miércoles, 14 de diciembre de 2016

Cómo me hice lector

Cómo me hice lector

Pedro Cabrera Cabrera


No recuerdo cómo aprendí a leer. Una espesa bruma se instala en la memoria cuando intento adentrarme en mis primeros días de escuela. No sé cómo aprendí a distinguir la o por lo redondo o la flacura de la i porque esta pobre letra no había comido. Nada retengo de los primeros trazos que darían pie a mi siempre dudosa escritura a mano. Ni numerosas sesiones de psicoanálisis ni los abandonos a la terapia de la hipnosis ni consultas con brujas y chamanes me han devuelto esos momentos que corresponden a la lejana infancia y que para mí ya están perdidos.
Quise atisbar en tan excepcional periodo cuando el menor de mis hijos, Andrés, deletreaba con alguna dificultad sus primeras letras. Había pasado por él un sábado en la mañana a la casa donde vive con su mamá (tenemos mucho tiempo separados) en la colonia Avante y nos trepamos al trolebús para ir a visitar a mi hermana Lidia, que vive en la colonia Juárez. Yo había comprado el periódico (La Jornada) y, sentados los dos (Andrés y yo), estuve revisando algunas noticias. Entonces lo escuché: su voz era un susurro apenas audible, que sobresalía del murmullo de la ciudad, con su algarabía de gente y el ruido de los autos.

¿Qué dices?, le pregunté.

Y entonces repitió, en una voz un poco más alta, lo que había dicho:

En veinte años habrá problemas de aua en el territorio de México.

Estaba leyendo el titular de la contra del periódico. Sé que sonreí (sentía una sensación de alegría en mi pecho que se extendía a otras partes de mi cuerpo) y le pedí que leyera otros titulares. Él lo hizo. Noté que aún tenía dificultades para leer los fonemas con g, pero yo ya no tenía dudas: mi hijo había aprendido a leer. Y así se lo dije:

¡Ya sabes leer! Pero su respuesta me congeló:

No, todavía no sé.

