lunes, 28 de julio de 2014

Cierto sabor a pasado, cierto olor a recuerdo


Fue un encuentro con la nostalgia: lugares, escenas, nombres, voces, rostros volvieron a vivir en la intensidad de un día. Los años recuperaron la nitidez del recuerdo, con sus sombras, su polvo, su añoranza. La memoria recorría sensaciones, ecos, anécdotas. Y se enfrentaba al presente de una mañana clara y soleada, que habría de dejar enrojecida la piel. Era el domingo 22 de febrero de 2004, día del agrónomo y fecha en que se cumplieron los 150 años de la Escuela Nacional de Agricultura (ENA), convertida desde 1976 en Universidad Autónoma Chapingo (UACh), donde estudié siete años, trabajé dos y en cuyas cercanías sobreviví otros dos.


Poco después de las diez de la mañana, Darío Alejandro Escobar, Antonio José García (conocido en el inframundo como Coné) y yo (en otros tiempos el Pelusso, más una sarta de sobrenombres) recorríamos la Calzada Principal de Chapingo. Darío, quien envió por correo electrónico la invitación emitida por Difusión Cultural, había llegado la noche anterior de Oaxaca, donde recoge información para su tesis doctoral. Nos reunimos con Coné en la TAPO y a las 8:30 abordamos el autobús rumbo a Texcoco. Darío muestra inequívocos signos de calvicie en la tupida cabellera lacia que le valió el mote de Brochas; está más fornido y no ha escapado a la tendencia que también y manifiesto de guardar algunos kilos de más, pese a su afición a los ejercicios aeróbicos. Coné exhibe canas en su barba de candado; presume de que la madurez le ha favorecido: según él, resulta muy atractivo para las jovencitas.

En la entrada de la universidad, una veintena de jóvenes uniformados con pantalón azul y playera blanca con el logo del aniversario esperaban algo, no supimos si un acontecimiento o a la gente que llegaba, pues no les preguntamos ni ellos se acercaron a darnos informes, aunque queríamos saber cuál era el programa del día.


Durante el trayecto por la calzada comparé la universidad de mis recuerdos con la que veía: faltaba el jardincito ubicado al pie del Edificio Administrativo, entre cuyas plantas sobresalía una exótica que ahora es muy popular en las llamadas medicinas alternativas: el Ginkgo biloba, mostrada por mi maestra de botánica como conífera gimnosperma. En su lugar, el informe piso de loza gris. Parecía que la vejez hiciera a los fresnos reverdercer poco. Quizás es por el frío del invierno, me consolé, pero ya no pude quitarme la sensación de entrar en un mundo ajeno. Los jardines de los edificios que pertenecieron al Colegio de Posgraduados, en cuyos pastos estudié, leí y dormí más de una vez, hoy carecen de la variedad de flores que tenían. Otros cambios: trasladaron los bustos de la Calzada de los Agrónomos Ilustres (antes ubicados detrás de la fuente de las Circasianas) a la Calzada Principal. Busqué en vano el nombre de don Gonzalo Robles, a cuya biografía me acerqué mientras trabajaba en un libro sobre don Manuel Bravo. Otra novedad: la fuente azul de la Biblioteca Central (refugio de tantas lecturas y sueños) no estaba funcionando. Ante ello comentaríamos nuestra decepción, pues esperábamos una celebración más pomposa. Más adelante nos asombraría descubrir que la pródiga Ceres de pechos abundantes había sido relegada al jardín del costado del Edificio Principal (tal vez porque su desnudez incomoda) y en su lugar estaba un león. También faltaban las palmeras de antaño.

En el Patio central el movimiento de unas doscientas personas indicaba que algo iba a suceder. Había una escolta y una banda de guerra enfrente del Edificio Principal. Entre la gente buscamos rostros de nuestros ex compañeros de estudio, pero no había. En una mesa situada frente al Árbol de los Acuerdos, vimos a Marcos Portillo, maestro de Economía, hoy director académico. Nos acercamos a saludarlo. No nos reconoció, pero se mostró amable. De pasada, saludamos a otros personajes: Tayde Morales, secretaria particular del rector, quien apenas sonrió; Coné dio un abrazo muy efusivo a José Solís, director de administración; Emilio, profesor de Sociología, quien al vernos fingió sorpresa; Fernando Rodríguez, pelado a rape, y Jaime Peralta.


