miércoles, 14 de diciembre de 2016

Mariposa de cristal: un libro que da más de lo que promete





Pedro Cabrera Cabrera


I

Uno puede acercarse a la primera edición de Mariposa de cristal de Raúl de León Alcocer como a cualquier otro libro, con la misma desconfianza, que es un derecho del lector, ante un montón de palabras. Desconfianza porque se trata de un autor desconocido y el título no ofrece muchas tentaciones ni pistas, pues lo menos que puede decirse es que resulta poco orientador acerca de la naturaleza del libro. Tal vez, si uno ve en un estante el libro, la excelente pintura de Loyola logre atrapar la mirada, con su vibrante colorido de amarillo, rosa, rojo, azul y blanco, con su figura enmascarada, que dormida o en plena ensoñación (tiene los ojos cerrados, está acostada) se abraza y muestra un pecho, y tiene algo en la cara que puede ser acné o alguna enfermedad extraña.

Quizás entonces el lector tome el libro, mire la cuarta de forros y se entere de que está ante una novela; tal vez entonces decida hojear algunas páginas, revisar algunas frases, y abra al azar y lea: “Mi bestial borrachera es una forma de buscar respuestas”. Una locución certera, casi una máxima, que expresa un pensamiento poco usual en un mundo que por lo regular toma a la embriaguez como un estado inconveniente (por decir lo menos). Tal vez con esta expresión el lector se entusiasme, atraído por la promesa de una prosa certera y directa y entonces decida abandonarse a escarbar desde el principio la propuesta de un autor del que nunca ha escuchado hablar y cuya mínima imagen sonriente puede ver en la solapa, con el fondo borroso de una negra estatua que quién sabe qué será y contribuye a la suma de enigmas.

Pero un lector también puede acercarse de otras formas. Por ejemplo, como sucede con muchos que comparten ese principio y fin que en voz baja y alta voz invocamos con nostalgia: “Chapingo”, un lugar que se antoja imposible desde la trinchera del mundo del trabajo y sus infinitas agonías, el planeta de la juventud y la inexperiencia, de los muchos comienzos, de las hermandades. En este caso, el lector tal vez se acerque porque escuchó o alguien le dijo que ese libro que parece tan extraño trata sobre un personaje que vivió y amó en esas tierras, al amparo de la fuente de las circasianas, bajo las hojas renovadas del centenario árbol de los acuerdos, en sus antes gloriosos jardines, en los pasillos del edificio principal, en los soterrados rincones en que puede habitar el sexo clandestino. Y así se despierta, por obra y magia de la palabra, el sagrado interés que algunos simplemente llamamos “morbo”. Y, con esto, una aventura que conjuga el verbo leer en tiempo presente con ciertas coordenadas: el reconocimiento de lugares y situaciones, el contraste con la propia experiencia, la reformulación de la identidad, la extrañeza ante las relaciones que mantienen los personajes de la novela.

Pensemos en un lector más avesado, nada ingenuo: es alguien que busca más datos de lo que va a leer; se informa, sopesa, reflexiona; y sólo entonces decide comprar o llevarse el libro sin que se dé cuenta el ofertante. Este lector puede leer la cuarta de forros y enterarse de que se trata de una novela, pero en la segunda de forros encuentra una fotografía de Eleim y Margot. Lo primero que se pregunta: ¿es novela o testimonio? ¿Los personajes existen o existieron en la vida real? La confusión aumenta cuando en la página inicial descubre un subtítulo no presente en la portada que tal vez le diga que está ante un volumen picaresco; entre paréntesis, la frase se anuncia muy prometedora: “Los húmedos veranos de Margot”. Tras enterarse del pasado del autor (ingeniero agrónomo, sociólogo, poeta premiado), se detiene en el epígrafe de Robert Louis Stevenson, que puede ser una guía del sentido general del libro: lo experimental de la juventud, la ignorancia de uno mismo como esencia y encanto de ese periodo de la vida, la verificación de la propia existencia como porpósito y recompensa...

Y ya acuciado de curiosidad o por simple reflejo, este lector revisa el índice que al principio le dice poco, en una mezcolanza de temas: becado externo, bienvenida, becados internos, cooperativa estudiantil, Casona, Búnker, Tania... ¿Qué puede ser esto de interés? Luego, en la segunda parte descubre otras palabras: homosexuales, adúlteros, utópicos, orquídea, carta de amor... Afecto a las clasificaciones, imbuido en taxonomías y corrientes literarias como producto de uno o dos cursos de literatura, este supuesto lector o candidato a lector de Mariposa de cristal tal vez se pregunte: ¿qué tipo de libro será? ¿Una novela, un testimonio, una crónica, un reportaje? Y concluirá algo así: “Como que el índice no es muy orientador”.

