Poco después de las diez de la mañana, Darío Alejandro Escobar, Antonio José
García (conocido en el inframundo como Coné) y yo (en otros tiempos el Pelusso, más
una sarta de sobrenombres) recorríamos la Calzada Principal de Chapingo. Darío,
quien envió por correo electrónico la invitación emitida por Difusión Cultural, había
llegado la noche anterior de Oaxaca, donde recoge información para su tesis doctoral.
Nos reunimos con Coné en la TAPO y a las 8:30 abordamos el autobús rumbo a
Texcoco. Darío muestra inequívocos signos de calvicie en la tupida cabellera lacia que
le valió el mote de Brochas; está más fornido y no ha escapado a la tendencia que
también y manifiesto de guardar algunos kilos de más, pese a su afición a los ejercicios
aeróbicos. Coné exhibe canas en su barba de candado; presume de que la madurez le
ha favorecido: según él, resulta muy atractivo para las jovencitas.
En la entrada de la universidad, una veintena de jóvenes uniformados con
pantalón azul y playera blanca con el logo del aniversario esperaban algo, no supimos
si un acontecimiento o a la gente que llegaba, pues no les preguntamos ni ellos se
acercaron a darnos informes, aunque queríamos saber cuál era el programa del día.
Durante el trayecto por la calzada comparé la universidad de mis recuerdos con
la que veía: faltaba el jardincito ubicado al pie del Edificio Administrativo, entre cuyas
plantas sobresalía una exótica que ahora es muy popular en las llamadas medicinas
alternativas: el Ginkgo biloba, mostrada por mi maestra de botánica como conífera
gimnosperma. En su lugar, el informe piso de loza gris. Parecía que la vejez hiciera a
los fresnos reverdercer poco. Quizás es por el frío del invierno, me consolé, pero ya no pude quitarme la sensación de entrar en un mundo ajeno. Los jardines de los edificios
que pertenecieron al Colegio de Posgraduados, en cuyos pastos estudié, leí y dormí
más de una vez, hoy carecen de la variedad de flores que tenían. Otros cambios:
trasladaron los bustos de la Calzada de los Agrónomos Ilustres (antes ubicados detrás
de la fuente de las Circasianas) a la Calzada Principal. Busqué en vano el nombre de
don Gonzalo Robles, a cuya biografía me acerqué mientras trabajaba en un libro sobre
don Manuel Bravo. Otra novedad: la fuente azul de la Biblioteca Central (refugio de
tantas lecturas y sueños) no estaba funcionando. Ante ello comentaríamos nuestra
decepción, pues esperábamos una celebración más pomposa. Más adelante nos
asombraría descubrir que la pródiga Ceres de pechos abundantes había sido relegada
al jardín del costado del Edificio Principal (tal vez porque su desnudez incomoda) y en
su lugar estaba un león. También faltaban las palmeras de antaño.
En el Patio central el movimiento de unas doscientas personas indicaba que algo
iba a suceder. Había una escolta y una banda de guerra enfrente del Edificio Principal.
Entre la gente buscamos rostros de nuestros ex compañeros de estudio, pero no había.
En una mesa situada frente al Árbol de los Acuerdos, vimos a Marcos Portillo, maestro
de Economía, hoy director académico. Nos acercamos a saludarlo. No nos reconoció,
pero se mostró amable. De pasada, saludamos a otros personajes: Tayde Morales,
secretaria particular del rector, quien apenas sonrió; Coné dio un abrazo muy efusivo a
José Solís, director de administración; Emilio, profesor de Sociología, quien al vernos
fingió sorpresa; Fernando Rodríguez, pelado a rape, y Jaime Peralta.