Entonces llegaron corriendo los jóvenes uniformados que vimos a la entrada, precedidos por una escolta. Gritaban ¡Cha-pin-go!, ¡Cha-pin-go!... Uno de ellos portaba un pebetero en llamas. Micrófono en mano, un maestro de educación física inivitó a hacer honores a la bandera. Cantamos desentonadamente el Hinmo Nacional, acompañados por la banda de guerra. Luego, las llamas del pebetero portátil pasaron a uno fijo y la gente aplaudió. Fernando comentó que el fuego se había traído desde San Jacinto, Distrito Federal, donde estuvo originalmente la Escuela Nacional de Agricultura, y que se había apagado tres veces. El rector, Sergio Barrales, improvisó un discurso sobre la importancia del deporte y, de pasada, de leer un buen libro, “para olvidar nuestras frustraciones” o algo así. Recalcó el gran logro que significa contar con una banda de guerra y una escolta, inexistentes en mis tiempos de estudiante y que parecen, más bien, una especie de añoranza del pasado militar de Chapingo.

Al terminar este acto, en el pasillo de entrada al Edificio Principal abracé a Gabriela Arias y le pregunté por su marido, Moisés Zurita. Dijo que luego vendría y quedamos de reunirnos más tarde. Ya no nos vimos, pero con ella recordé al Colectivo Cultural Chapingo (Cocucha), conocido malamente como “los Cocuchos”, al que pertenecí de refilón y en el que militaban de una u otra forma Andrés Zurita, hermano mayor de Moisés y principal impulsor, César Rodríguez Zárate (el Breick), Hilda Luna, Pati la Flaca, Alicia Méndez, César el Esclavo, Mercedes Hernández, Óscar Neri, el Negro José, los Chupios (Artemio, hoy pintor de cierto reconocimiento, y su hermano mayor) y otros que no recuerdo. Su principal aportación consistió en proponer opciones culturales alternativas a las oficiales, entre ellas conciertos de rock.

Luego fuimos al patio del Comedor Central. En los muros de la primera compañía leí unos carteles en los que el Comité Ejecutivo Estudiantil convocaba a tomar autobuses para que los permisionarios respetaran los acuerdos de otorgar 50 por ciento de descuento a los estudiantes. Ésta sería la noticia que durante las dos noches siguientes aparecería en los canales 34 y 40. Con ello aflorarían imágenes de otras tomas de camiones: una con Rutilio (o Ratilio, según sus detractores), quien ante unas quejas de estudiantes golpeados por choferes, en una asamblea dijo que era ingenuo esperar que nos iban a recibir con un ramo de rosas; la otra, con Andrés Valdés, para lucir a sus candidatos al comité, pues luego supimos que no avisó del cambio en el formato de la credencial, por lo que no se otorgaba el descuento. Y de ahí al despertar de mi interés por la política, a las movilizaciones por presupuesto, a los paros, las dos marchas a pie hasta la Ciudad de México, las canciones de protesta, las jornadas de solidaridad con Centroamérica... Una época en que la grilla se confundía con la cultura, la juventud y la vida.

En el Patio de Honor, una lona cubría dos mil sillas (que nunca se llenaron del todo), al frente de las cuales estaba un estrado. Poco a poco llegó más gente. Saludamos a Silvano Aureoles y a Cigala, presentados como el representante del gobernador de Michoacán, Lázaro Cárdenas Batel, y como diputado federal, respectivamente. Ambos egresados de la División de Ciencias Forestales, uno fue secretario general del comité estudiantil cuando estuve en prensa y propaganda; el otro intentó serlo sin lograrlo. Apresurado saludé a Juan Pablo de Pina, de nuevo director de Difusión Cultural, que verificaba el funcionamiento del sonido. Me encontré con dos ex alumnos de la prepa, cuyo nombre no recordaba; pregunté a uno de ellos, originario de Santiago Papasquiaro, Durango, por Salvador de la Cruz, egresado de Economía e integrante del taller de teatro que dirigió Fabián Armando García. Me informó que Chava trabaja en el gobierno del Distrito Federal y que había estado el día anterior, en el Encuentro de Generaciones. Coné comentó que por ahí andaba Gustavo Sánchez (Lenin). A saludarme llegó Rosa María Rodríguez, profesora de prepa. “Ya se te empiezan a notar los años”, me dijo. “No puede ser de otra forma: me estoy acercando peligrosamente a los cuarenta”, respondí.