¿Y qué sucedería con un lector más experimentado, digamos un crítico literario que recibe uno de los tantos libros que con desgana debe reseñar? Tal vez aprecie el gesto de las manos anónimas que le hicieron llegar un volumen de 181 páginas. O, con aburrimiento, quizás deje de lado un libro que no le dice mucho: tiene una portada llamativa, pero que consta sólo de dos elementos: un título común y el nombre de un autor del que no ha oído nada, él que recibe antes que muchos las novedades de las editoriales más prestigiosas, que a veces saluda a sus autores favoritos y que desdeña los libros que tienen ventas masivas. Pero acaso la curiosidad por saber al menos si hay algo rescatable en el texto o la voracidad que desde chiquito lo ha hecho enfrascarse en la lectura de obras completas casi sin pestañear le digan que puede estar ante un suceso literario. Entonces se entera de los datos de la solapa, revisa la cuarta de forros y determina que está ante un libro primerizo que habla de jóvenes en determinadas circunstancias. Y entonces tiene ya un diagnóstico, más establecido por su experiencia de lector que por el conocimiento de lo que el libro contiene.

Al lado de estas posibilidades, puede haber un lector (tal vez el más común) que tome el libro de algún imaginario estante y vea con recelo la cuarta de forros, la foto de la segunda de forros y, arraigado en su pensamiento, deje el volumen de nuevo en su lugar, con delicadeza, como si estuviera ante una de esas obras que por su contenido deben ser alejadas de los ojos castos de los seres humanos de nobles costumbres y quizás piense que hay libros que nunca debieron publicarse, como el que subrepticiamente rechaza. O tal vez, en un arranque de morbo, decida leer algunas partes, sólo por enterarse y que no le cuenten, pues él ya vio y ya supo y no encontró algo que lo haga deshacerse del dinero para adquirir lo que considera que puede aprehenderse con sólo echar un vistazo. O no: se lo lleva en secreto, con actitud vergonzante, y lo lee en sus muchos ratos de ocio, pero a escondidas, en el baño, cuando todos se han dormido, cuando el bullicio de la vida diaria cede su lugar a la calma. Y se interna en unas páginas que le dan cierto sabor a prohibido, que tal vez llenan la vida como sólo puede hacerlo la imaginación.

Cualquiera de esos lectores imaginarios podrá hacer eso que la investigación en el tema ha llamado un acto de lectura y obtendrá conclusiones diferentes. Por fortuna, el misterio que hay en las páginas sólo será revelado a quien se arriesgue a entrar en un libro que da más de lo que promete.

II

Aunque algunas personas como yo quisieran tener una profesión de lector debido a que los libros nos han dado más que otras diversiones: conocimiento, placer, compañía, diálogo, iluminación, las demandas de la vida nos han llevado a trabajar en distintos lugares, pero hemos procurado estar cerca del fenómeno libresco y sus tribulaciones.

En mi caso, he revisado libros sobre política educativa, arte, literatura, investigación, historia, tesis, libros de textos de ciencias para la primaria y la secundaria. No ostante, una de mis grandes experiencias ha sido la labor de acompañante de un proceso creativo: la escritura de Mariposa de cristal. No sé cuántos libros han pasado por mis manos, cuántos han sido objeto no de una, sino de varias lecturas, pero hasta este momento han sido ya muchos y espero que sean muchos más.

Pero el caso de Mariposa de cristal es único. Cómplice desde la gestación de la idea, estuve en las pláticas iniciales cuando planteábamos ideas vagas en comidas y conversaciones con cerveza: una novela sobre Chapingo, un cuento sobre Margot, una historia sobre nosotros. Los participantes éramos Raúl de León, por supuesto, y otros egresados de Chapingo, como  Helio Guzmán, Antonio José García, Darío Alejandro Escobar y yo.

Tras los despistes iniciales de nuestro egreso de Chapingo, pudimos retomar el hilo de nuestra amistad que desde entonces se ha fortalecido. Raúl vive en Chihuahua y en algunas ocasiones su trabajo lo hacía llegar al D.F., donde resido. A veces nos reuníamos todos o sólo algunos de los mencionados. Entonces hablábamos con nostalgia de los años que pasamos en Chapingo, de las noticias de los conocidos, de las anécdotas y de nuestras inquietudes literarias, de lo que queríamos escribir y no siempre se concretaba.