Entonces llegaron corriendo los jóvenes uniformados que vimos a la entrada, precedidos por una escolta. Gritaban ¡Cha-pin-go!, ¡Cha-pin-go!... Uno de ellos portaba un pebetero en llamas. Micrófono en mano, un maestro de educación física inivitó a hacer honores a la bandera. Cantamos desentonadamente el Hinmo Nacional, acompañados por la banda de guerra. Luego, las llamas del pebetero portátil pasaron a uno fijo y la gente aplaudió. Fernando comentó que el fuego se había traído desde San Jacinto, Distrito Federal, donde estuvo originalmente la Escuela Nacional de Agricultura, y que se había apagado tres veces. El rector, Sergio Barrales, improvisó un discurso sobre la importancia del deporte y, de pasada, de leer un buen libro, “para olvidar nuestras frustraciones” o algo así. Recalcó el gran logro que significa contar con una banda de guerra y una escolta, inexistentes en mis tiempos de estudiante y que parecen, más bien, una especie de añoranza del pasado militar de Chapingo.
Al terminar este acto, en el pasillo de entrada al Edificio Principal abracé a
Gabriela Arias y le pregunté por su marido, Moisés Zurita. Dijo que luego vendría y
quedamos de reunirnos más tarde. Ya no nos vimos, pero con ella recordé al Colectivo
Cultural Chapingo (Cocucha), conocido malamente como “los Cocuchos”, al que
pertenecí de refilón y en el que militaban de una u otra forma Andrés Zurita, hermano
mayor de Moisés y principal impulsor, César Rodríguez Zárate (el Breick), Hilda Luna,
Pati la Flaca, Alicia Méndez, César el Esclavo, Mercedes Hernández, Óscar Neri, el
Negro José, los Chupios (Artemio, hoy pintor de cierto reconocimiento, y su hermano
mayor) y otros que no recuerdo. Su principal aportación consistió en proponer opciones
culturales alternativas a las oficiales, entre ellas conciertos de rock.
Luego fuimos al patio del Comedor Central. En los muros de la primera
compañía leí unos carteles en los que el Comité Ejecutivo Estudiantil convocaba a
tomar autobuses para que los permisionarios respetaran los acuerdos de otorgar 50 por
ciento de descuento a los estudiantes. Ésta sería la noticia que durante las dos noches
siguientes aparecería en los canales 34 y 40. Con ello aflorarían imágenes de otras
tomas de camiones: una con Rutilio (o Ratilio, según sus detractores), quien ante unas
quejas de estudiantes golpeados por choferes, en una asamblea dijo que era ingenuo
esperar que nos iban a recibir con un ramo de rosas; la otra, con Andrés Valdés, para
lucir a sus candidatos al comité, pues luego supimos que no avisó del cambio en el
formato de la credencial, por lo que no se otorgaba el descuento. Y de ahí al despertar
de mi interés por la política, a las movilizaciones por presupuesto, a los paros, las dos
marchas a pie hasta la Ciudad de México, las canciones de protesta, las jornadas de
solidaridad con Centroamérica... Una época en que la grilla se confundía con la cultura,
la juventud y la vida.
En el Patio de Honor, una lona cubría dos mil sillas (que nunca se llenaron del
todo), al frente de las cuales estaba un estrado. Poco a poco llegó más gente.
Saludamos a Silvano Aureoles y a Cigala, presentados como el representante del
gobernador de Michoacán, Lázaro Cárdenas Batel, y como diputado federal,
respectivamente. Ambos egresados de la División de Ciencias Forestales, uno fue secretario general del comité estudiantil cuando estuve en prensa y propaganda; el otro
intentó serlo sin lograrlo. Apresurado saludé a Juan Pablo de Pina, de nuevo director de
Difusión Cultural, que verificaba el funcionamiento del sonido. Me encontré con dos ex
alumnos de la prepa, cuyo nombre no recordaba; pregunté a uno de ellos, originario de
Santiago Papasquiaro, Durango, por Salvador de la Cruz, egresado de Economía e
integrante del taller de teatro que dirigió Fabián Armando García. Me informó que
Chava trabaja en el gobierno del Distrito Federal y que había estado el día anterior, en
el Encuentro de Generaciones. Coné comentó que por ahí andaba Gustavo Sánchez
(Lenin). A saludarme llegó Rosa María Rodríguez, profesora de prepa. “Ya se te
empiezan a notar los años”, me dijo. “No puede ser de otra forma: me estoy acercando
peligrosamente a los cuarenta”, respondí.
