Pedro Cabrera
Entre las acepciones del Diccionario de la Real Academia Española, la cuarta y la sexta pueden servir para indicar de qué hablamos cuando hablamos de generación (que no de degeneración, aunque sean parientas fonéticamente): “Conjunto de todos los vivientes coetáneos” y “Conjunto de personas que por haber nacido en fechas próximas y recibido educación e influjos culturales y sociales semejantes, se comportan de manera afín o comparable en algunos sentidos”. Esta visión es semejante a la de José Ortega y Gasset, quien señaló que la generación es una colectividad de individuos que comparten una dimensión en el tiempo histórico y en el espacio, así como valores, aspiraciones, sueños, proyectos, ideas, preferencias éticas y estéticas; son casi de la misma edad y tienen vínculos vitales.
Más restringida, la definición chapinguera privilegia el sentido temporal: se es parte de una generación si uno egresó tal año (aunque se considera también el año de ingreso, resulta menos determinante, pues hay quienes entraron en la universidad en la misma fecha, pero repitieron un año y egresan en otra generación; en contraparte, hay quienes ingresaron uno o dos años antes y se considera que pertenecen a la generación en que concluyen sus estudios).
No obstante, para recuperar los rasgos de una generación tal vez puedan tomarse en cuenta estas tres perspectivas, considerando que los individuos viven las circunstancias propias de su época y del lugar en que se desenvuelven; además, que no se encuentran aislados y siempre establecen relaciones con personas de otros años y épocas.
Bajo este marco, intentaré aproximarme a las características que compartimos como generación quienes egresamos en 1989, el penúltimo de la denominada década perdida para Latinoamérica.
Los orígenes
Nacimos en los años sesenta, una de las décadas más convulsivas del siglo XX, que tuvo su crisis de los misiles y el hielo de la guerra fría, sus batallas por la carrera espacial, la revolución cultural china, la masacre de estudiantes del 2 de octubre en México, pero también los momentos dorados de la esperanza: la Primavera de Praga, los sueños de prohibir la prohibición del Mayo francés y el arribo (aún cuestionado por muchos) del ser humano a la Luna enamorada.
Fue en el año de 1982 cuando presentamos un examen que era a la vez una promesa y una apuesta. Me parece que fue en abril, con su color de jacaranda y el dorado de los trigos. En medio de los retrasos que implicaba una institución en huelga, como se nos dijo, rellenamos óvalos con nuestros lápices y las manos sudorosas, después de esperar ocho eternas horas a que llegaran los aplicadores. Luego, el silencio de meses. Finalmente, el descubrimiento del propio nombre en la lista del periódico Excélsior o el aviso escueto del telegrama (a veces a destiempo).
Y el viaje, el enorme viaje rumbo a la tierra prometida: todo un día de subir y bajar de autobuses, de mirar nuevos paisajes, de escuchar voces con timbres distintos de los de mi tierra y de pies entumecidos. Fue el primero de muchos viajes de ida y vuelta, pero más de ida. El principio de mi vocación migrante, de mi desarraigo, que ahora parece revertirse.
Llegué a la Universidad Autónoma Chapingo una mañana fresca de agosto, tras un periplo accidentado por la Ciudad de México y por Ciudad Nezahualcóyotl (creo que en ese tiempo aún se escribía con t) y tras pernoctar en un hotel que se encuentra aún en la calzada Zaragoza. Un hermano mayor, que había estudiado un año en Chapingo, perdió entonces el rumbo y no pudimos llegar al lugar donde pasaríamos la noche.
Ese año, poco después de nuestra llegada a Chapingo, miraríamos llorar a un presidente ante las cámaras, en un acto que me ha parecido uno de los más falsos que he presenciado en toda mi vida.
Algo similar al paraíso
Para mí, todo era nuevo en mi nuevo entorno: la vegetación, en la que sobresalían árboles majestuosos y gigantes que tiempo después identificaría como cedros y fresnos, incluso con sus nombres científicos; los adoquines de la calzada principal; los edificios modernos y antiguos, las fuentes. Se trataba de un mundo extraño y prometedor, que durante siete años sería algo más que mi escuela: una casa con un montón de hermanos, un espacio en el que podría soñar, aprender, experimentar, actuar.
Llegamos a la adolescencia cuando se gestaba y consolidaba la contrarrevolución conservadora que desmantelaría el Estado de bienestar, tras una larga crisis económica y energética, mientras México se preparaba primero para administrar la abundancia de los recursos petroleros y luego se derrumbaba en una enorme crisis que influiría en el futuro laboral de muchos de nosotros. En esos tiempos en el Vaticano ascendía a la silla de mi tocayo un papa que dieciséis años después sería canonizado, a pesar de su omisión (algunos la llaman complicidad) en los numerosos casos de pederastia practicada por curas, que fueron un gran escándalo mundial en los años noventa del siglo XX y los primeros catorce años del siglo XXI.