En casa de mi hermana, cuando conté el suceso, él mantuvo su negación. Era noviembre de 2007. Andrés estaba cerca de los siete años y ya sabía descifrar lo que ocultan en su trazo las misteriosas letras. Sin embargo, tampoco esto sirvió para exorcizar los demonios que cubren mi memoria.
Pero sí recuerdo qué libro me despertó el ansia de la lectura. Fue El gato con botas. Era una edición ilustrada, a color. Apenas si me acuerdo de su tamaño pequeño, de los numerosos colores, de los dibujos del gato, de los globos de los diálogos. Tal vez lo más presente aún hoy es mi extrañeza ante el insólito hecho de que un gato pudiera hablar y pensar y usar unas botas, esgrimir una espada, vivir aventuras. Yo veía a los mininos que rondaban mi casa y me parecían tan simples y descoloridos, tan apáticos, tan metidos en sí mismos, tan desdeñosos y lejanos, tan ausentes, tan distantes, que de alguna manera sabía que no tenían mucho que ver con ese gato apuesto y gentil que me mostraba el libro.
El cuento llegó a mis manos junto con otro, del cual no tengo el menor recuerdo. Con la distancia comprendo que no significó tanto como El gato con botas; al menos, no me generó esa extrañeza, ese estado en que caía ante un mundo que funcionaba con reglas diferentes de las que regían el mundo diario en que me desarrollaba. Mi padre me obsequió ambos libros y es tal vez el regalo más preciado que me dio en toda su vida. O al menos el que más contribuyó a definirme como un lector de tiempo completo. O como una persona que disfruta la lectura.
Un día, cuando tuve una infección de las vías respiratorias y me quedé en cama, en casa, con fiebre, durante dos o tres días y disfruté el regocijo de no ir a la escuela, mi papá fue al Pueblo (como le decíamos a Pénjamo) y regresó con dos libritos, tal vez como un aliciente para que me recuperara de la enfermedad.
Mi hermana mayor, Ana María, quien me inyectaba, comenzó a leerlos para mí. Pero yo había aprendido a leer y por mi cuenta descifraba los símbolos; una y otra vez asistí como espectador y cómplice a las aventuras de un gato que no existía en mi realidad, pero que de alguna manera me hablaba y me decía que en el mundo habitan otras posibilidades. Ese estímulo fue como la abertura de una ventana que con el tiempo se haría cada vez más mayor hasta ser el mirador más grande desde el que atisbo el Universo.
Luego vinieron otras lecturas: las del libro de texto. Yo vivía en una comunidad rural, alejada del mundo. Aunque ya se había instalado la electricidad y poco a poco los hogares comenzaban a albergar televisores para asistir al espectáculo del mundo, el camino de terracería que nos comunicaba en épocas de sequía se volvía casi intransitable cuando llegaban las abundantes lluvias. Pocas personas contaban con vehículos para salir del rancho y pasaban sólo dos autobuses al día que iban a Pénjamo. A pesar de esto, mi sentido de aislamiento era casi total. Casi nadie tenía libros en casa y los únicos disponibles eran los que llegaban a la escuela, entre ellos los libros de texto.
Allí empecé a leer diferentes historias. No importaba si en la escuela se leían o no, yo revisaba los libros de lecturas y encontraba elementos para llenar mi imaginación. Recuerdo una historia: la del tlacuache que comía tunas. Mientras las pelaba para comerlas, se le acercó un coyote, que lo amenazó con comérselo si no las compartía con él. Así, el tlacuache pelaba las tunas y se las lanzaba al coyote, hasta que se cansó y le mandó una tuna sin pelar. El coyote se espinó y el tlacuache pudo huir.
En las frías madrugadas de El Varal de Cabrera, el pueblo de donde soy originario, yo contaba estas historias a mi padre mientras el viento me helaba la cara y caminábamos rumbo a la granja de mi padre, que estaba del otro lado de la carretera. Veía el cielo lleno de estrellas y trataba de descubrir las constelaciones: Orión, mi favorita y la más fácil, ligada a mi formación católica, pues el cinturón tiene tres estrellas, que son los Reyes Magos; la Osa Mayor (o el Arado, según recuerdo que decía mi padre), la Osa Menor. Incluso identifiqué Venus como la estrella de la mañana e intuí, por el color rojizo, a Marte.
