Cómo me hice lector
Pedro Cabrera Cabrera
No recuerdo
cómo aprendí a leer. Una espesa bruma se instala en la memoria cuando intento
adentrarme en mis primeros días de escuela. No sé cómo aprendí a distinguir la o
por lo redondo o la flacura de la i porque esta pobre letra no había
comido. Nada retengo de los primeros trazos que darían pie a mi siempre dudosa
escritura a mano. Ni numerosas sesiones de psicoanálisis ni los abandonos a la
terapia de la hipnosis ni consultas con brujas y chamanes me han devuelto esos
momentos que corresponden a la lejana infancia y que para mí ya están perdidos.
Quise atisbar en tan excepcional periodo cuando el menor de mis hijos,
Andrés, deletreaba con alguna dificultad sus primeras letras. Había pasado por
él un sábado en la mañana a la casa donde vive con su mamá (tenemos mucho
tiempo separados) en la colonia Avante y nos trepamos al trolebús para ir a
visitar a mi hermana Lidia, que vive en la colonia Juárez. Yo había comprado el
periódico (La Jornada) y, sentados los dos (Andrés y yo), estuve
revisando algunas noticias. Entonces lo escuché: su voz era un susurro apenas
audible, que sobresalía del murmullo de la ciudad, con su algarabía de gente y
el ruido de los autos.
─¿Qué dices?, le pregunté.
Y entonces repitió, en una voz un poco más alta, lo que
había dicho:
─En veinte años habrá problemas de aua en el
territorio de México.
Estaba leyendo el titular de la contra del periódico. Sé
que sonreí (sentía una sensación de alegría en mi pecho que se extendía a otras
partes de mi cuerpo) y le pedí que leyera otros titulares. Él lo hizo. Noté que
aún tenía dificultades para leer los fonemas con g, pero yo ya no tenía
dudas: mi hijo había aprendido a leer. Y así se lo dije:
─¡Ya sabes leer! ─Pero su respuesta me congeló:
─No, todavía no sé.
En casa de mi hermana, cuando conté el suceso, él mantuvo
su negación. Era noviembre de 2007. Andrés estaba cerca de los siete años y ya
sabía descifrar lo que ocultan en su trazo las misteriosas letras. Sin embargo,
tampoco esto sirvió para exorcizar los demonios que cubren mi memoria.
Pero sí recuerdo qué libro me
despertó el ansia de la lectura. Fue El gato con botas. Era una edición
ilustrada, a color. Apenas si me acuerdo de su tamaño pequeño, de los numerosos
colores, de los dibujos del gato, de los globos de los diálogos. Tal vez lo más
presente aún hoy es mi extrañeza ante el insólito hecho de que un gato pudiera
hablar y pensar y usar unas botas, esgrimir una espada, vivir aventuras. Yo
veía a los mininos que rondaban mi casa y me parecían tan simples y
descoloridos, tan apáticos, tan metidos en sí mismos, tan desdeñosos y lejanos,
tan ausentes, tan distantes, que de alguna manera sabía que no tenían mucho que
ver con ese gato apuesto y gentil que me mostraba el libro.
El cuento llegó a mis manos junto con
otro, del cual no tengo el menor recuerdo. Con la distancia comprendo que no
significó tanto como El gato con botas; al menos, no me generó esa
extrañeza, ese estado en que caía ante un mundo que funcionaba con reglas
diferentes de las que regían el mundo diario en que me desarrollaba. Mi padre
me obsequió ambos libros y es tal vez el regalo más preciado que me dio en toda
su vida. O al menos el que más contribuyó a definirme como un lector de tiempo
completo. O como una persona que disfruta la lectura.
Un día, cuando tuve una infección de
las vías respiratorias y me quedé en cama, en casa, con fiebre, durante dos o
tres días y disfruté el regocijo de no ir a la escuela, mi papá fue al Pueblo
(como le decíamos a Pénjamo) y regresó con dos libritos, tal vez como un
aliciente para que me recuperara de la enfermedad.