Fue una época de descubrimientos y aprendizajes, de construcción de la personalidad, de armar nuestras identidades. Muchos de quienes llegamos éramos casi niños: acabábamos de cumplir quince años y desde entonces adquirimos la responsabilidad de nuestros actos. Aprendimos a lavar nuestra ropa (no todos) y malplancharla (sin albur), así como a administrar nuestra beca o pre (yo no, pero sigo en el intento con mi salario).
Puede decirse que fue una era de muchas primeras veces. Usamos por primera vez cubiertos; comimos muchos platillos por vez primera, con sus nombres exóticos y extravagantes (tlacoyos, tinga, huitlacoche, champiñones). Algunos leímos allí nuestro primer libro completo o compramos nuestro primer volumen. Nos aficionamos a la lectura como el vicio más persistente de todos o como una enfermedad que se padece durante toda la vida. Oímos y nos maravillamos con otras formas de hablar el español: me encantaba escuchar el vos de los chiapanecos y el te presto de los yucatecos, equivalente al préstame que uso; me sorprendía que compañeros de otras regiones no entendieran el uso del vocablo bromoso, tan común en mi tierra.
En Chapingo, en sus alrededores o en los lugares de los viajes de estudio, muchos dimos nuestro primer beso; también padecimos nuestra primera ilusión de amor e incursionamos en la vida sexual con otro cuerpo o con el propio. Poco después caería sobre nosotros, como una plaga bíblica, un velo que aún repercute en nuestras prácticas sexuales: el virus de inmunodeficiencia humana (VIH), que abre las puertas al síndrome de inmunodeficiencia adquirido (sida).
También probamos por primera vez los paraísos artificiales y sus deliciosas pero terribles adicciones: el alcohol, el cigarrillo o la marihuana (la coca era muy cara y el acceso a ella era casi imposible), y gozamos las satisfacciones de la primera borrachera, así como el mareo, el asco y los malestares de la primera cruda.
Los reacomodos culturales
Tal vez sea sólo producto de mi percepción, pero me parece que todo este nuevo comienzo en nuestras vidas estuvo relacionado con los encuentros que tuvimos con manifestaciones culturales distintas de aquellas de donde proveníamos.
Esto comenzaba con lo que desde lejos podemos llamar aculturación de quienes renunciaban a la vestimenta de sus lugares de origen para adquirir la ropa de su nueva identidad: unas flamantes botas vaqueras, los pantalones de mezclilla, las camisas de cuadros y cinturones con hebillas más grandes que los estómagos de sus portadores; o, al revés, como el destino de muchos migrantes: con la distancia, se reforzaban los lazos que los unían a la comunidad de origen; se revaloraban las prácticas y rituales, las creencias, el gusto por ciertos sabores, olores y sonidos; se tejían nuevas añoranzas y los significados de la tradición.
En poco tiempo todo se nos transformó: crecimos de estatura, tal vez también de mentalidad; adquirimos nuevas costumbres y hábitos; novedosas palabras se incorporaron a nuestro vocabulario; construimos otras hipótesis para explicar el mundo y sus sorpresas.
Los primeros meses fueron de exploración y adaptaciones: una lucha constante contra la nostalgia y el deseo de las comodidades del hogar ante las exigencias académicas y las hostilidades del lugar, que se manifestaban en los comentarios a veces despectivos de la gente de Texcoco y sus alrededores o de los compañeros, en algo similar o tal vez igual a lo que ahora denominamos con acento inglés bullying.
En el deseo de descubrir, hacíamos paseos a la Ciudad de México y sitios cercanos. Con qué novedad se nos revelaban lugares tan antiguos como Chapultepec, el Zócalo, el Molino de las Flores, Teotihuacán. Con qué frescura nos apropiábamos de los jardines, entonces llenos de flores, de Chapingo, el jardín de Texcoco, la iglesia y la muralla de Huexotla, los baños de Nezahualcóyotl.
En este aspecto de la mediación de los medios también incursionamos en un periódico mural. Le llamamos La Caguama, en alusión a una de las aficiones chapingueriles. Sólo uno del cuarteto, Aurelio Mireles Falcao no era de la generación; los demás estábamos en el mismo grupo de economía: Emilio Rodríguez, Alberto Lerín y yo.