Allí, para usar el lugar común y acercarnos a nuestra profesión de agrónomos, fue sembrándose la semilla. Bueno, la semilla estaba desde antes: en las memorables sesiones del taller literario de Chapingo que coordinaron, primero, Leo Mendoza y luego con mayor fortuna Rolando Rosas, una figura paterna en el mundo sin padres que vivimos en Chapingo. Rolando estimuló lo mejor de nosotros, creyó (y no es poca cosa) que teníamos algún talento que podría ser trabajado para obtener buenos versos, para contar bien algunas buenas historias. Tal vez su apuesta no se ha visto recompensada en el mismo tamaño que sus expectativas, pero su entusiasmo y dedicación fueron una muestra de generosidad que pocas veces encontramos en las aulas y el mundillo universitario en el que nos desenvolvíamos. Lo que hemos hecho o dejado de hacer es nuestra responsabilidad, no menos estúpida que la manera en que algunos hemos conducido nuestras vidas.

En una de esas visitas de trabajo de Raúl al D.F., un día regresé de la oficina y lo encontré en un estado de euforia. Apenas entré en el departamento y me dijo que quería mostrarme algo que había escrito. Arrojé mi maletín y me dio una hoja garrapateada con su letra irregular. La leí. No recuerdo exactamente de qué trataba (la desmemoria ya comienza a hacer estragos en mi cerebro), pero sí que había un personaje: Margot. Tal vez no demostré la reacción que Raúl esperaba, quien muy serio me dijo: “¿No te gustó? Es un cuento”. Me le quedé mirando: “¿No te das cuenta?”. Y, con sus ya conocidos por mí arranques de furia y pesimismo, quiso justificarse: “Es el primer cuento que escribo, pero me gusta porque al fin logro expresar lo que tanto hemos hablado”. Lo miré grave y severamente: “¿De verdad no te das cuenta?”. La situación es teatral porque Raúl esperaba mi veredicto. Él quería que fuera positivo, pero mi actitud ya lo estaba desesperando: “¿De qué me debo dar cuenta? Si no te gustó, si vale madres, ya dímelo de una vez”. “Raúl, esto no es un cuento”. “Ya, ya, puede ser que no sea lo que esperabas, pero tampoco tienes que ser tan duro”. “Déjame explicarme: esto es el inicio de una novela”. “Ah, caray”. “Sí, Raúl, como cuento es malo, pero aquí tienes un filón que debes explorar”. “¿Te parece?”. “Claro que sí. Es cuestión de que desarrolles más al personaje, que lo enfrentes a determinadas situaciones, que ahondes en su psicología, que narres lo que piensa, lo que vive, y obtendrás una buena historia”. “¿Crees que sí?”. “Estoy seguro”.

Esa vez Raúl se fue con muchas inquietudes, enfebrecido, anhelante, con un proyecto al que dedicaría más de cuatro años de su vida y que terminó con el título de Mariposa de cristal. En el intermedio hubo dudas, vacilaciones, peleas. En distintos momentos comentábamos sus avances, discutíamos en alta voz a altas horas de la madrugada, caminábamos por Reforma y la Zona Rosa, visitábamos Chapingo y a los amigos. A veces se sumaba alguien de nuestro clan: Helio Guzmán, Darío Escobar, Antonio José García. Hablábamos por teléfono largas horas, nos enviábamos mensajes por correo electrónico. El trabajo fue intenso por momentos, con una constancia interrumpida por los momentos de trabajo.

Después de algún tiempo pude ver por fin el primer manuscrito en forma. Lo edité con toda la libertad del mundo: quité párrafos que se salían del tono general; unos muy cursilones no sobrevivieron. Sugerí situaciones para complicar la trama. Comenté posibilidades de desarrollo. Recomendé lecturas, le regalé algunos libros. En cierto momento perdí la cuenta de las versiones que revisé, pues Raúl añadía secuencias, eliminaba escenas, las restituía y agregaba otras más.

En sus viajes a la Ciudad de México, Raúl se aprovisionaba de materiales que lo orientaban en su labor creativa: cómo crear un personaje, cómo escribir una novela. Las páginas fueron creciendo en cantidad. A veces Raúl me planteaba retos creativos. Los aceptaba, pero yo no cumplía. Él sí y me sorprendía con textos de gran calidad que luego se integrarían a la novela. El resultado ya tiene por fortuna su segunda edición.