Mi hermana mayor, Ana María, quien me
inyectaba, comenzó a leerlos para mí. Pero yo había aprendido a leer y por mi
cuenta descifraba los símbolos; una y otra vez asistí como espectador y
cómplice a las aventuras de un gato que no existía en mi realidad, pero que de
alguna manera me hablaba y me decía que en el mundo habitan otras
posibilidades. Ese estímulo fue como la abertura de una ventana que con el
tiempo se haría cada vez más mayor hasta ser el mirador más grande desde el que
atisbo el Universo.
Luego vinieron otras lecturas: las
del libro de texto. Yo vivía en una comunidad rural, alejada del mundo. Aunque
ya se había instalado la electricidad y poco a poco los hogares comenzaban a
albergar televisores para asistir al espectáculo del mundo, el camino de
terracería que nos comunicaba en épocas de sequía se volvía casi intransitable
cuando llegaban las abundantes lluvias. Pocas personas contaban con vehículos
para salir del rancho y pasaban sólo dos autobuses al día que iban a Pénjamo. A
pesar de esto, mi sentido de aislamiento era casi total. Casi nadie tenía
libros en casa y los únicos disponibles eran los que llegaban a la escuela,
entre ellos los libros de texto.
Allí empecé a leer diferentes
historias. No importaba si en la escuela se leían o no, yo revisaba los libros
de lecturas y encontraba elementos para llenar mi imaginación. Recuerdo una
historia: la del tlacuache que comía tunas. Mientras las pelaba para comerlas,
se le acercó un coyote, que lo amenazó con comérselo si no las compartía con
él. Así, el tlacuache pelaba las tunas y se las lanzaba al coyote, hasta que se
cansó y le mandó una tuna sin pelar. El coyote se espinó y el tlacuache pudo
huir.
En las frías madrugadas de El Varal
de Cabrera, el pueblo de donde soy originario, yo contaba estas historias a mi
padre mientras el viento me helaba la cara y caminábamos rumbo a la granja de
mi padre, que estaba del otro lado de la carretera. Veía el cielo lleno de
estrellas y trataba de descubrir las constelaciones: Orión, mi favorita y la
más fácil, ligada a mi formación católica, pues el cinturón tiene tres
estrellas, que son los Reyes Magos; la Osa Mayor (o el Arado, según recuerdo
que decía mi padre), la Osa Menor. Incluso identifiqué Venus como la estrella
de la mañana e intuí, por el color rojizo, a Marte.
Tiempo después, en mis observaciones
nocturnas descubrí Algol, la estrella del Diablo según la mitología árabe,
mientras orinaba: una estrella que brillaba, de pronto dejaba de hacerlo y se
encendía poco después. Era una estrella doble: una con luz propia, otra sin
brillo, que gira alrededor de la primera y la oculta cuando intersecta nuestra
visión. Los griegos vieron en esa estrella el sueño y el despertar de Cástor y
Pólux, los gemelos hermanos de Elena (nacidos todos de un huevo), la hermosa
mujer por quien se disputaría la ciudad de inmensas murallas, Troya. El dato lo
descubrí en un libro de astronomía. No recuerdo su título, pero aún su
contenido me acompaña, sobre todo en las noches que paso en mi tierra natal y
quiero repetir mi descubrimiento en el cielo estrellado sin lograrlo.
Poco después descubrí en la escuela
las Lecturas clásicas para niños, que
había publicado José Vasconcelos en los años veinte del siglo XX. Lo más seguro
es que se tratara de una reimpresión (creo que la de 1971), porque ya había
pasado mucho tiempo desde la edición original. Le pedí el libro al profesor
Alejo Espitia y me permitió llevármelo a mi casa. Para mí fueron un tesoro los
dos tomos en blanco y negro. Me maravillé con “El gigante egoísta”, “El
príncipe feliz” y “El ruiseñor y la rosa”, de Óscar Wilde. Allí me encontré
también con “El patito feo” de Hans Christian Andersen, “Pulgarcito” de Charles
Perrault. Había también historias de Las mil y una noches (“La historia
del árbol que canta, la fuente de oro y el pájaro que habla”, “Simbad el Marino”,
por ejemplo), textos seleccionados de la Biblia (“Ruth”, “Raquel”), de Los
Vedas (“La historia de Manu”), de El Quijote (la infaltable narración de los
molinos de viento), de Leon Tolstoi (“En donde está el amor ahí está Dios”), de
la Ilíada y la Odisea (el relato de Circe y el del Cíclope).