Tiempo después, en mis observaciones nocturnas descubrí Algol, la estrella del Diablo según la mitología árabe, mientras orinaba: una estrella que brillaba, de pronto dejaba de hacerlo y se encendía poco después. Era una estrella doble: una con luz propia, otra sin brillo, que gira alrededor de la primera y la oculta cuando intersecta nuestra visión. Los griegos vieron en esa estrella el sueño y el despertar de Cástor y Pólux, los gemelos hermanos de Elena (nacidos todos de un huevo), la hermosa mujer por quien se disputaría la ciudad de inmensas murallas, Troya. El dato lo descubrí en un libro de astronomía. No recuerdo su título, pero aún su contenido me acompaña, sobre todo en las noches que paso en mi tierra natal y quiero repetir mi descubrimiento en el cielo estrellado sin lograrlo.
Poco después descubrí en la escuela las Lecturas clásicas para niños, que había publicado José Vasconcelos en los años veinte del siglo XX. Lo más seguro es que se tratara de una reimpresión (creo que la de 1971), porque ya había pasado mucho tiempo desde la edición original. Le pedí el libro al profesor Alejo Espitia y me permitió llevármelo a mi casa. Para mí fueron un tesoro los dos tomos en blanco y negro. Me maravillé con “El gigante egoísta”, “El príncipe feliz” y “El ruiseñor y la rosa”, de Óscar Wilde. Allí me encontré también con “El patito feo” de Hans Christian Andersen, “Pulgarcito” de Charles Perrault. Había también historias de Las mil y una noches (“La historia del árbol que canta, la fuente de oro y el pájaro que habla”, “Simbad el Marino”, por ejemplo), textos seleccionados de la Biblia (“Ruth”, “Raquel”), de Los Vedas (“La historia de Manu”), de El Quijote (la infaltable narración de los molinos de viento), de Leon Tolstoi (“En donde está el amor ahí está Dios”), de la Ilíada y la Odisea (el relato de Circe y el del Cíclope).
Sé que a mi padre le gustaba que le platicara estas historias porque presumía con sus amigos de que yo se las contaba. Varias veces tuve que repetirlas ante ellos, en sus borracheras, cuando jugaban a competir cuál de sus hijos era “más inteligente” que los chilpayates de sus compañeros de juerga. Más adelante estos encuentros con mi padre se suspendieron. Tal vez fue que crecí y llegaron otros hermanos que me desplazaron de su atención. Lo cierto es que partir de cierta edad ya no pude compartirle mis lecturas, las fabulosas historias que extraía de las páginas impresas.
En el libro de sexto grado me conmocionó el relato de un niño de mi edad que, al concluir la escuela primaria, tenía que dejar su pueblo y sus amigos. Lo leí muchas veces, no recuerdo cuántas. Y siempre un sentimiento de orfandad y de tristeza hacían la luz más tenue, más incierto el futuro, más nostálgico el tiempo por venir, más terrible la vida, más inconstante el mundo y sus miserias.
En sexto grado aprendí de memoria “La suave patria”, el inmenso poema del jerezano Ramón López Velarde. Lo recitamos en grupo durante unos honores a la Bandera el 24 de febrero. En la secundaria ingresé al Club de Poesía y fue el poema que la maestra de español eligió para toda fiesta cívica: lo declamamos en Corralejo de Hidalgo en el aniversario del nacimiento del Padre de la Patria (8 de mayo), en los festejos del 15 de septiembre, en la conmemoración del inicio de la Revolución mexicana (20 de noviembre), en el aniversario del nacimiento de Benito Juárez (21 de marzo) y hasta en la visita a Pénjamo del candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a la Presidencia de la República, Miguel de la Madrid Hurtado, que coincidió con la inauguración de un monumento a Lázaro Cárdenas del Río, el 18 de marzo de 1982, el día de la expropiación petrolera, una fecha que en la actualidad forma parte del panteón de las efemérides caducas.
“La suave patria”, que en cinco años más cumplirá el centenario de que fue escrito, es un poema que no entiendo. Se me escapa el sentido de muchas de sus metáforas: “sobre tu capital, cada hora vuela, ojerosa y pintada/ en carretela/ y en tu provincia del reloj en vela/ que rondan los palomos colipavos/ las campanadas caen como centavos”, o “en calles como espejo se vacía, el santo olor de la panadería”, por ejemplo. Pero su sonoridad, sus aliteraciones, las frases contundentes, me siguen cautivando. Este poema me ha acompañado gran parte de mi vida. En estos tiempos lo recito a mi hijo mayor, Pedro (que estudia letras francesas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM) y lo comento con él.
