Pedro Cabrera Cabrera
I
Uno puede acercarse a la primera
edición de Mariposa de cristal de
Raúl de León Alcocer como a cualquier otro libro, con la misma desconfianza,
que es un derecho del lector, ante un montón de palabras. Desconfianza porque
se trata de un autor desconocido y el título no ofrece muchas tentaciones ni
pistas, pues lo menos que puede decirse es que resulta poco orientador acerca
de la naturaleza del libro. Tal vez, si uno ve en un estante el libro, la
excelente pintura de Loyola logre atrapar la mirada, con su vibrante colorido
de amarillo, rosa, rojo, azul y blanco, con su figura enmascarada, que dormida
o en plena ensoñación (tiene los ojos cerrados, está acostada) se abraza y
muestra un pecho, y tiene algo en la cara que puede ser acné o alguna
enfermedad extraña.
Quizás entonces el lector tome el
libro, mire la cuarta de forros y se entere de que está ante una novela; tal
vez entonces decida hojear algunas páginas, revisar algunas frases, y abra al
azar y lea: “Mi bestial borrachera es una forma de buscar respuestas”. Una
locución certera, casi una máxima, que expresa un pensamiento poco usual en un
mundo que por lo regular toma a la embriaguez como un estado inconveniente (por
decir lo menos). Tal vez con esta expresión el lector se entusiasme, atraído
por la promesa de una prosa certera y directa y entonces decida abandonarse a
escarbar desde el principio la propuesta de un autor del que nunca ha escuchado
hablar y cuya mínima imagen sonriente puede ver en la solapa, con el fondo
borroso de una negra estatua que quién sabe qué será y contribuye a la suma de
enigmas.
Pero un lector también puede acercarse
de otras formas. Por ejemplo, como sucede con muchos que comparten ese
principio y fin que en voz baja y alta voz invocamos con nostalgia: “Chapingo”,
un lugar que se antoja imposible desde la trinchera del mundo del trabajo y sus
infinitas agonías, el planeta de la juventud y la inexperiencia, de los muchos
comienzos, de las hermandades. En este caso, el lector tal vez se acerque
porque escuchó o alguien le dijo que ese libro que parece tan extraño trata
sobre un personaje que vivió y amó en esas tierras, al amparo de la fuente de
las circasianas, bajo las hojas renovadas del centenario árbol de los acuerdos,
en sus antes gloriosos jardines, en los pasillos del edificio principal, en los
soterrados rincones en que puede habitar el sexo clandestino. Y así se
despierta, por obra y magia de la palabra, el sagrado interés que algunos
simplemente llamamos “morbo”. Y, con esto, una aventura que conjuga el verbo
leer en tiempo presente con ciertas coordenadas: el reconocimiento de lugares y
situaciones, el contraste con la propia experiencia, la reformulación de la
identidad, la extrañeza ante las relaciones que mantienen los personajes de la
novela.
Pensemos en un lector más avesado, nada
ingenuo: es alguien que busca más datos de lo que va a leer; se informa,
sopesa, reflexiona; y sólo entonces decide comprar o llevarse el libro sin que
se dé cuenta el ofertante. Este lector puede leer la cuarta de forros y
enterarse de que se trata de una novela, pero en la segunda de forros encuentra
una fotografía de Eleim y Margot. Lo primero que se pregunta: ¿es novela o
testimonio? ¿Los personajes existen o existieron en la vida real? La confusión
aumenta cuando en la página inicial descubre un subtítulo no presente en la
portada que tal vez le diga que está ante un volumen picaresco; entre
paréntesis, la frase se anuncia muy prometedora: “Los húmedos veranos de Margot”.
Tras enterarse del pasado del autor (ingeniero agrónomo, sociólogo, poeta
premiado), se detiene en el epígrafe de Robert Louis Stevenson, que puede ser
una guía del sentido general del libro: lo experimental de la juventud, la
ignorancia de uno mismo como esencia y encanto de ese periodo de la vida, la
verificación de la propia existencia como porpósito y recompensa...
Y ya acuciado de curiosidad o por
simple reflejo, este lector revisa el índice que al principio le dice poco, en
una mezcolanza de temas: becado externo, bienvenida, becados internos,
cooperativa estudiantil, Casona, Búnker, Tania... ¿Qué puede ser esto de
interés? Luego, en la segunda parte descubre otras palabras: homosexuales,
adúlteros, utópicos, orquídea, carta de amor... Afecto a las clasificaciones,
imbuido en taxonomías y corrientes literarias como producto de uno o dos cursos
de literatura, este supuesto lector o candidato a lector de Mariposa de cristal
tal vez se pregunte: ¿qué tipo de libro será? ¿Una novela, un testimonio, una
crónica, un reportaje? Y concluirá algo así: “Como que el índice no es muy
orientador”.