Me dio gusto ver a José Luis Hernández Stefanoni, egresado de Bosques y hermano de Raúl; ambos pertenecieron al taller de creación literaria en los tiempos en que Leo Eduardo Mendoza era el coordinador y del que luego se hizo cargo con mayor fortuna mi maestro de maestros Rolando Rosas. También integraron el taller Raúl de León, Helio Guzmán, Verónica, Francisco González Jaime (el Coquitos, el mejor poeta del grupo), Miguel Ángel Morales, Luis Ramón Gómez, Juanito Vargas, César Castillo, Teófilo Hernández, Alberto Lerín, el otro Raúl, Carlos Rodríguez Rojas, con quienes compartí el amor a la palabra, lecturas públicas de nuestros poemas y cuentos, la emoción de nuestros primeros textos publicados, la organización de dos encuentros de jóvenes escritores en Chapingo, algunas borracheras memorables, recorridos nocturnos por la Ciudad de México y sus antros.

La Ceremonia Conmemorativa, iniciada después de las once de la mañana, resultó un desfile de representantes de los invitados de honor: del secretario de Agricultura, del gobernador del Estado de México, de los rectores de las universidades Autónoma de México (UNAM) y Autónoma del Estado de México (UAEM), del director del Politécnico Nacional (IPN) y de otros, más la presencia de algunos ex directores y ex rectores. Luego se hicieron honores a la bandera. Y al final se dijeron muchos discursos: uno que envió el presidente Vicente Fox, el del rector, el de la presidenta de la Asociación Nacional de Egresadas (que en lugar de 150 dijo 100 años) y como siete más, incluso de la alumna con el mayor promedio de la universidad.

No los soportamos todos, por supuesto. Fuimos a Servicios Asistenciales por los pases para la comida. Para variar, no abrieron a tiempo. Mientras esperábamos, nos sentamos en el pasto y recordamos a los ausentes de nuestro grupo de Economía (La Playa, formado por puros granos, es decir, de poco apetecibles y algunos francamente desechables, como decíamos en nuestro argot), algunos con su nombre completo, otros sólo por su apodo: Atayde Nango Mazariegos (quien llegó a romper el récord de sobrenombres al acumular más de cien, poeta de un poema: “A Manuela Palmerín”, célebre entre la tropa por sus descripciones onanistas), José Luis Guzmán Bello (a cuya creatividad, mala leche y vocación bautismal se deben muchos de los motes de ese tiempo), Alberto Lerín Mestas (uno de mis mejores amigos de entonces), Cristóbal Cuevas, Carmen Ruiz Villaseñor, Rosa Rivas, Lara Ixmucané Calderón, Emilio Rodríguez, Zenón Bocanegra, Gaspar Núñez, Misael Caballero, Jorge Negrete Hueso, Juan Hernández, Luis Camacho, Manuel Mendoza Alegría, Armando Hernández, Octavio Santiago, Juan Mejía, Alberto Núñez, Miguel, Güilebaldo Guillén, Manuel Ochoa, Humberto Islas, Ignacio Ávila, Francisco Delgado, Martín Elizarraráz, Enrique Palacios, Diógenes Lozano, Santos Tristán. Intercambiamos chismes y anécdotas sobre ellos, los muchachos de ayer. Con muchos me une la complicidad de varias ocurrencias, el hermetismo de algunas revelaciones, las horas de estudio y de tareas, la tensión durante los exámenes, las preocupaciones por cierta calificación, sucesos en los viajes de estudio, discusiones sobre política económica y política a secas, proyectos y sueños compartidos.

Lerín, Emilio, Aurelio Mireles (Falcao), de Fitotecnia, y yo realizamos nuestra contribución al muralismo en Chapingo, que en esa época contaba con dos buenos ejemplares, uno en Sociología (Retazo con Hueso) y otro en Difusión Cultural. Semana a semana durante no sé cuánto tiempo pegamos en la cafetería estudiantil (entonces llamada “cooperativa”, nuestro lugar de encuentro) un periódico mural: La Caguama, espacio en que nos divertimos con la realidad nacional y local, generando no pocas reacciones adversas.

La entrega de los pases fue rápida, pese a que la computadora no registró la solicitud que envié por internet el viernes. Nos vendieron tres pases, a veinte pesos cada uno, y desanduvimos la calzada, para hacer tiempo y dejar en el autobús a Coné, quien debía regresar a la Ciudad de México. De lejos vimos que se acercaban dos personas en otro tiempo antagónicas y combativas: Meza, maestro de topografía en la prepa, y Vivas, quien como estudiante había pertenecido a “los bolchos”. Los saludamos y bromeamos un poco.

Al regreso nos encontramos con Alfredo Rodríguez, profesor de filosofía y actual coordinador de Radio Chapingo (que este marzo cumple sus 15 años), donde trabaja ahora Emiliano de la Vega. Fue otra vuelta hacia el pasado, a las primeras noches de emisión, con la camaradería de el Breick, Hilda (su esposa), Leonardo Reyes, Claudio Flores e Irene, su novia, entre un montón de jovenzuelos que hicieron posible de nuevo una radioemisora en Chapingo. Darío fue a los departamentos de becarios de posgrado a buscar un amigo. Quedamos de vernos en las Circasianas. Platiqué todo el camino de regreso con Alfredo. Jaime Peralta lo llamó para que se encargara de algo que no alcancé a escuchar y nos despedimos.