Me dio gusto ver a José Luis Hernández Stefanoni, egresado de Bosques y
hermano de Raúl; ambos pertenecieron al taller de creación literaria en los tiempos en
que Leo Eduardo Mendoza era el coordinador y del que luego se hizo cargo con mayor
fortuna mi maestro de maestros Rolando Rosas. También integraron el taller Raúl de
León, Helio Guzmán, Verónica, Francisco González Jaime (el Coquitos, el mejor poeta
del grupo), Miguel Ángel Morales, Luis Ramón Gómez, Juanito Vargas, César Castillo,
Teófilo Hernández, Alberto Lerín, el otro Raúl, Carlos Rodríguez Rojas, con quienes
compartí el amor a la palabra, lecturas públicas de nuestros poemas y cuentos, la
emoción de nuestros primeros textos publicados, la organización de dos encuentros de
jóvenes escritores en Chapingo, algunas borracheras memorables, recorridos nocturnos
por la Ciudad de México y sus antros.
La Ceremonia Conmemorativa, iniciada después de las once de la mañana,
resultó un desfile de representantes de los invitados de honor: del secretario de
Agricultura, del gobernador del Estado de México, de los rectores de las universidades
Autónoma de México (UNAM) y Autónoma del Estado de México (UAEM), del director
del Politécnico Nacional (IPN) y de otros, más la presencia de algunos ex directores y
ex rectores. Luego se hicieron honores a la bandera. Y al final se dijeron muchos
discursos: uno que envió el presidente Vicente Fox, el del rector, el de la presidenta de la Asociación Nacional de Egresadas (que en lugar de 150 dijo 100 años) y como siete
más, incluso de la alumna con el mayor promedio de la universidad.
Lerín, Emilio, Aurelio Mireles (Falcao), de Fitotecnia, y yo realizamos nuestra
contribución al muralismo en Chapingo, que en esa época contaba con dos buenos
ejemplares, uno en Sociología (Retazo con Hueso) y otro en Difusión Cultural. Semana
a semana durante no sé cuánto tiempo pegamos en la cafetería estudiantil (entonces
llamada “cooperativa”, nuestro lugar de encuentro) un periódico mural: La Caguama,
espacio en que nos divertimos con la realidad nacional y local, generando no pocas
reacciones adversas.
La entrega de los pases fue rápida, pese a que la computadora no registró la
solicitud que envié por internet el viernes. Nos vendieron tres pases, a veinte pesos
cada uno, y desanduvimos la calzada, para hacer tiempo y dejar en el autobús a Coné, quien debía regresar a la Ciudad de México. De lejos vimos que se acercaban dos
personas en otro tiempo antagónicas y combativas: Meza, maestro de topografía en la
prepa, y Vivas, quien como estudiante había pertenecido a “los bolchos”. Los
saludamos y bromeamos un poco.
Al regreso nos encontramos con Alfredo Rodríguez, profesor de filosofía y actual
coordinador de Radio Chapingo (que este marzo cumple sus 15 años), donde trabaja
ahora Emiliano de la Vega. Fue otra vuelta hacia el pasado, a las primeras noches de
emisión, con la camaradería de el Breick, Hilda (su esposa), Leonardo Reyes, Claudio
Flores e Irene, su novia, entre un montón de jovenzuelos que hicieron posible de nuevo
una radioemisora en Chapingo. Darío fue a los departamentos de becarios de posgrado
a buscar un amigo. Quedamos de vernos en las Circasianas. Platiqué todo el camino de
regreso con Alfredo. Jaime Peralta lo llamó para que se encargara de algo que no
alcancé a escuchar y nos despedimos.
Fui por una botella de agua y al regresar descubrí a Darío con Magdalena, que
estuvo en el taller de danza contemporánea y en Irrigación, donde es profesora.
