación Educativa (ILCE), y luego a través de la compra de equipo de producción y transmisión. Hasta la fecha, y tras diversas vicisitudes, la radio sigue funcionando, aunque ahora como parte de la DDC, como se previó en el proyecto.
Otra ruptura con las costumbres fue el padrinazgo de la generación. Tradicionalmente se invitaba a personajes prominentes del sector agropecuario, con el fin de que ofrecieran empleo, regalos o el pago de alguna parte de las festividades de graduación. Nosotros apostamos por lo académico y nuestros padrinos fueron Efraín Hernández Xolocotzi, Fidel Márquez y, pero no estoy seguro, Ignacio Méndez.
Andando el tiempo
Veinticinco años han pasado desde que egresamos. Fuimos testigos durante ese tiempo del surgimiento y masificación acelerados de nuevas tecnologías y la desaparición rápida de otras: la popularización de los teléfonos celulares, la masificación de las computadoras, la sustitución del cartucho y el casete, el floppy disk, la videocasetera, los formatos Beta y VHS. En 1994 nos conmovieron sucesos como el surgimiento de la guerrilla y luego movimiento zapatista: otra posibilidad de cambio, de enderezar un país al que parece gustarle el retroceso o al menos el estancamiento; nos conmocionó el asesinato de Luis Donaldo Colosio, candidato casi presidente; asistimos a la crisis de 1994-1995 como simples espectadores de la historia: una vez más se derrumbaba el sueño de una vida más cercana al primer mundo.
Veinticinco años han pasado desde que egresamos. Fuimos testigos durante ese tiempo del surgimiento y masificación acelerados de nuevas tecnologías y la desaparición rápida de otras: la popularización de los teléfonos celulares, la masificación de las computadoras, la sustitución del cartucho y el casete, el floppy disk, la videocasetera, los formatos Beta y VHS. En 1994 nos conmovieron sucesos como el surgimiento de la guerrilla y luego movimiento zapatista: otra posibilidad de cambio, de enderezar un país al que parece gustarle el retroceso o al menos el estancamiento; nos conmocionó el asesinato de Luis Donaldo Colosio, candidato casi presidente; asistimos a la crisis de 1994-1995 como simples espectadores de la historia: una vez más se derrumbaba el sueño de una vida más cercana al primer mundo.
Colofón
Cuando escuché por vez primera la palabra Chapingo, me sonó a lejanía, a lengua indígena, a náhuatl; hoy suena a recuerdo y a nostalgia, a juventud y a rostros queridos, a anécdotas, diversión, abrazos y reencuentros. Un lugar de pertenencia e identificación, un espacio geográfico que concita a la añoranza, donde cabe toda la energía, el empuje, la nobleza de la juventud.
Cuando escuché por vez primera la palabra Chapingo, me sonó a lejanía, a lengua indígena, a náhuatl; hoy suena a recuerdo y a nostalgia, a juventud y a rostros queridos, a anécdotas, diversión, abrazos y reencuentros. Un lugar de pertenencia e identificación, un espacio geográfico que concita a la añoranza, donde cabe toda la energía, el empuje, la nobleza de la juventud.
Un pato llamado Hans
Pedro Cabrera
Hola, ustedes ya conocen mi historia. Bueno, la historia que contó en un libro muy famoso el danés ese que se llamaba igual que yo, que se sentía escritor y quiso construir una historia edificante con mi vida. Pero lo que narró es puro cuento. Tenía tanta ansia de reconocimiento social que exageró muchos hechos y tomó por ciertos los chismes que le contó Esperanza, una de las gallinas que vivían en la granja donde nací.
Con cierto afán de reivindicarme, quiero contarles mi verdadera historia. No siempre fui feo; al contrario: también conocí la aceptación y la ternura, y no causaba temor a nadie ni era objeto de burlas ni de bullying en la escuela.
De niño era algo bonito, pero al crecer, llegada la adolescencia, mis rasgos se tornaron desagradables. Me salieron muchos barros y espinillas, caminaba y nadaba torpemente, tenía una ala más grande que la otra y uno de mis ojos parecía una gota de agua. Yo mismo me miraba en las aguas del estanque y sentía cierta repulsión ante mi imagen. En mí no se aplicaba mucho esa frase que dicen los humanos: “Si parece pato, nada como pato y grazna como pato, entonces probablemente sea un pato”.
Yo era quién sabe qué: el abominable pato de las aguas, el jorobado de Notre Dame o el pato con botas, porque a los niños de la granja les dio por ponerme unos zapatos alargados y unos lentes oscuros, que me daban un aire de mafioso y por eso agregaron a mi lista de sobrenombres el de Pato Guzmán.
Tampoco es cierto que al final me convertí en cisne. Si así hubiera sido, la de cisnesas que tendría a mi alrededor. Qué no habría dado yo por eso: un montón de plumas para una almohada, un pedazo de hígado para paté. Pero no: pato nací, pato soy y pato moriré.
También quiero aclarar el rumor que esparcieron gente y animales de manera malintencionada: que para volverme cisne me hice la cirugía plástica. Nada de eso. Ni cirugía estética, ni liposucción y mucho menos la jarocha. Sigo estando feo y los perros siguen huyendo de mí al verme; y los pericos se burlan en mi cara, y hasta los insectos prefieren que los devore a mirarme.
Por eso he tomado el lápiz y, junto a mi taza de café, escribo estas aclaraciones. Ya lo saben: soy pato, soy feo, pero por favor, dejen ya de decirme “Patito Feo”.
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