Fui por una botella de agua y al regresar descubrí a Darío con Magdalena, que estuvo en el taller de danza contemporánea y en Irrigación, donde es profesora. Comentamos que había poca gente de nuestro tiempo y más de generaciones anteriores. Luego llegaron algunos egresados de Economía: Arturo Ruiz Sandoval (ex miembro del taller de periodismo y ahora lleno de canas) y su esposa Beatriz, Susana (musa en un tiempo de Helio Guzmán) y otros más cuyos nombres nunca pude precisar, uno de los cuales había venido de la hermana República de Mérida. Ante la mención de nombres, concluimos que era más fácil acordarse de los apodos e hicimos un breve recuento de algunos célebres: la Cebolla, porque sólo de verla te daban ganas de llorar; su novio, el Cuchillo, porque se picaba a la Cebolla; la Nopalita, la Piel Roja, amante secreta de Lerín; la Tintorera; hablamos de la inmortalidad de el Paréntesis, un teniente que, se decía, nunca iba a estirar la pata. En eso llegó Pablo Montes, egresado de Fitotecnia, vestido con chamarra y overol de mezclilla negros, lejano en kilos del joven delgado que asistía al taller de danza folclórica. Entonces surgieron otros nombres: Estela, Chayo, Norma, María Reyes, Pancho Chávez, David Soto, Héctor (autodenominado la Panochita González), Maricela Maldonado, Sergio Martínez, la Señorita Malote, la Nacha Pop... Nos acercamos a Alejandra, sin estar seguros de que era ella. Cuando se volteó y agachó un poco, Pablo y yo pudimos apreciar el todavía espléndido trasero, que resultó la prueba irrefutable de que ella era ella.

Queríamos observar la Siembra de Manos, pero mucha gente se amontonaba para entrar. Darío, Pablo y yo fuimos a la recién develada estatua de la Diosa del Maíz, una mujer cubierta por un velo y de formas voluptuosas, de cuyo vientre surge una planta de maíz que debajo del pecho remata en una gran mazorca. Allí encontré a mi ex alumno Eric, quien presumió de saber los nombres de todos sus maestros, pero nunca se acordó del mío. Saludamos a Beatriz de la Tijera, maestra del centro regional de Morelia, y a mi tocayo Pedro Carrillo, de la prepa. Recorrimos luego la exposición de libros. Darío aprovechó para presumir que su nombre aparecía en la portada de uno, aunque al último, y no me quedé atrás: le mostré Ensayos de literatura. La poesía modernista, donde está mi nombre también al final.


Fui al baño a la segunda compañía, en el que noté cierto descuido, más notorio por ser un día de fiesta. Después nos dirigimos al Comedor Central, pues ya sentíamos hambre. Casi eran las tres de la tarde. Al igual que antes, hicimos cola. Al entrar en el comedor nos entregaron un refresco de Jarritos y escuchamos la música y la voz de los mariachis. Creíamos haber perdido la práctica de recoger la charola, pero no pasaron accidentes. La comida: cecina roja de yecapixtla, nopales, sopa de fideos, frijoles de la olla, una pasta, guacamole, dos tortillas, y chicharrón crujiente para botanear. Además de su sabor habitual, había en los alimentos cierto sabor a pasado, cierto olor a recuerdo. Rememoramos las veces en que el hambre adolescente nos llevó a dobletear la comida o cuando salíamos cargados de fruta para aguantar toda una noche de estudio.

Al salir nos detuvimos un rato a escuchar una banda mixe de Oaxaca que asistió al Encuentro de Bandas de varios lugares del país, de los que recuerdo la de Santa Catarina del Monte. Luego pasamos al Edificio Principal, donde recorrimos dos salas del Museo Nacional de Agricultura que no nos convencieron: en una predomina la visión técnica (los personajes son los instrumentos, con notas sobre su nombre, región de donde proceden y uso), pero parecen sin conexión museográfica con los contextos socioculturales en que surgieron. En la otra se exhiben unos textos en francés sobre agricultura y banderines de la ENA-UACh. Observamos un rato las blancas manos sembradas en grava, sin precisar su significado. Luego llegó un grupo de concheros que hizo unas danzas en el patio y quemó incienso. Al marcharse, entramos en la galería de directores y rectores, un acervo pictográfico de importantes pintores mexicanos, entre los que recuerdo a Agustín Lazo, Diego Rivera, María Izquierdo y Raúl Anguiano. Los grandes marcos que acompañan a muchos retratos parecen un síntoma de mal gusto en una producción artística que no necesita adornos.