¿Y qué sucedería con un lector más
experimentado, digamos un crítico literario que recibe uno de los tantos libros
que con desgana debe reseñar? Tal vez aprecie el gesto de las manos anónimas
que le hicieron llegar un volumen de 181 páginas. O, con aburrimiento, quizás
deje de lado un libro que no le dice mucho: tiene una portada llamativa, pero
que consta sólo de dos elementos: un título común y el nombre de un autor del
que no ha oído nada, él que recibe antes que muchos las novedades de las
editoriales más prestigiosas, que a veces saluda a sus autores favoritos y que
desdeña los libros que tienen ventas masivas. Pero acaso la curiosidad por
saber al menos si hay algo rescatable en el texto o la voracidad que desde
chiquito lo ha hecho enfrascarse en la lectura de obras completas casi sin
pestañear le digan que puede estar ante un suceso literario. Entonces se entera
de los datos de la solapa, revisa la cuarta de forros y determina que está ante
un libro primerizo que habla de jóvenes en determinadas circunstancias. Y
entonces tiene ya un diagnóstico, más establecido por su experiencia de lector
que por el conocimiento de lo que el libro contiene.
Al lado de estas posibilidades, puede
haber un lector (tal vez el más común) que tome el libro de algún imaginario
estante y vea con recelo la cuarta de forros, la foto de la segunda de forros
y, arraigado en su pensamiento, deje el volumen de nuevo en su lugar, con
delicadeza, como si estuviera ante una de esas obras que por su contenido deben
ser alejadas de los ojos castos de los seres humanos de nobles costumbres y
quizás piense que hay libros que nunca debieron publicarse, como el que
subrepticiamente rechaza. O tal vez, en un arranque de morbo, decida leer
algunas partes, sólo por enterarse y que no le cuenten, pues él ya vio y ya
supo y no encontró algo que lo haga deshacerse del dinero para adquirir lo que
considera que puede aprehenderse con sólo echar un vistazo. O no: se lo lleva
en secreto, con actitud vergonzante, y lo lee en sus muchos ratos de ocio, pero
a escondidas, en el baño, cuando todos se han dormido, cuando el bullicio de la
vida diaria cede su lugar a la calma. Y se interna en unas páginas que le dan
cierto sabor a prohibido, que tal vez llenan la vida como sólo puede hacerlo la
imaginación.
Cualquiera de esos lectores imaginarios
podrá hacer eso que la investigación en el tema ha llamado un acto de lectura y
obtendrá conclusiones diferentes. Por fortuna, el misterio que hay en las
páginas sólo será revelado a quien se arriesgue a entrar en un libro que da más
de lo que promete.
II
Aunque algunas personas como yo
quisieran tener una profesión de lector debido a que los libros nos han dado
más que otras diversiones: conocimiento, placer, compañía, diálogo,
iluminación, las demandas de la vida nos han llevado a trabajar en distintos
lugares, pero hemos procurado estar cerca del fenómeno libresco y sus
tribulaciones.
En mi caso, he revisado libros sobre
política educativa, arte, literatura, investigación, historia, tesis, libros de
textos de ciencias para la primaria y la secundaria. No ostante, una de mis
grandes experiencias ha sido la labor de acompañante de un proceso creativo: la
escritura de Mariposa de cristal. No
sé cuántos libros han pasado por mis manos, cuántos han sido objeto no de una,
sino de varias lecturas, pero hasta este momento han sido ya muchos y espero
que sean muchos más.
Pero el caso de Mariposa de cristal es único. Cómplice desde la gestación de la
idea, estuve en las pláticas iniciales cuando planteábamos ideas vagas en
comidas y conversaciones con cerveza: una novela sobre Chapingo, un cuento
sobre Margot, una historia sobre nosotros. Los participantes éramos Raúl de
León, por supuesto, y otros egresados de Chapingo, como Helio Guzmán, Antonio José García, Darío
Alejandro Escobar y yo.
Tras los despistes iniciales de nuestro
egreso de Chapingo, pudimos retomar el hilo de nuestra amistad que desde
entonces se ha fortalecido. Raúl vive en Chihuahua y en algunas ocasiones su
trabajo lo hacía llegar al D.F., donde resido. A veces nos reuníamos todos o
sólo algunos de los mencionados. Entonces hablábamos con nostalgia de los años
que pasamos en Chapingo, de las noticias de los conocidos, de las anécdotas y
de nuestras inquietudes literarias, de lo que queríamos escribir y no siempre
se concretaba.
Allí, para usar el lugar común y
acercarnos a nuestra profesión de agrónomos, fue sembrándose la semilla. Bueno,
la semilla estaba desde antes: en las memorables sesiones del taller literario
de Chapingo que coordinaron, primero, Leo Mendoza y luego con mayor fortuna
Rolando Rosas, una figura paterna en el mundo sin padres que vivimos en
Chapingo. Rolando estimuló lo mejor de nosotros, creyó (y no es poca cosa) que
teníamos algún talento que podría ser trabajado para obtener buenos versos,
para contar bien algunas buenas historias. Tal vez su apuesta no se ha visto
recompensada en el mismo tamaño que sus expectativas, pero su entusiasmo y dedicación
fueron una muestra de generosidad que pocas veces encontramos en las aulas y el
mundillo universitario en el que nos desenvolvíamos. Lo que hemos hecho o
dejado de hacer es nuestra responsabilidad, no menos estúpida que la manera en
que algunos hemos conducido nuestras vidas.