Incluso, en 1992, cuando estudiaba el diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores Mexicanos (Sogem) me permitió el acercamiento a José Antonio Alcaraz, que fue mi profesor de historia de la cultura. Mientras él comentaba la importancia del poema y la dificultad de desentrañar metáforas como “la carreta alegórica de paja”, citó equivocadamente unos versos (tal vez a propósito) y yo caí en la provocación: lo corregí. Entonces me preguntó: “¿Te lo sabes de memoria?”. Contesté que sí. Y su respuesta fue contundente: “Yo no. Prefiero disfrutarlo cada vez que lo leo”. Ese breve encuentro dio motivo a distintas discusiones sobre López Velarde y el poema en cuestión.
Vuelvo a la época de mis lecturas de primaria, cuando también me aficioné a las historietas. Dos de mis hermanos mayores sobre todo, Juan y Teresa (tengo diez hermanos), consumían cada semana, de manera constante, una buena cantidad de revistas de monitos. Chanoc, Destinos opuestos, La novela policiaca, Kalimán, Memín Pinguín (que siempre decíamos Pingüín), Novelas inmortales, Águila Negra, El libro vaquero, El libro policiaco, Fantomas, en sepia, blanco y negro o a color, me mostraron mundos distintos del que yo miraba todos los días.
En Lagrimas y risas y amor, descubrí diferentes historias. Rarotonga y su melena rizada, con sus grandes pechos y su sensualidad; “El pecado de Oyuki”: la historia de una geisha japonesa que se enamora de un inglés y todo lo que tiene que padecer por su amor; “Paulina, Orlando y Fabiola”, cuyo eslogan decía: “Descendió desde las alturas para ponerse al nivel de su amado”, que es el relato de un joven estudiante mexicano que se enamora de una princesa en París y ella de él. Años después descubrí que algunas de estas historias que refritos de otras: novelas y óperas, que la pluma de Yolanda Vargas Dulché adaptó para su gran público.
También tenía acceso a los cómics: “Periquita”, “El fantasma”, “Siempre hay alguien así”, “Charlie Brown”, “El Príncipe Valiente”, “Educando a papá”, otras realidades mostradas tal vez de manera simplista, pero con humor que me alegraba las tardes. El acceso era posible debido a mi papá tenía una tienda y compraba periódico a granel para envolver diversos productos cuando el plástico aún no inundaba nuestras vidas. Él hacía capiruchos con los que envolvía frijol, lentejas, habas, maíz y otros productos. Yo elegía las páginas en las que había monitos y crucigramas, tras leer y resolverlos, los regresaba para que cumplieran su misión de contenedores.
Mi padre era lector de Casos de Alarma! Y en esa revista descubrí los horrores y las delicias de la nota roja: un hombre que se disfrazaba para timar personas en la central de autobuses, una mujer que decía ser bruja y extorsionó a numerosos individuos, un mujercito que cortó la lengua a su amante mientras lo besaba, choques de autobuses que dejaban muchos muertos, militares que mataban a sus enemigos por venganza... Sé que una lectura de este tipo desagrada a muchas personas, que la consideran, al igual que las historietas, poco formativa, entre varios adjetivos que intentan mostrar su “mala” calidad. Pero era parte de la escasa oferta y también la disfruté.
A la par, mi educación sentimental se alimentaba con la música: mi hermano Raúl, estudiante de la preparatoria en Irapuato y luego de la licenciatura en administración de empresas en Celaya, sintonizaba en la radio el rock de los años sesenta: los Teen Tops, los Rebeldes del Ritmo, Enrique Guzmán, César Costa, Angélica María, entre otros, mientras mi madre escuchaba a los clásicos de la canción ranchera: Pedro Infante, Javier Solís, José Alfredo Jiménez, Lucha Reyes... Mi hermano mayor, el primogénito, Baudelio, vivió como emigrante en los Estados Unidos y desde allá trajo discos de acetato de The Eagles, Simon and Garfunkel, Creedeance Clearwater Revival y hasta de Joan Manuel Serrat, pero esa es otra historia. Queda aquí como apunte de la mezcolanza de música que escuchaba en esos años.
En los años de la educación secundaria también tuve algunas lecturas. Recuerdo de esa época Marianela de Benito Pérez Galdós, La Navidad en las montañas y El Zarco de Ignacio Manuel Altamirano, un libro sobre los misterios de las pirámides de Egipto, cuyo título no recuerdo, El galano arte de leer, todos de la biblioteca de la secundaria técnica donde estudiaba (la número 9, situada en Pénjamo, Guanajuato).