Con la coordinación de Héctor González, en mi generación no se montó ese espectáculo que muchos encontraban divertido y otros denigrante. En su lugar, el cancán se bailó entre hombres y mujeres y se montaron varios números musicales. Entre ellos, unos de salsa, con coreografías de Fernando Garrido, profesor del taller de danza contemporánea de Chapingo, y el de los enanos verdes, una iniciativa de Ataides Nango Mazariegos, que consistía en cubrirse la parte superior del cuerpo con una caja que simulaba la cabeza, colocar un palo a la altura de la cintura, encimarle una camisa y bailar al ritmo de una cumbia famosa por entonces: “No te metas con mi cucu”. (Años después, vi este numerito mejor montado y producido en otro Teatro de la Quema.). El periódico Tzapinco reseñó todo el espectáculo como una forma de teatro de revista.
Egresamos al final de la década perdida. Qué paradoja: para el país, para América Latina, todo un decenio echado a la basura, mientras que para mí fueron años de crecimiento y formación, de acción y reflexión, de descubrimientos y avances. Conocí el amor y el sabor de sus derrotas; aprendí el placer del sexo; descubrí los goces de la literatura y el secreto gusto de la palabra; la imagen en el cine y la fotografía se me volvieron maneras de aprehender el mundo, de buscarlo, pensarlo, evidenciarlo; la curiosidad no fue en este tiempo ninguna maldición, sino un deseo, un impulso, una forma de ser.
El país nos volvió a doler en 1995 con la matanza de Aguas Blancas, Guerrero. En 1997 la izquierda llegó al poder en el Distrito Federal, abriendo posibilidades de transformación que no se han cumplido del todo. Una nueva ilusión de cambio que prendió en el año 2000 se evaporaría dos o tres años después y volvería el desencanto después de doce años de inacción panista, con un sistema de elecciones cuestionado, con le reemergencia de viejas y oscuras prácticas: obra pública costosa y mal construida (Estela de Luz, Cineteca Nacional, Metro del Distrito Federal, por nombrar las más notorias).
En este tiempo aumentó el número de pobres (aunque hay distintas cifras, la más conservadora sitúa su número en cincuenta millones), llegamos a lugares privilegiados en bajo aprovechamiento escolar (último lugar en las pruebas PISA de ciencias, lectura y matemáticas en 2006, según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE), en consumo de refrescos embotellados (primer lugar mundial desde 2009, por encima de Estados Unidos), en corrupción (lugar 106 de 177 en el Índice de percepción de la corrupción 2013), en número de personas con diabetes, obesidad y sobrepeso, en desigualdad económica y social, en inequidad. Vimos también nacer las redes sociales y crecer el narcotráfico.
Tenemos no el país que soñamos, sino el país que hemos contribuido a construir con nuestros actos y con nuestras omisiones. Pero aún quedan años de trabajo para forjar nuevas utopías y ver si es posible abonar con nuestro esfuerzo a los ideales que algunas vez nos parecieron posibles.
En el deseo de descubrir, hacíamos paseos a la Ciudad de México y sitios cercanos. Con qué novedad se nos revelaban lugares tan antiguos como Chapultepec, el Zócalo, el Molino de las Flores, Teotihuacán. Con qué frescura nos apropiábamos de los jardines, entonces llenos de flores, de Chapingo, el jardín de Texcoco, la iglesia y la muralla de Huexotla, los baños de Nezahualcóyotl.
En este aspecto de la mediación de los medios también incursionamos en un periódico mural. Le llamamos La Caguama, en alusión a una de las aficiones chapingueriles. Sólo uno del cuarteto, Aurelio Mireles Falcao no era de la generación; los demás estábamos en el mismo grupo de economía: Emilio Rodríguez, Alberto Lerín y yo.
Con la coordinación de Héctor González, en mi generación no se montó ese espectáculo que muchos encontraban divertido y otros denigrante. En su lugar, el cancán se bailó entre hombres y mujeres y se montaron varios números musicales. Entre ellos, unos de salsa, con coreografías de Fernando Garrido, profesor del taller de danza contemporánea de Chapingo, y el de los enanos verdes, una iniciativa de Ataides Nango Mazariegos, que consistía en cubrirse la parte superior del cuerpo con una caja que simulaba la cabeza, colocar un palo a la altura de la cintura, encimarle una camisa y bailar al ritmo de una cumbia famosa por entonces: “No te metas con mi cucu”. (Años después, vi este numerito mejor montado y producido en otro Teatro de la Quema.). El periódico Tzapinco reseñó todo el espectáculo como una forma de teatro de revista.