Comentamos que había poca gente de nuestro tiempo y más de generaciones
anteriores. Luego llegaron algunos egresados de Economía: Arturo Ruiz Sandoval (ex
miembro del taller de periodismo y ahora lleno de canas) y su esposa Beatriz, Susana
(musa en un tiempo de Helio Guzmán) y otros más cuyos nombres nunca pude
precisar, uno de los cuales había venido de la hermana República de Mérida. Ante la
mención de nombres, concluimos que era más fácil acordarse de los apodos e hicimos
un breve recuento de algunos célebres: la Cebolla, porque sólo de verla te daban ganas
de llorar; su novio, el Cuchillo, porque se picaba a la Cebolla; la Nopalita, la Piel Roja,
amante secreta de Lerín; la Tintorera; hablamos de la inmortalidad de el Paréntesis, un
teniente que, se decía, nunca iba a estirar la pata. En eso llegó Pablo Montes, egresado
de Fitotecnia, vestido con chamarra y overol de mezclilla negros, lejano en kilos del
joven delgado que asistía al taller de danza folclórica. Entonces surgieron otros
nombres: Estela, Chayo, Norma, María Reyes, Pancho Chávez, David Soto, Héctor
(autodenominado la Panochita González), Maricela Maldonado, Sergio Martínez, la
Señorita Malote, la Nacha Pop... Nos acercamos a Alejandra, sin estar seguros de que
era ella. Cuando se volteó y agachó un poco, Pablo y yo pudimos apreciar el todavía espléndido trasero, que resultó la prueba irrefutable de que ella era ella.
Queríamos observar la Siembra de Manos, pero mucha gente se amontonaba
para entrar. Darío, Pablo y yo fuimos a la recién develada estatua de la Diosa del Maíz,
una mujer cubierta por un velo y de formas voluptuosas, de cuyo vientre surge una
planta de maíz que debajo del pecho remata en una gran mazorca. Allí encontré a mi ex
alumno Eric, quien presumió de saber los nombres de todos sus maestros, pero nunca
se acordó del mío. Saludamos a Beatriz de la Tijera, maestra del centro regional de
Morelia, y a mi tocayo Pedro Carrillo, de la prepa. Recorrimos luego la exposición de
libros. Darío aprovechó para presumir que su nombre aparecía en la portada de uno,
aunque al último, y no me quedé atrás: le mostré Ensayos de literatura. La poesía modernista, donde está mi nombre también al final.
Fui al baño a la segunda compañía, en el que noté cierto descuido, más notorio por ser un día de fiesta. Después nos dirigimos al Comedor Central, pues ya sentíamos hambre. Casi eran las tres de la tarde. Al igual que antes, hicimos cola. Al entrar en el comedor nos entregaron un refresco de Jarritos y escuchamos la música y la voz de los mariachis. Creíamos haber perdido la práctica de recoger la charola, pero no pasaron accidentes. La comida: cecina roja de yecapixtla, nopales, sopa de fideos, frijoles de la olla, una pasta, guacamole, dos tortillas, y chicharrón crujiente para botanear. Además de su sabor habitual, había en los alimentos cierto sabor a pasado, cierto olor a recuerdo. Rememoramos las veces en que el hambre adolescente nos llevó a dobletear la comida o cuando salíamos cargados de fruta para aguantar toda una noche de estudio.
Al salir nos detuvimos un rato a escuchar una banda mixe de Oaxaca que asistió
al Encuentro de Bandas de varios lugares del país, de los que recuerdo la de Santa
Catarina del Monte. Luego pasamos al Edificio Principal, donde recorrimos dos salas
del Museo Nacional de Agricultura que no nos convencieron: en una predomina la
visión técnica (los personajes son los instrumentos, con notas sobre su nombre, región
de donde proceden y uso), pero parecen sin conexión museográfica con los contextos
socioculturales en que surgieron. En la otra se exhiben unos textos en francés sobre
agricultura y banderines de la ENA-UACh. Observamos un rato las blancas manos
sembradas en grava, sin precisar su significado. Luego llegó un grupo de concheros que hizo unas danzas en el patio y quemó incienso. Al marcharse, entramos en la
galería de directores y rectores, un acervo pictográfico de importantes pintores
mexicanos, entre los que recuerdo a Agustín Lazo, Diego Rivera, María Izquierdo y
Raúl Anguiano. Los grandes marcos que acompañan a muchos retratos parecen un
síntoma de mal gusto en una producción artística que no necesita adornos.
Después vino la inmersión en la magia, gracias a los pinceles de Diego Rivera.