Sé que a mi padre le gustaba que le
platicara estas historias porque presumía con sus amigos de que yo se las
contaba. Varias veces tuve que repetirlas ante ellos, en sus borracheras,
cuando jugaban a competir cuál de sus hijos era “más inteligente” que los
chilpayates de sus compañeros de juerga. Más adelante estos encuentros con mi
padre se suspendieron. Tal vez fue que crecí y llegaron otros hermanos que me
desplazaron de su atención. Lo cierto es que partir de cierta edad ya no pude
compartirle mis lecturas, las fabulosas historias que extraía de las páginas
impresas.
En el libro de sexto grado me
conmocionó el relato de un niño de mi edad que, al concluir la escuela
primaria, tenía que dejar su pueblo y sus amigos. Lo leí muchas veces, no
recuerdo cuántas. Y siempre un sentimiento de orfandad y de tristeza hacían la
luz más tenue, más incierto el futuro, más nostálgico el tiempo por venir, más
terrible la vida, más inconstante el mundo y sus miserias.
En sexto grado aprendí de memoria “La
suave patria”, el inmenso poema del jerezano Ramón López Velarde. Lo recitamos
en grupo durante unos honores a la Bandera el 24 de febrero. En la secundaria
ingresé al Club de Poesía y fue el poema que la maestra de español eligió para
toda fiesta cívica: lo declamamos en Corralejo de Hidalgo en el aniversario del
nacimiento del Padre de la Patria (8 de mayo), en los festejos del 15 de
septiembre, en la conmemoración del inicio de la Revolución mexicana (20 de noviembre),
en el aniversario del nacimiento de Benito Juárez (21 de marzo) y hasta en la
visita a Pénjamo del candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a
la Presidencia de la República, Miguel de la Madrid Hurtado, que coincidió con
la inauguración de un monumento a Lázaro Cárdenas del Río, el 18 de marzo de
1982, el día de la expropiación petrolera, una fecha que en la actualidad forma
parte del panteón de las efemérides caducas.
“La suave patria”, que en cinco años
más cumplirá el centenario de que fue escrito, es un poema que no entiendo. Se
me escapa el sentido de muchas de sus metáforas: “sobre tu capital, cada hora
vuela, ojerosa y pintada/ en carretela/ y en tu provincia del reloj en vela/
que rondan los palomos colipavos/ las campanadas caen como centavos”, o “en
calles como espejo se vacía, el santo olor de la panadería”, por ejemplo. Pero
su sonoridad, sus aliteraciones, las frases contundentes, me siguen cautivando.
Este poema me ha acompañado gran parte de mi vida. En estos tiempos lo recito a
mi hijo mayor, Pedro (que estudia letras francesas en la Facultad de Filosofía
y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM) y lo comento con
él.
Incluso, en 1992, cuando estudiaba el
diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Sociedad
General de Escritores Mexicanos (Sogem) me permitió el acercamiento a José
Antonio Alcaraz, que fue mi profesor de historia de la cultura. Mientras él
comentaba la importancia del poema y la dificultad de desentrañar metáforas
como “la carreta alegórica de paja”, citó equivocadamente unos versos (tal vez
a propósito) y yo caí en la provocación: lo corregí. Entonces me preguntó: “¿Te
lo sabes de memoria?”. Contesté que sí. Y su respuesta fue contundente: “Yo no.
Prefiero disfrutarlo cada vez que lo leo”. Ese breve encuentro dio motivo a
distintas discusiones sobre López Velarde y el poema en cuestión.
Vuelvo a la época de mis lecturas de
primaria, cuando también me aficioné a las historietas. Dos de mis hermanos
mayores sobre todo, Juan y Teresa (tengo diez hermanos), consumían cada semana,
de manera constante, una buena cantidad de revistas de monitos. Chanoc,
Destinos opuestos, La novela policiaca, Kalimán, Memín
Pinguín (que siempre decíamos Pingüín), Novelas inmortales, Águila
Negra, El libro vaquero, El libro policiaco, Fantomas,
en sepia, blanco y negro o a color, me mostraron mundos distintos del que yo
miraba todos los días.