Egresamos al final de la década perdida. Qué paradoja: para el país, para América Latina, todo un decenio echado a la basura, mientras que para mí fueron años de crecimiento y formación, de acción y reflexión, de descubrimientos y avances. Conocí el amor y el sabor de sus derrotas; aprendí el placer del sexo; descubrí los goces de la literatura y el secreto gusto de la palabra; la imagen en el cine y la fotografía se me volvieron maneras de aprehender el mundo, de buscarlo, pensarlo, evidenciarlo; la curiosidad no fue en este tiempo ninguna maldición, sino un deseo, un impulso, una forma de ser.
El país nos volvió a doler en 1995 con la matanza de Aguas Blancas, Guerrero. En 1997 la izquierda llegó al poder en el Distrito Federal, abriendo posibilidades de transformación que no se han cumplido del todo. Una nueva ilusión de cambio que prendió en el año 2000 se evaporaría dos o tres años después y volvería el desencanto después de doce años de inacción panista, con un sistema de elecciones cuestionado, con le reemergencia de viejas y oscuras prácticas: obra pública costosa y mal construida (Estela de Luz, Cineteca Nacional, Metro del Distrito Federal, por nombrar las más notorias).
En este tiempo aumentó el número de pobres (aunque hay distintas cifras, la más conservadora sitúa su número en cincuenta millones), llegamos a lugares privilegiados en bajo aprovechamiento escolar (último lugar en las pruebas PISA de ciencias, lectura y matemáticas en 2006, según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE), en consumo de refrescos embotellados (primer lugar mundial desde 2009, por encima de Estados Unidos), en corrupción (lugar 106 de 177 en el Índice de percepción de la corrupción 2013), en número de personas con diabetes, obesidad y sobrepeso, en desigualdad económica y social, en inequidad. Vimos también nacer las redes sociales y crecer el narcotráfico.
Tenemos no el país que soñamos, sino el país que hemos contribuido a construir con nuestros actos y con nuestras omisiones. Pero aún quedan años de trabajo para forjar nuevas utopías y ver si es posible abonar con nuestro esfuerzo a los ideales que algunas vez nos parecieron posibles.
En los años ochenta fuimos testigos de la aparición de la Glásnost y la Perestroika en la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSSS), que a finales de la década harían crisis y concluirían con el derrumbe del Muro de Berlín y la división europea entre el Este y el Oeste. Presenciamos con angustia las masacres de Sabra y Chatila, la Guerra de las Malvinas entre Inglaterra y Argentina, y con gusto y esperanza el retorno a la democracia de varios países latinoamericanos (como Brasil, Uruguay y Argentina, pero también Chile al final de la década: el ¡No! a Pinochet aún sigue retumbando en mis oídos).
México ingresó al Acuerdo General de Aranceles y Tarifas (GATT) en 1985, año en que un intenso temblor sacudió a la Ciudad de México y dejó una cifra aún indeterminada de muertos, una tierra devastada y los bríos de mucha gente que se acompañó en el dolor, se fatigó en la remoción de escombros en la búsqueda de familiares y desconocidos, compartió el pan y la cobija, el café y las lágrimas, la desolación y la esperanza.
El ambiente cultural
Sin minimizar las aportaciones de Juan Pablo de Pina y su equipo como impulsores de la difusión cultural en Chapingo (pues a ellos les tocó construirla), para nuestra generación (y algunas antes y después) la llegada del escritor y promotor Ignacio Betancourt a la Dirección de Difusión Cultural significó todo un acontecimiento: con sus acciones, en el poco tiempo que estuvo Nacho me sentí a la altura del mundo.
Con él se abrieron formalmente talleres como el de creación literaria, periodismo, danza contemporánea y guitarra, que se sumaron a los existentes de teatro, danza folclórica y pintura. Se publicaron libros que me mostraron que estaba en una verdadera universidad como Canto a la tierra. Los murales de Diego Rivera en la Capilla de Chapingo, de Antonio Rodríguez; Bajo el oro pequeño de los trigos, de Enriqueta Ochoa, y El poder de la imagen y la imagen del poder: fotografías de prensa del porfiriato a la época actual. También se reforzó la programación de teatro, cine y danza.
En teatro resultaron memorables las representaciones que vimos, por supuesto, de El extensionista, de Felipe Santander o Los que no usan esmoquin, una puesta en escena del Foro Contigo América. Recuerdo una regañada de Susana Alexander, quien suspendió su representación de Suya, afectuosamente, me parece, debido al ruido y comentarios que generaban quienes salían del auditorio Álvaro Carrillo porque no les gustó el espectáculo.