Recordé la primera vez que entré en la capilla, en 1982. Nunca había conocido en vivo
una pintura y ver los murales representó todo un acontecimiento: me concentré en la
belleza de las formas; me maravilló la soltura y la desnudez de las mujeres, los trazos
en perspectiva de los hombres incrustrados en la pared, la viveza de las llamas, la
perfección de las manos. Me sentí enfebrecido y en cierto momento ya no quería
moverme. En esta nueva visita, coincidí con Darío en que el mural que más nos gusta
es el de La tierra dormida, que muestra a Tina Modotti desnuda, con el vientre un poco
abultado y la cabellera sobre la frente, un brazo extendido sobre el cuerpo y el otro
flexionado sobre la tierra, cuya mano protege el embrión de una planta. La imagen da
una sensación de reposo, a lo que contribuyen los escasos colores usados: el azul del
fondo, el negro de la cabellera, el verde de las plántulas, el color de la tierra. Una
imagen serena que contrasta con el lema de la institución: “Enseñar la explotación de la
tierra, no la del hombre”, producto de otra época, que tal vez debería revisarse a la luz
de los aportes ambientalistas.
En la pequeña tienda del torreón saludé a Rosita, maestra de historia de la
prepa, y adquirí Capilla riveriana (guía realizada por Consuelo Muñoz, a quien me
habría gustado ver) y el llavero conmemorativo: un óvalo de fondo azulado, sobre el
cual van grabadas en mayúsculas las letras del 150 aniversario en la parte superior;
abajo, los años 1854-2004. Inserta y en relieve, una reproducción bien trabajada del
escudo, con fondo también azul, y del Edificio Principal, con sus torreones, sus
araucarias y su pintura blanca; debajo, el nombre de Chapingo en cursivas.
Al salir, vimos a José Luis (conocido mundialmente como el Chino), ex
estudiante de Chapingo. La tarde declinaba y estábamos cansados. Darío, Pablo y yo
fuimos a tomar unas cervezas al restaurante La Cava de León, lleno de egresados. Allí
vimos de nuevo a Silvano y a Cigala, y saludé a Lenin, su esposa Lucy y Juan Manuel de Luna. Lenin no dejó de reparar maliciosamente en mi gordura. Le hice el comentario
que me encargó Coné: “Dijo que te dijera que estás más negro de lo que te recuerda.”
Sonrió. Ya en la mesa con Pablo y Darío, probamos unos escamoles y nos tomamos
tres cervezas. Platicamos poco, pues una de las bandas, contratada por un grupo de
egresados, estuvo tocando como dos horas, sobre todo música oaxaqueña: “Dios
nunca muere”, “La sanmarqueña”... Anochecía cuando salimos rumbo a Texcoco,
donde Pablo se quedaría; Darío y yo tomaríamos el autobús rumbo a la Ciudad de
México y todavía iríamos al cine a ver Swimming pool, de Francois Ozon.
Así terminó el recorrido por el espacio de un día, en el que la celebración de 150 años
de la universidad se conjuntó con los 15 años de nuestro egreso; haciendo cálculos, se
puede decir que somos la generación de diez por ciento. El recuento de nombres
necesariamente está incompleto y no voy a justificar las fallas de la memoria. Además
de la carne de las anécdotas, faltan los amores, desamores, contrincantes (que no
mencionaré) y la galería de afectos, Margarita Bastida, Judith Báez, Hilda Árciga
Cruzaley, Valentina Trueba, María Nava, Andrés Mercado, José Luis Salinas, Francisco
Zavala, Rosalinda Martínez Nieves, José Luis Murillo, Octavio Becerra, Leonardo
Rodríguez, Lucio Estévez, Arlett Rodríguez, Irina Trueba, Javier Martínez, Armando
García y su mujer, Alejandra, Alejandro Musalem, Javier Ramírez, Violeta Vidal... Otras presencias
queridas siguen ahí, en la labor cotidiana de la universidad: Patricia Castillejos,
Concepción Pitalúa, Gildardo Montoya, Georgina Ríos, Jorge Díaz, Sandra Laura
Pérez, Germán y Adelina Schultz, Jacobo Montoya, Chela, Tere, Tito... Y, por
supuesto, resiento la dolorosa ausencia de Tomás Rosas, Gustavo Rovirosa, el Tlacoyo...