En Lagrimas y risas y amor,
descubrí diferentes historias. Rarotonga y su melena rizada, con sus grandes
pechos y su sensualidad; “El pecado de Oyuki”: la historia de una geisha
japonesa que se enamora de un inglés y todo lo que tiene que padecer por su
amor; “Paulina, Orlando y Fabiola”, cuyo eslogan decía: “Descendió desde las
alturas para ponerse al nivel de su amado”, que es el relato de un joven
estudiante mexicano que se enamora de una princesa en París y ella de él. Años
después descubrí que algunas de estas historias que refritos de otras: novelas
y óperas, que la pluma de Yolanda Vargas Dulché adaptó para su gran público.
También tenía acceso a los cómics:
“Periquita”, “El fantasma”, “Siempre hay alguien así”, “Charlie Brown”, “El
Príncipe Valiente”, “Educando a papá”, otras realidades mostradas tal vez de
manera simplista, pero con humor que me alegraba las tardes. El acceso era
posible debido a mi papá tenía una tienda y compraba periódico a granel para
envolver diversos productos cuando el plástico aún no inundaba nuestras vidas.
Él hacía capiruchos con los que envolvía frijol, lentejas, habas, maíz y otros productos.
Yo elegía las páginas en las que había monitos y crucigramas, tras leer y
resolverlos, los regresaba para que cumplieran su misión de contenedores.
Mi padre era lector de Casos de
Alarma! Y en esa revista descubrí los horrores y las delicias de la nota
roja: un hombre que se disfrazaba para timar personas en la central de
autobuses, una mujer que decía ser bruja y extorsionó a numerosos individuos,
un mujercito que cortó la lengua a su amante mientras lo besaba, choques de
autobuses que dejaban muchos muertos, militares que mataban a sus enemigos por
venganza... Sé que una lectura de este tipo desagrada a muchas personas, que la
consideran, al igual que las historietas, poco formativa, entre varios
adjetivos que intentan mostrar su “mala” calidad. Pero era parte de la escasa
oferta y también la disfruté.
A la par, mi educación sentimental se
alimentaba con la música: mi hermano Raúl, estudiante de la preparatoria en
Irapuato y luego de la licenciatura en administración de empresas en Celaya,
sintonizaba en la radio el rock de los años sesenta: los Teen Tops, los
Rebeldes del Ritmo, Enrique Guzmán, César Costa, Angélica María, entre otros,
mientras mi madre escuchaba a los clásicos de la canción ranchera: Pedro
Infante, Javier Solís, José Alfredo Jiménez, Lucha Reyes... Mi hermano mayor,
el primogénito, Baudelio, vivió como emigrante en los Estados Unidos y desde
allá trajo discos de acetato de The Eagles, Simon and Garfunkel, Creedeance Clearwater
Revival y hasta de Joan Manuel Serrat, pero esa es otra historia. Queda aquí
como apunte de la mezcolanza de música que escuchaba en esos años.
En los años de la educación
secundaria también tuve algunas lecturas. Recuerdo de esa época Marianela
de Benito Pérez Galdós, La Navidad en las montañas y El Zarco de
Ignacio Manuel Altamirano, un libro sobre los misterios de las pirámides de
Egipto, cuyo título no recuerdo, El galano arte de leer, todos de la
biblioteca de la secundaria técnica donde estudiaba (la número 9, situada en
Pénjamo, Guanajuato).
Hubo un libro que no tenía portada,
por lo que nunca supe el título y no sé cómo llegó a mi casa. En la primera
parte contenía textos de historia de los egipcios, Mesopotamia, los fenicios,
los griegos, los romanos y la Edad Media, con breves biografías de personajes
como el legislador Solón, Licurgo; en la segunda parte, en hojas de un color
verdoso, una selección de lírica española: Fray Luis de León, Gutierre de
Cetina, Garcilaso de la Vega, Sor Juana Inés de la Cruz (las “Redondillas”, “Al
que amante me sigue, dejo ingrata”), Quevedo (“Un soneto me manda a hacer
Violante...”), Góngora, Lope de Vega, Gustavo Adolfo Bécquer (“Volverán las
oscuras golondrinas...”, “¿Qué es poesía?”), Rubén Darío (“Los motivos del
lobo”), el poema “No me mueve mi Dios para quererte...”, considerado anónimo en
el libro. Lo descubrí entre un montón de libros de texto de mis hermanos, de
esos que tenían en la primera de forros la reproducción del cuadro de la Patria
de Enrique González Camarena. Todos estos libros despertaron mi interés por la
historia y me sirvieron para hacer trabajos de esta asignatura.