Tal vez lo más impactante de ese tiempo se refiere al cine. Recuerdo los ciclos enriquecedores del cine de Luis Buñuel, Andrei Tarkovski, Ingmar Bergman, Akira Kurosawa, Werner Herzog, Pier Paolo Pasolini, Francois Truffaut, Jean-Luc Godard, Woody Allen, Marco Ferreri, cuyos análisis se hacían en folletitos rosas que no siempre leíamos. En ese tiempo, a través de las palabras de Javier Téllez, responsable del taller de apreciación cinematográfica, me fui aficionando al cine de David Lynch, Martin Scorsese, Robert Altman, Francis Ford Coppola, Pedro Almodóvar, Orson Welles, Sergio Leone, Roman Polanski, Federico Fellini, Spike Lee, los hermanos Taviani. Entre los directores nacionales, me gustaban las películas de Luis Alcoriza, Felipe Cazals, Paul Leduc, Jaime Humberto Hermosillo, Arturo Ripstein.
A la par, el entonces llamado cine comercial a veces tenía entrada en los auditorios de Chapingo o lo consumíamos en los dos cines que había en Texcoco: el Latino y el Rex. Se transmitieron por entonces películas estadounidenses de acción, algunas de las cuales tendrían secuelas: Indiana Jones, Caracortada, Terminator, Karate Kid, Alien, el octavo pasajero, E.T. El Extraterrestre, Robocop, Blade Runner, Flashdance, Duro de matar, Viernes 13, Porrky’s, Los cazafantasmas, Pesadilla en la calle del infierno, Regreso al futuro, Rambo, Rocky, Brazil, La mosca, El color del dinero, El último emperador, Depredador, por mencionar algunas.
En ese entonces el cine comercial mexicano estaba lleno de ficheras y de películas de acción. Lola la Trailera y El Mil usos fueron muy exitosas. Estaban también las películas de los hermanos Almada (Mario y Fernando, aunque creo que hay otro cuyo nombre no recuerdo) y florecieron comediantes como El Caballo Rojas, Rafael Inclán, Alfonso Zayas, César Bono o Luis de Alba, mientras que varias actrices llenaban los sueños húmedos y las prácticas onanistas: Sacha Montenegro, Angélica Chaín, Linn May, Jacaranda Alfaro, Wanda Seux y Leticia Perdigón, entre las que recuerdo.
En el verano de 1987 nos conmocionamos con la filmación de Sabor a mí, basada en la vida de Álvaro Carrillo, en las instalaciones de la universidad. Algunos compañeros participaron como extras. Otros asistimos como fisgones a presenciar la novedad que significaba estar cerca de las locaciones o a pedir el autógrafo de los actores principales: José José y Angélica Aragón.
Nuestra educación sentimental, forjada en la música regional de donde procedíamos, en las telenovelas, la música pop, las canciones rancheras (con el rey José Alfredo, pero también las letras y voces de Cuco Sánchez, Pedro Infante, Javier Solís, Jorge Negrete...) y los boleros absorbidos en la infancia (Álvaro Carrillo, Agustín Lara, Consuelo Velázquez, Armando Manzanero, María Greever), se alimentó con las nuevas o recicladas propuestas de las industrias culturales, en las que figura una lista enorme de cantantes: Lupita D’Alessio, Amanda Miguel, Dulce, José José, Juan Gabriel, Napoleón, Timbiriche, Luis Miguel, Los Bukis, Vicente Fernández, Menudo, Chayanne, Mecano, por señalar los que recuerdo.
Las norteñas estaban presentes también y en mi memoria de entonces hay melodías de Los Cadetes de Linares, Carlos y José, Los Tigres del Norte, Grupo Pegasso, Los Caminantes, Los Cardenal de Topo Chico, Los Invasores de Nuevo León, Bronco, Los Mier, Ramón Ayala.
En el aire se escuchaban las notas en inglés de U2, Queen, Metallica, Madonna, Laura Branigan, Depeche Mode, Scorpions, Michael Jackson, Dire Straits, Aerosmith, Bon Jovi, Bonnie Tyler, Cyndi Lauper, The Police, Irene Cara, Stevie Wonder, Abba, Bruce Springsteen, George Harrison, Duran Duran, Peter Gabriel, Sting, Prince, Gloria Stefan y Miami Sound Machine, Yes, Boney M, Eagles, The Cure, Phil Collins, Kiss…
En el rock nacional, que a varios nos movía y nos conmovía, algunos apreciamos desde entonces a Rockdrigo González, Arturo Meza, Jaime López, Cecilia Toussaint y Arpía, Real de Catorce, Las insólitas imágenes de Aurora, Guillermo Briseño, Gerardo Enciso, Nina Galindo, Javier Bátiz, Chac Mool, Armando Rosas, Botellita de Jerez, Trolebús, Kerigma, El Tri, Luzbel.