Hubo un libro que no tenía portada, por lo que nunca supe el título y no sé cómo llegó a mi casa. En la primera parte contenía textos de historia de los egipcios, Mesopotamia, los fenicios, los griegos, los romanos y la Edad Media, con breves biografías de personajes como el legislador Solón, Licurgo; en la segunda parte, en hojas de un color verdoso, una selección de lírica española: Fray Luis de León, Gutierre de Cetina, Garcilaso de la Vega, Sor Juana Inés de la Cruz (las “Redondillas”, “Al que amante me sigue, dejo ingrata”), Quevedo (“Un soneto me manda a hacer Violante...”), Góngora, Lope de Vega, Gustavo Adolfo Bécquer (“Volverán las oscuras golondrinas...”, “¿Qué es poesía?”), Rubén Darío (“Los motivos del lobo”), el poema “No me mueve mi Dios para quererte...”, considerado anónimo en el libro. Lo descubrí entre un montón de libros de texto de mis hermanos, de esos que tenían en la primera de forros la reproducción del cuadro de la Patria de Enrique González Camarena. Todos estos libros despertaron mi interés por la historia y me sirvieron para hacer trabajos de esta asignatura.
Por ese tiempo, un pretendiente de mi hermana Lidia que finalmente terminaría siendo su esposo (Roberto Martínez) y vivía en la Ciudad de México, comenzó a regalarle libros: varios de Hermann Hesse (Demian, La ruta interior, El lobo estepario), la Canasta de cuentos mexicanos de B. Traven y otros que no recuerdo y que hurtaba a escondidas cuando los miraba abandonados en algún lugar y fingía que no sabía nada de ellos cuando mi hermana preguntaba. Incurría en esta práctica porque una vez vi Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y se lo pedí para leerlo. Me lo negó con el argumento de que no iba a entenderlo.
No sé qué se hicieron los libros de mi infancia. Lo más seguro es que el fuego los haya consumido. Era el destino de muchos impresos, incluyendo los libros de texto. Por un tiempo subsistían, yendo de un lugar para otro, a veces amontonados en cajas hasta que alguien se hartaba de su presencia y los condenaba a las llamas. No recuerdo haber sido nunca testigo de esta sencilla mecánica en mi casa, porque de haber estado presente lo habría impedido, pero sí lo vi en casas vecinas. Varias veces, al extrañar algún libro, pregunté por él y por otros; mis hermanas y mi mamá enmudecieron. Esta práctica, por lo que sé, sigue reproduciéndose en mi pueblo con una constancia perniciosa. Aún mi gente no le concede valor a los impresos.
Con la desaparición de esos libros de mi infancia y de algunos que luego llevé para sortear los tiempos de las vacaciones escolares, perdí no sólo los testigos de mis primeras lecturas, sino también la posibilidad de volver a ellas, de recrear el contenido de sus páginas, de volverme a embeber en esas letras que tenían la misteriosa capacidad de transformarse en imágenes e historias.
Mi ingreso a la preparatoria me abriría otras posibilidades de lectura y también la necesidad de adquirir libros. Era 1982 y fue entonces cuando salí de mi pueblo para estudiar en una escuela situada cerca de Texcoco y de la Ciudad de México: la Universidad Autónoma Chapingo. Yo había presentado el examen de admisión en Celaya y no tenía mucha idea de lo que era esta universidad, aunque mi hermano Francisco estudió un año en ella y desertó debido a la pesada carga académica.
En un botadero que se encontraba a la salida de la universidad compré un libro de pasta dura. Eran las Obras de Xavier Villaurrutia editadas por el Fondo de Cultura Económica. El libro no estaba en el mejor de los estados, pero me proporcionó grandes momentos de placentera lectura, en especial de los poemas de Villaurrutia: los nocturnos (“Nocturno de la estatua”, “Nocturno en que nada se oye”, “Nocturno rosa”, “Nocturno mar”, “Nocturno miedo”), “Décima muerte”, “Amor condusse noi ad una morte”, “Décimas de nuestro amor”. Leí el libro completo. Sus más de mil hojas en papel muy delgado me estimularon a escribir algunos poemillas que por fortuna se han perdido. No sabía quién era Villaurrutia y debo reconocer que buena parte de su teatro me aburrió, así como su novela “Dama de corazones”. Tampoco supe obtener mucho provecho de su crítica de poesía y de arte, salvo quizás por las referencias: con el tiempo, buscaría los libros de Salvador Novo, Jorge Cuesta, Rainer María Rilke, Paul Valéry y algunos más.