Por ese tiempo, un pretendiente de mi
hermana Lidia que finalmente terminaría siendo su esposo (Roberto Martínez) y
vivía en la Ciudad de México, comenzó a regalarle libros: varios de Hermann
Hesse (Demian, La ruta interior, El lobo estepario), la Canasta
de cuentos mexicanos de B. Traven y otros que no recuerdo y que hurtaba a
escondidas cuando los miraba abandonados en algún lugar y fingía que no sabía
nada de ellos cuando mi hermana preguntaba. Incurría en esta práctica porque
una vez vi Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y se lo pedí
para leerlo. Me lo negó con el argumento de que no iba a entenderlo.
No sé qué se hicieron los libros de
mi infancia. Lo más seguro es que el fuego los haya consumido. Era el destino
de muchos impresos, incluyendo los libros de texto. Por un tiempo subsistían,
yendo de un lugar para otro, a veces amontonados en cajas hasta que alguien se
hartaba de su presencia y los condenaba a las llamas. No recuerdo haber sido
nunca testigo de esta sencilla mecánica en mi casa, porque de haber estado
presente lo habría impedido, pero sí lo vi en casas vecinas. Varias veces, al
extrañar algún libro, pregunté por él y por otros; mis hermanas y mi mamá
enmudecieron. Esta práctica, por lo que sé, sigue reproduciéndose en mi pueblo
con una constancia perniciosa. Aún mi gente no le concede valor a los impresos.
Con la desaparición de esos libros de
mi infancia y de algunos que luego llevé para sortear los tiempos de las
vacaciones escolares, perdí no sólo los testigos de mis primeras lecturas, sino
también la posibilidad de volver a ellas, de recrear el contenido de sus
páginas, de volverme a embeber en esas letras que tenían la misteriosa
capacidad de transformarse en imágenes e historias.
Mi ingreso a la preparatoria me
abriría otras posibilidades de lectura y también la necesidad de adquirir
libros. Era 1982 y fue entonces cuando salí de mi pueblo para estudiar en una
escuela situada cerca de Texcoco y de la Ciudad de México: la Universidad
Autónoma Chapingo. Yo había presentado el examen de admisión en Celaya y no
tenía mucha idea de lo que era esta universidad, aunque mi hermano Francisco
estudió un año en ella y desertó debido a la pesada carga académica.
En un botadero que se encontraba a la
salida de la universidad compré un libro de pasta dura. Eran las Obras
de Xavier Villaurrutia editadas por el Fondo de Cultura Económica. El libro no
estaba en el mejor de los estados, pero me proporcionó grandes momentos de
placentera lectura, en especial de los poemas de Villaurrutia: los nocturnos
(“Nocturno de la estatua”, “Nocturno en que nada se oye”, “Nocturno rosa”,
“Nocturno mar”, “Nocturno miedo”), “Décima muerte”, “Amor condusse noi ad una
morte”, “Décimas de nuestro amor”. Leí el libro completo. Sus más de mil hojas
en papel muy delgado me estimularon a escribir algunos poemillas que por
fortuna se han perdido. No sabía quién era Villaurrutia y debo reconocer que
buena parte de su teatro me aburrió, así como su novela “Dama de corazones”.
Tampoco supe obtener mucho provecho de su crítica de poesía y de arte, salvo
quizás por las referencias: con el tiempo, buscaría los libros de Salvador
Novo, Jorge Cuesta, Rainer María Rilke, Paul Valéry y algunos más.