En ese década vimos nacer la invención del “rock en tu idioma”, con la mercantilización de muchas apuestas, sobre todo españolas y argentinas, que habían surgido en el ámbito denominado independiente: Los Enanitos Verdes, Nacha Pop, Soda Stereo, Los Hombres G, Miguel Mateos, Radio Futura, Alaska y Dinarama, al que se incorporaron bandas mexicanas como Caifanes, La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, así como Bon y los Enemigos del Silencio.
Algunos nos adentramos en la trova (cubana y latinoamericana) y cantamos las coplas de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, o las que escuchábamos de Eugenia León, Gabino Palomares, Amparo Ochoa, Mexicanto, Jorge Reyes, algunos de los cuales pudimos escuchar en Chapingo.
La grilla y otras bajas pasiones
Chapingo fue también el inicio de nuestra vida política: con sorpresa, los recién llegados asistimos a nuestras primeras votaciones formales, entre la esperanza y el escepticismo, entre la desinformación y la lectura de volantes y mantas, así como la realización de asambleas y el circo de la oratoria.
Tal vez nunca (ni ahora) resultó de trascendencia, pero estuvimos en uno de los pocos espacios democráticos que existían en ese tiempo en México. A pesar de las manipulaciones y robo de urnas que a veces presenciamos, de los excesos de los oradores, de las dificultades para ponerse de acuerdo, para mí resulta un orgullo haber aprendido a ejercer mis derechos y haber participado en la política. Las asambleas, la asistencia a marchas y mítines, la permanencia en plantones, las pintas, el boteo, la toma de autobuses, las guardias en los paros parecían ser parte del repertorio académico o del currículum oculto que requería la formación de un ingeniero agrónomo.
En nuestro periodo estudiantil, dos marchas a pie desde Chapingo a la Ciudad de México testimonian el empuje y la búsqueda de logros. Pero también varios años de plantones y mítines ante las autoridades de la entonces Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos (SARH, cuya hache pronunciábamos como una especie de ch) en busca de aumentos en el presupuesto, en las becas y mejora de los servicios para los estudiantes.
Algunos, más por inercia que por convicción, se integraron a los grupos de poder que aún perduran en la universidad y absorbieron las lecciones de marxismo como un dogma. Varios de ellos desertaron. Otros continuaron la lucha política hasta forjar verdaderas carreras, algunas de cierta trascendencia en la actualidad, otras truncadas por manos asesinas, como en el caso de Armando García Jiménez.
Vale la pena recordar las experiencias de muchos de mis compañeros se entrelazan con las prácticas de los que peyorativamente en ese tiempo llamábamos bolchos, a resultas de su órgano de difusión El bolchevique. Explicar pacientemente, y que ahora se conoce como Antorcha Campesina. El reclutamiento de esta organización se hacía a partir de la llegada de los alumnos de nuevo ingreso: tras un acercamiento a los padres o acompañantes, los bolchos ofrecían habitación y comida, lo que resultaba un descanso para los acompañantes, pues así no dejaban en manos extrañas a sus hijos o pupilos. Ya en las casas (la Tania, el Búnker, la Casona, por ejemplo), comenzaba el adoctrinamiento: lecturas, comisiones para botear y volantear, entre otros.
A pesar de la realidad, el idealismo no escaseaba. Y en ese marco, en 1988 un grupo de chapingueros de diversas especialidades nos lanzamos a Nicaragua con el fin de apoyar la corta del café, en compañía de estudiantes de la UNAM, el Poli, la Universidad de Guerrero y la Escuela de Agricultura Hermanos Escobar.
Aportaciones (sobre todo culturales)
Alguna vez (no recuerdo dónde) Delfino Román escribió que la nuestra era una generación especial o singular. No recuerdo sus argumentos, si los hubo. Desde entonces me ronda la pregunta: ¿es realmente así? Y, si lo es, ¿qué nos hace únicos? ¿Qué aportamos a nuestra universidad o a nuestros compañeros que puedan permitir afirmaciones como las de Delfino?
No sé cómo era el ambiente de Chapingo en otras épocas ni cómo es en la actualidad. Las escasas veces que he ido, más bien me parece que hay poco movimiento, algo distinto de lo que era en mi tiempo, que recuerdo con muchas actividades. Aunque sé que es una percepción, no dejo de añorar la vida en la cafetería (que llamábamos cooperativa), que era un verdadero punto de encuentro y de difusión de información. Allí se pegaban los carteles con la programación cultural en una vitrina, y se distribuían volantes y folletos; allí se hacía tarea, se discutía sobre la vida universitaria, la nacional y la internacional; se organizaban exposiciones como la Expociencias.