Algo me llamó la atención y me emocionó: Villaurrutia habla de la Capilla de Chapingo en un texto sobre la pintura de Diego Rivera. Describe un poco la universidad, entonces Escuela Nacional de Agricultura, su lema (“Aquí se enseña a explotar la tierra, no a los hombres”) y lo que pintó en el vestíbulo, el zaguán y la escalera, a decir del poeta, con un sentido muy popular. De la Capilla señala que se trata de la obra más completa de Rivera. Yo había visto la Capilla durante la primera semana que estuve en Chapingo. Un deslumbramiento me había hecho abrir los ojos y fijarme en el fuego que parecía arder vivo y en el maravilloso desnudo de “La tierra dormida”, cuyo modelo, supe después, era Tina Modotti. El texto de Villaurrutia me confirmó que estaba ante la grandeza.
Más adelante, durante la asignatura de literatura hispanoamericana, tendrían lugar otros descubrimientos, cuando comencé a leer de una forma desmesurada, tal vez como nunca he vuelto a hacerlo. La guía del profesor Rolando Rosas fue certera y alimentó mucho mi entusiasmo. Nos leía poemas de César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Octavio Paz, Jaime Sabines, Efraín Huerta. Nos recomendaba libros, pero las bibliotecas de Chapingo, especializadas en agronomía, tenían muy pocos títulos de literatura: en la Biblioteca Central sólo encontré La feria y Confabulario de Juan José Arreola, entre los que recuerdo. Vamos, ni siquiera contaban con los libros de Juan Rulfo o las novelas de la revolución mexicana. En la biblioteca de la preparatoria solicité varias veces una antología que representó una verdadera joya: El cuento hispanoamericano de Seymour Menton, uno de los pocos títulos literarios que había. Allí conocí varios autores de maravillosos cuentos: José Agustín, Esteban Echeverría, Horacio Quiroga, Jorge Ferretis, entre otros.
En eso conseguí Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y Pedro Páramo de Juan Rulfo. Fueron verdaderas revelaciones, la inmersión en mundos que conocía y que sentí míos, como si yo hubiera nacido y crecido en Macondo y Comala y conociera a los personajes y los acontecimientos, a pesar de las diferencias que hay entre la vegetación y el clima de Macondo y el lugar donde nací.
Tan absorto estaba en la lectura del libro del colombiano que una noche, en el cuarto que rentaba en San Luis Huexotla con tres compañeros de estudios, mientras leía sobre el aguacero que asolaba a Macondo, casi otro diluvio universal, tuve la necesidad de salir al baño compartido de la casa, ubicado fuera, tras un enorme patio al que se podía llegar tras rodear parte de la construcción. Yo tenía la sensación de que afuera llovía y me cubrí con una sudadera con capucha. Salí y afuera la luna brillaba intensamente. Al regresar mis compañeros, que me habían observado en silencio, se burlaron de mí: decían que me había preparado para enfrentar una lluvia que tardaría meses en presentarse.
Por ese tiempo también me aficioné a comprar revistas y periódicos. Nexos, Vuelta, Plural, Casa del tiempo, la Revista de la Universidad, además de ofrecerme hermosos textos, me dieron pistas para ampliar mi universo de lectura. Lo mismo pasó con los periódicos y sus suplementos literarios. Por ese tiempo se fundó La Jornada y era lectura obligada el suplemento del unomásuno, Sábado, dirigido por Huberto Batis, quien acicateaba debates llamados “desolladeros”.
Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Mario Benedetti, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti, Honoré de Balzac, Stendhal, Flaubert, Fedor Dostoievski, Virginia Wolf, Thomas Mann, Franz Kafka y otros más conformarían la nómina de autores que frecuenté en esos años. Más adelante se sumarían otros escritores que han resultado entrañables: Clarice Lispector, Raymond Carver, Naguib Mafouz, Italo Calvino...
Aquí termina el recuento de los momentos fundamentales que me permitieron hacerme lector. Los años posteriores fueron un ejercicio constante de esta afición que es parte permanente de mi vida. Esto, sin duda, influyó en mi decisión de dedicarme a hacer libros en lugar de ejercer la carrera que estudié, de la que ostento el título de ingeniero agrónomo especialista en economía agrícola.





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