III

Mariposa de cristal puede ser vista por los taxónomos simplemente como una novela homoerótica. Hay en su contenido verdaderos momentos en que el placer entre hombres se muestra en una prosa bien cuidada, certera, sin vergüenzas, como un acto poético. Pero quien sólo se acerque a ella por el interés en el sexo o en el personaje central, dejará de ver las muchas virtudes que el libro contiene. Porque la verdadera dimensión de Mariposa de cristal está en la literatura acerca de los jóvenes (de la cual se referirán sólo algunas obras). El epígrafe mencionado no es un mero pretexto; establece el marco global por el que transitarán los personajes: la juventud como una etapa de experimentación, de búsqueda.

Se trata, en principio, de una novela de iniciación. El lector asiste a la primera relación sexual de varios de los personajes: al comienzo del libro, Margot descubre las delicias del sexo con varones en los brazos de su primo; más adelante, Leo hace los honores a la Catrina, “la burra más bella de la Comarca Lagunera”; Eva y Demetrio pierden juntos la virginidad. Vivida por accidente, como rito o como consecuencia de un noviazgo, esta iniciación tendrá  repercusiones similares en los personajes, pues aunque haya sido en circunstancias distintas, los predispone para seguir explorando: Margot se define a partir de ella: muere y vuelve a nacer tras el encuentro con el primo, pero a partir de entonces continuará sus amores con varones; Leo sostendrá una relación con Eleim y experimentará el sexo con Demetrio; Eva y Demetrio, tras una temporada de ternura, buscarán saciar su apetito sexual por deseo o por venganza.

No obstante, las iniciaciones que se narran pueden parecer estereotipadas: aunque la bibliografía sobre el tema aún no desentraña muchos vericuetos al respecto, se considera que un homosexual comienza su vida sexual con un familiar cercano (en algunos chistes rojos se habla de que “todos tenemos un primo”); en ciertos ámbitos se da por descontado que en las comunidades rurales las primeras veces de los varones se dan con animales (por ejemplo, en una novela de jóvenes campesinos que se desarrolla en Cuba, En el cielo con diamantes, de Senel Paz, los jóvenes lo hacen con chivas). Aun así, los detalles de la narración, los escenarios en que se insertan, las particularidades, hacen creíbles las situaciones. Esterotipadas o no, cada una de las iniciaciones sexuales a las que el lector asiste se corresponden muy bien con las características de los personajes.

En la exploración de las relaciones que se establecen en un mundo cerrado, en particular las bromas y vidas estudiantiles que se presentan en un internado y tal vez el carácter reflexivo de algunos personajes, Mariposa de cristal recuerda a La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, y Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil. Sin embargo, se aleja notablemente de ellas porque en Mariposa de cristal no hay una dimensión moral. Los personajes se desenvuelven ajenos a códigos estrictos de conducta, tal vez por la escasa presencia de figuras adultas, paternas o de autoridad (sólo están presentes de manera tangencial el padre de Leo, Vicky, Ramón, el rector de la universidad, algunos miembros de los llamados bolcheviques) o quizá debido al desencanto que significó conocer la doble moral en que vivía uno de los líderes.

Alejada del tono cínico del antihéroe de El guardián en el centeno, de Jerome David Salinger, Mariposa de cristal cuenta con dos narradores: uno en tercera persona que va buscando las acciones de los personajes y otro en primera persona, que da voz a Leo, un ser lleno de dudas, reflexivo, poeta, que goza y sufre por amor.

En este recuento necesariamente incompleto de relatos sobre la juventud tal vez es necesario recordar que Mariposa de cristal cuenta con un antecedente: Siete veranos entre paréntesis, de José Antonio Saldívar, una recopilación de anécdotas acerca de la vida estudiantil en el Chapingo de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Las semejanzas son menos que las diferencias, tal vez por las profundas transformaciones que en treinta años sufrieron México y la Escuela Nacional de Agricultura (ENA): si bien ambas se refieren al mismo lugar y narran situaciones estudiantiles, los contextos han cambiado. En los años ochenta el país vivió una terrible crisis (al grado que ese periodo se considera “la década perdida” para toda Latinoamérica), tal vez impensable en la época posrevolucionaria, todavía llena de promesas (el desarrollo estabilizador estaba por comenzar), cuando la ENA era una escuela militarizada, que tenía pocos alumnos (500 en 1970, por ejemplo), fundamentalmente varones, y un prestigio bien ganado por la labor de los extensionistas. Para los años ochenta las generaciones de alumnos de nuevo ingreso alcanzaron el rango de los 1 500, la antigua ENA se transformó en universidad en 1976 y aumentó el número de mujeres que estudiaban agronomía. Estos cambios explican en parte las diferencias de perspectiva entre ambos libros.