Después vino la inmersión en la magia, gracias a los pinceles de Diego Rivera. Recordé la primera vez que entré en la capilla, en 1982. Nunca había conocido en vivo una pintura y ver los murales representó todo un acontecimiento: me concentré en la belleza de las formas; me maravilló la soltura y la desnudez de las mujeres, los trazos en perspectiva de los hombres incrustrados en la pared, la viveza de las llamas, la perfección de las manos. Me sentí enfebrecido y en cierto momento ya no quería moverme. En esta nueva visita, coincidí con Darío en que el mural que más nos gusta es el de La tierra dormida, que muestra a Tina Modotti desnuda, con el vientre un poco abultado y la cabellera sobre la frente, un brazo extendido sobre el cuerpo y el otro flexionado sobre la tierra, cuya mano protege el embrión de una planta. La imagen da una sensación de reposo, a lo que contribuyen los escasos colores usados: el azul del fondo, el negro de la cabellera, el verde de las plántulas, el color de la tierra. Una imagen serena que contrasta con el lema de la institución: “Enseñar la explotación de la tierra, no la del hombre”, producto de otra época, que tal vez debería revisarse a la luz de los aportes ambientalistas.

En la pequeña tienda del torreón saludé a Rosita, maestra de historia de la prepa, y adquirí Capilla riveriana (guía realizada por Consuelo Muñoz, a quien me habría gustado ver) y el llavero conmemorativo: un óvalo de fondo azulado, sobre el cual van grabadas en mayúsculas las letras del 150 aniversario en la parte superior; abajo, los años 1854-2004. Inserta y en relieve, una reproducción bien trabajada del escudo, con fondo también azul, y del Edificio Principal, con sus torreones, sus araucarias y su pintura blanca; debajo, el nombre de Chapingo en cursivas.

Al salir, vimos a José Luis (conocido mundialmente como el Chino), ex estudiante de Chapingo. La tarde declinaba y estábamos cansados. Darío, Pablo y yo fuimos a tomar unas cervezas al restaurante La Cava de León, lleno de egresados. Allí vimos de nuevo a Silvano y a Cigala, y saludé a Lenin, su esposa Lucy y Juan Manuel de Luna. Lenin no dejó de reparar maliciosamente en mi gordura. Le hice el comentario que me encargó Coné: “Dijo que te dijera que estás más negro de lo que te recuerda.” Sonrió. Ya en la mesa con Pablo y Darío, probamos unos escamoles y nos tomamos tres cervezas. Platicamos poco, pues una de las bandas, contratada por un grupo de egresados, estuvo tocando como dos horas, sobre todo música oaxaqueña: “Dios nunca muere”, “La sanmarqueña”... Anochecía cuando salimos rumbo a Texcoco, donde Pablo se quedaría; Darío y yo tomaríamos el autobús rumbo a la Ciudad de México y todavía iríamos al cine a ver Swimming pool, de Francois Ozon.

Así terminó el recorrido por el espacio de un día, en el que la celebración de 150 años de la universidad se conjuntó con los 15 años de nuestro egreso; haciendo cálculos, se puede decir que somos la generación de diez por ciento. El recuento de nombres necesariamente está incompleto y no voy a justificar las fallas de la memoria. Además de la carne de las anécdotas, faltan los amores, desamores, contrincantes (que no mencionaré) y la galería de afectos, Margarita Bastida, Judith Báez, Hilda Árciga Cruzaley, Valentina Trueba, María Nava, Andrés Mercado, José Luis Salinas, Francisco Zavala, Rosalinda Martínez Nieves, José Luis Murillo, Octavio Becerra, Leonardo Rodríguez, Lucio Estévez, Arlett Rodríguez, Irina Trueba, Javier Martínez, Armando García y su mujer, Alejandra, Alejandro Musalem, Javier Ramírez, Violeta Vidal... Otras presencias queridas siguen ahí, en la labor cotidiana de la universidad: Patricia Castillejos, Concepción Pitalúa, Gildardo Montoya, Georgina Ríos, Jorge Díaz, Sandra Laura Pérez, Germán y Adelina Schultz, Jacobo Montoya, Chela, Tere, Tito... Y, por supuesto, resiento la dolorosa ausencia de Tomás Rosas, Gustavo Rovirosa, el Tlacoyo... 

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