Nuestra generación (por desgracia no todas las que nos siguieron) tuvo el privilegio de contar con ese espacio. Gracias a él, nuestra socialización fue más completa de lo que podría haber sido si no estuviera. Esto tiene que ver con la imagen de efervescencia. Si bien es cierto que los primeros años estar en Chapingo después de clases y sin ir al cine era de un aburrimiento tremendo, con el tiempo eso se transformó en actividad, cuando nos fuimos adueñando de diversos espacios, como los talleres artísticos.
En este aspecto, la participación de la gente de nuestra generación en los talleres resultó notable. Recuerdo en guitarra a Luis Enrique Alvarado Moo (perdón si no menciono a nadie más: fruto de las lagunas de mi memoria y de la prisa por concluir este escrito); en danza contemporánea, a Magdalena Sánchez, Manuel Ochoa y Teodoro Núñez los pudimos ver en varias coreografías, entre ellas recuerdo Te amaré, basada en la canción de Silvio Rodríguez.
En el taller de periodismo, aunque nutrido de participantes de otras generaciones, participó César Rodríguez Zárate con caricaturas en el periódico La Cornada, donde leíamos noticias sobre nuestra vida pública.
En teatro se concentraron varios talentos: María Reyes, Estela Favela, Norma Mendoza, Maricela Maldonado, Gustavi Rovirosa (Q.E.P.D.), Salvador de la Cruz, Juvenal Campos, Juan Francisco Chávez, Raúl de León, Héctor González, José de Loera, Sergio Martínez y, si no mal recuerdo, Jorge Fernández Escoto. El profesor del taller, Fabián Armando García (Q.E.P.D.), supo generar montajes memorables como ¿Dónde quedó la Revolución mexicana, El jinete de la Divina Providencia y Guadalupe años sin cuenta. Con estas obras viajaron a diversos lugares del país. Las anécdotas, las enseñanzas del maestro, las tribulaciones de ese tiempo en esta actividad se concentran en el libro Armando Fabián García Martínez: sus pasos luminosos por Chapingo.
También el taller de creación literaria contó con varios integrantes de esta generación: Juan Vargas, Saúl Jiménez Albores, Raúl de León, Luis Gómez, Alberto Lerín y un servidor nos sumamos a otros para participar en el taller, obtener algunos premios (por ejemplo el primer lugar de poesía de la UACh en 1987 y el segundo en el concurso de poesía de la revista Punto de Partida de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM en 1988), organizar dos encuentros de jóvenes escritores, asistir a encuentros de escritores en Tuxtepec y el Claustro de Sor Juana; hacer lecturas públicas en diversos lugares del país: Saltillo, Oaxaca, Villahermosa, Palacio de Bellas Artes, Museo de Arte Carrillo Gil, Tlaxcala; publicar poemas y cuentos en revistas y periódicos de Chapingo, pero también en los periódicos El Día y Noticias de Tuxtepec, así como en las revistas Cantera Verde y Entrelíneas. Raúl de León y yo publicamos una plaqueta con nuestros poemas (al igual que Francisco Manuel González Jaime, de la generación posterior).
La producción de Raúl de León se ha mantenido hasta la fecha, cuando se publica la segunda edición de su primera novela, Mariposa de cristal, y prepara la segunda, pero también obtuvo el primer lugar en el concurso de poesía de su natal Coahuila. Su novela, por otro lado, se presentó en varias ciudades de la república, además de Chapingo: Xalapa, el puerto de Veracruz, Monterrey, Saltillo y en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (en 2010).
También es necesario señalar que Héctor González se sumó al ejercicio de las letras con la novela Las peñas enamoradas y escribe su segunda propuesta narrativa. Otros compañeros de la generación han encontrado el gusta de la escritura y la practican con cierta asiduidad, aunque falta su concreción en un libro: Yolanda Sánchez, Delfino Román, Francisco Chávez y Salvador de la Cruz.
Un grupo de estudiantes que confluimos en el Comité Ejecutivo Estudiantil 1988-1989, como titulares o de apoyo, entregamos un producto editorial: la revista Aguacero, reseñada en la revista Proceso. Entre los integrantes había gente de la generación que no concluyó sus estudios o los terminó después, como César Rodríguez y Leonardo Reyes.