IV

Para usar un lugar común: lo tópico y lo típico de Chapingo se encuentran en Mariposa de cristal: la dimensión política, con sus asambleas, discursos, votaciones, turbiedades, incongruencias; la vida estudiantil, las complicaciones del estudio, el hartazgo de clases sin sentido; sus lugares y espacios memorables, como las circasianas, el edificio principal, la enorme calzada, los comedores de alumnos internos y externos; los viajes de estudio como una exploración, un descubrimiento, la incursión en otros mundos; el peso aplastante del género masculino sobre el femenino; las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo, normalmente entre dos hombres, una constante de los mundos en los que conviven sólo o especialmente varones, como sucede en los internados; el aislamiento de la universidad en relación con los pueblos milenarios que la rodean; los mitos y ritos chapingueros, por ejemplo, san Casmeo y el teatro de la quema del libro, la llorona chapinguera, las canciones rancheras y las del infaltable Álvaro Carrillo; las glorias del futbol americano; las mujeres de Texcoco y su ambigua relación con los estudiantes. Tal vez falten algunos: los innumerables bailes los fines de semana en los alrededores de Texcoco, la idea generalizada de que la Biblioteca Central es la mejor de Latinoamérica en su especialidad agronómica o la vestimenta vaquera como un signo de identidad.

En ese lugar irrumpe lo atípico: una persona del sexo masculino, biológicamente hombre, se transforma como una mariposa y entra en lo que la vida contemporánea (al menos en ciertos círculos) considera otro género: el transexual. Aunque cada vez es más frecuente escuchar referencias sobre este fenómeno, la transexualidad no es un suceso de todos los días, y menos en el Chapingo de los años ochenta, cuando todavía era una novedad la operación que hoy se conoce en ciertos ámbitos como “la jarocha”.

Los personajes de la novela (Eva, Margot, Eleim, Demetrio y Leo) forman un pentagrama de relaciones, en términos geométricos, que entre los vaivenes de los acontecimientos da lugar a relaciones paralelas, triángulos (isósceles, escalenos, equiláteros, según el gusto), ecuaciones algebraicas de primero, segundo y hasta tercer grado, para continuar con la metáfora matemática.

El entramado de relaciones, al principio tan lineal, se vuelve cada vez más complejo. Demetrio ama a Eva, símbolo no sólo de la primera mujer de un hombre, sino de la primera mítica mujer que menciona la Biblia, pero también ama a Margot, un hombre que se vuelve mujer, es decir, una mujer fabricada por la tecnología, pero en cuya transformación es posible encontrar los ecos ancestrales de las culturas precolombinas, cuyas religiones están llenas de dioses que primero fueron hembras o que comparten las dos características al mismo tiempo.

En sus siete capítulos (como los siete años que dura la escolaridad en Chapingo), Mariposa de cristal hace que el lector vea de frente el amor entre hombres. Además, la novela analiza la amistad, a veces como una relación que se muestra en diálogos superficiales entre los personajes (por ejemplo, en algunos casos de los mencheviques), pero también las ambigüedades que se establecen a partir de ella: Por ejemplo, Leo mantiene relaciones sexuales con Eleim, aunque puede estar enamorado de sus amigos Demetrio y Eva.

¿Qué cambios le esperan al lector de la segunda edición que ya saboreó la primera de Mariposa de cristal? Sólo podrá desentrañarse esta incógnita con una nueva lectura (todas lo son), un recorrido en el que Raúl de León ha incluido nuevas pistas, tal vez nuevos hallazgos, tal vez nuevos fragmentos de una historia que sorprende por el lenguaje con que fue escrita, por la pasión que se despliega en ciertas escenas, por el trabajo meticuloso y constante de un sociólogo chapinguero que, sin hacer a un lado su profesión, también decidió convertirse en escritor.





México, D.F. 15 de noviembre de 2013

2 comentarios:

  1. Una felicitación por tan buena presentación, en mi próxima visita a Chapingo lo voy a comprar. Y la venta te la apunto a ti estimado Colega y Paisano. Saludos, Atte. Juan Carlos Vargas

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