Algo me llamó la atención y me
emocionó: Villaurrutia habla de la Capilla de Chapingo en un texto sobre la
pintura de Diego Rivera. Describe un poco la universidad, entonces Escuela
Nacional de Agricultura, su lema (“Aquí se enseña a explotar la tierra, no a
los hombres”) y lo que pintó en el vestíbulo, el zaguán y la escalera, a decir
del poeta, con un sentido muy popular. De la Capilla señala que se trata de la
obra más completa de Rivera. Yo había visto la Capilla durante la primera
semana que estuve en Chapingo. Un deslumbramiento me había hecho abrir los ojos
y fijarme en el fuego que parecía arder vivo y en el maravilloso desnudo de “La
tierra dormida”, cuyo modelo, supe después, era Tina Modotti. El texto de
Villaurrutia me confirmó que estaba ante la grandeza.
Más adelante, durante la asignatura
de literatura hispanoamericana, tendrían lugar otros descubrimientos, cuando
comencé a leer de una forma desmesurada, tal vez como nunca he vuelto a
hacerlo. La guía del profesor Rolando Rosas fue certera y alimentó mucho mi
entusiasmo. Nos leía poemas de César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda,
Octavio Paz, Jaime Sabines, Efraín Huerta. Nos recomendaba libros, pero las
bibliotecas de Chapingo, especializadas en agronomía, tenían muy pocos títulos
de literatura: en la Biblioteca Central sólo encontré La feria y Confabulario
de Juan José Arreola, entre los que recuerdo. Vamos, ni siquiera contaban con
los libros de Juan Rulfo o las novelas de la revolución mexicana. En la
biblioteca de la preparatoria solicité varias veces una antología que
representó una verdadera joya: El cuento hispanoamericano de Seymour
Menton, uno de los pocos títulos literarios que había. Allí conocí varios
autores de maravillosos cuentos: José Agustín, Esteban Echeverría, Horacio
Quiroga, Jorge Ferretis, entre otros.
En eso conseguí Cien años de
soledad de Gabriel García Márquez y Pedro Páramo de Juan Rulfo.
Fueron verdaderas revelaciones, la inmersión en mundos que conocía y que sentí
míos, como si yo hubiera nacido y crecido en Macondo y Comala y conociera a los
personajes y los acontecimientos, a pesar de las diferencias que hay entre la
vegetación y el clima de Macondo y el lugar donde nací.
Tan absorto estaba en la lectura del
libro del colombiano que una noche, en el cuarto que rentaba en San Luis
Huexotla con tres compañeros de estudios, mientras leía sobre el aguacero que
asolaba a Macondo, casi otro diluvio universal, tuve la necesidad de salir al
baño compartido de la casa, ubicado fuera, tras un enorme patio al que se podía
llegar tras rodear parte de la construcción. Yo tenía la sensación de que
afuera llovía y me cubrí con una sudadera con capucha. Salí y afuera la luna
brillaba intensamente. Al regresar mis compañeros, que me habían observado en
silencio, se burlaron de mí: decían que me había preparado para enfrentar una
lluvia que tardaría meses en presentarse.
Por ese tiempo también me aficioné a
comprar revistas y periódicos. Nexos, Vuelta, Plural, Casa
del tiempo, la Revista de la Universidad, además de ofrecerme
hermosos textos, me dieron pistas para ampliar mi universo de lectura. Lo mismo
pasó con los periódicos y sus suplementos literarios. Por ese tiempo se fundó La
Jornada y era lectura obligada el suplemento del unomásuno, Sábado,
dirigido por Huberto Batis, quien acicateaba debates llamados “desolladeros”.
Jorge Luis Borges, Julio Cortázar,
Mario Benedetti, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti, Honoré
de Balzac, Stendhal, Flaubert, Fedor Dostoievski, Virginia Wolf, Thomas Mann,
Franz Kafka y otros más conformarían la nómina de autores que frecuenté en esos
años. Más adelante se sumarían otros escritores que han resultado entrañables:
Clarice Lispector, Raymond Carver, Naguib Mafouz, Italo Calvino...
Aquí termina el recuento de los
momentos fundamentales que me permitieron hacerme lector. Los años posteriores
fueron un ejercicio constante de esta afición que es parte permanente de mi
vida. Esto, sin duda, influyó en mi decisión de dedicarme a hacer libros en
lugar de ejercer la carrera que estudié, de la que ostento el título de
ingeniero agrónomo especialista en economía agrícola.
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