Otra iniciativa: el Colectivo Cultural Chapingo, una forma de autogestión estudiantil, propositiva en cuanto a los contenidos de acceso a la cultura. El principal promotor fue Andrés Zurita, de una generación anterior, pero varios de la nuestra nos involucramos. Y se pudo concretar, por ejemplo, la presencia de Cecilia Toussaint y Guillermo Briseño en sendos conciertos que aún recuerdo con alegría.
Para concluir nuestra estancia en la universidad, modificamos las costumbres. Tradicionalmente, el Teatro de la Quema consistía en que puros hombres participaran en él; se hacían diversos sketches, números musicales como el cancán y, al final, una pasarela como de concurso de belleza: desfilaban los representantes de cada especialidad, disfrazados de mujer y respondían coqueta y albureramente un cuestionario.
Tal vez el logro más extensivo en el tiempo de esta generación en el terreno cultural es la reactivación y puesta en marcha del proyecto de Radio Chapingo. En 1988, cuando los programas de la Dirección de Difusión Cultural (DDC) ya ni siquiera lo mencionaban, César Rodríguez Zárate presentó un proyecto de tesis para explorar la posibilidad de instalar una radiodifusora experimental. Este proyecto se incorporó a la propuesta de la Secretaría de Prensa y Propaganda del Comité Ejecutivo Estudiantil 1988-1989, que lo puso en marcha en colaboración con la DDC, mediante una capacitación a alumnos, profesores y trabajadores administrativos por parte del Instituto Latinoamericano de Comunicación Educativa (ILCE), y luego a través de la compra de equipo de producción y transmisión. Hasta la fecha, y tras diversas vicisitudes, la radio sigue funcionando, aunque ahora como parte de la DDC, como se previó en el proyecto.
Otra ruptura con las costumbres fue el padrinazgo de la generación. Tradicionalmente se invitaba a personajes prominentes del sector agropecuario, con el fin de que ofrecieran empleo, regalos o el pago de alguna parte de las festividades de graduación. Nosotros apostamos por lo académico y nuestros padrinos fueron Efraín Hernández Xolocotzi, Fidel Márquez y, pero no estoy seguro, Ignacio Méndez.
Andando el tiempo
Veinticinco años han pasado desde que egresamos. Fuimos testigos durante ese tiempo del surgimiento y masificación acelerados de nuevas tecnologías y la desaparición rápida de otras: la popularización de los teléfonos celulares, la masificación de las computadoras, la sustitución del cartucho y el casete, el floppy disk, la videocasetera, los formatos Beta y VHS. En 1994 nos conmovieron sucesos como el surgimiento de la guerrilla y luego movimiento zapatista: otra posibilidad de cambio, de enderezar un país al que parece gustarle el retroceso o al menos el estancamiento; nos conmocionó el asesinato de Luis Donaldo Colosio, candidato casi presidente; asistimos a la crisis de 1994-1995 como simples espectadores de la historia: una vez más se derrumbaba el sueño de una vida más cercana al primer mundo.
Veinticinco años han pasado desde que egresamos. Fuimos testigos durante ese tiempo del surgimiento y masificación acelerados de nuevas tecnologías y la desaparición rápida de otras: la popularización de los teléfonos celulares, la masificación de las computadoras, la sustitución del cartucho y el casete, el floppy disk, la videocasetera, los formatos Beta y VHS. En 1994 nos conmovieron sucesos como el surgimiento de la guerrilla y luego movimiento zapatista: otra posibilidad de cambio, de enderezar un país al que parece gustarle el retroceso o al menos el estancamiento; nos conmocionó el asesinato de Luis Donaldo Colosio, candidato casi presidente; asistimos a la crisis de 1994-1995 como simples espectadores de la historia: una vez más se derrumbaba el sueño de una vida más cercana al primer mundo.
Colofón
Cuando escuché por vez primera la palabra Chapingo, me sonó a lejanía, a lengua indígena, a náhuatl; hoy suena a recuerdo y a nostalgia, a juventud y a rostros queridos, a anécdotas, diversión, abrazos y reencuentros. Un lugar de pertenencia e identificación, un espacio geográfico que concita a la añoranza, donde cabe toda la energía, el empuje, la nobleza de la juventud.
Cuando escuché por vez primera la palabra Chapingo, me sonó a lejanía, a lengua indígena, a náhuatl; hoy suena a recuerdo y a nostalgia, a juventud y a rostros queridos, a anécdotas, diversión, abrazos y reencuentros. Un lugar de pertenencia e identificación, un espacio geográfico que concita a la añoranza, donde cabe toda la energía, el empuje, la nobleza de la juventud.
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