En una de esas visitas de trabajo de
Raúl al D.F., un día regresé de la oficina y lo encontré en un estado de
euforia. Apenas entré en el departamento y me dijo que quería mostrarme algo
que había escrito. Arrojé mi maletín y me dio una hoja garrapateada con su
letra irregular. La leí. No recuerdo exactamente de qué trataba (la desmemoria
ya comienza a hacer estragos en mi cerebro), pero sí que había un personaje:
Margot. Tal vez no demostré la reacción que Raúl esperaba, quien muy serio me
dijo: “¿No te gustó? Es un cuento”. Me le quedé mirando: “¿No te das cuenta?”.
Y, con sus ya conocidos por mí arranques de furia y pesimismo, quiso
justificarse: “Es el primer cuento que escribo, pero me gusta porque al fin
logro expresar lo que tanto hemos hablado”. Lo miré grave y severamente: “¿De
verdad no te das cuenta?”. La situación es teatral porque Raúl esperaba mi
veredicto. Él quería que fuera positivo, pero mi actitud ya lo estaba
desesperando: “¿De qué me debo dar cuenta? Si no te gustó, si vale madres, ya
dímelo de una vez”. “Raúl, esto no es un cuento”. “Ya, ya, puede ser que no sea
lo que esperabas, pero tampoco tienes que ser tan duro”. “Déjame explicarme:
esto es el inicio de una novela”. “Ah, caray”. “Sí, Raúl, como cuento es malo,
pero aquí tienes un filón que debes explorar”. “¿Te parece?”. “Claro que sí. Es
cuestión de que desarrolles más al personaje, que lo enfrentes a determinadas
situaciones, que ahondes en su psicología, que narres lo que piensa, lo que
vive, y obtendrás una buena historia”. “¿Crees que sí?”. “Estoy seguro”.
Esa vez Raúl se fue con muchas
inquietudes, enfebrecido, anhelante, con un proyecto al que dedicaría más de
cuatro años de su vida y que terminó con el título de Mariposa de cristal. En el intermedio hubo dudas, vacilaciones,
peleas. En distintos momentos comentábamos sus avances, discutíamos en alta voz
a altas horas de la madrugada, caminábamos por Reforma y la Zona Rosa,
visitábamos Chapingo y a los amigos. A veces se sumaba alguien de nuestro clan:
Helio Guzmán, Darío Escobar, Antonio José García. Hablábamos por teléfono
largas horas, nos enviábamos mensajes por correo electrónico. El trabajo fue
intenso por momentos, con una constancia interrumpida por los momentos de
trabajo.
Después de algún tiempo pude ver por
fin el primer manuscrito en forma. Lo edité con toda la libertad del mundo:
quité párrafos que se salían del tono general; unos muy cursilones no
sobrevivieron. Sugerí situaciones para complicar la trama. Comenté posibilidades
de desarrollo. Recomendé lecturas, le regalé algunos libros. En cierto momento
perdí la cuenta de las versiones que revisé, pues Raúl añadía secuencias,
eliminaba escenas, las restituía y agregaba otras más.
En sus viajes a la Ciudad de México,
Raúl se aprovisionaba de materiales que lo orientaban en su labor creativa:
cómo crear un personaje, cómo escribir una novela. Las páginas fueron creciendo
en cantidad. A veces Raúl me planteaba retos creativos. Los aceptaba, pero yo
no cumplía. Él sí y me sorprendía con textos de gran calidad que luego se
integrarían a la novela. El resultado ya tiene por fortuna su segunda edición.
III
Mariposa
de cristal
puede ser vista por los taxónomos simplemente como una novela homoerótica. Hay
en su contenido verdaderos momentos en que el placer entre hombres se muestra
en una prosa bien cuidada, certera, sin vergüenzas, como un acto poético. Pero
quien sólo se acerque a ella por el interés en el sexo o en el personaje
central, dejará de ver las muchas virtudes que el libro contiene. Porque la
verdadera dimensión de Mariposa de
cristal está en la literatura acerca de los jóvenes (de la cual se
referirán sólo algunas obras). El epígrafe mencionado no es un mero pretexto;
establece el marco global por el que transitarán los personajes: la juventud
como una etapa de experimentación, de búsqueda.
Se trata, en principio, de una novela
de iniciación. El lector asiste a la primera relación sexual de varios de los
personajes: al comienzo del libro, Margot descubre las delicias del sexo con
varones en los brazos de su primo; más adelante, Leo hace los honores a la
Catrina, “la burra más bella de la Comarca Lagunera”; Eva y Demetrio pierden
juntos la virginidad. Vivida por accidente, como rito o como consecuencia de un
noviazgo, esta iniciación tendrá
repercusiones similares en los personajes, pues aunque haya sido en
circunstancias distintas, los predispone para seguir explorando: Margot se
define a partir de ella: muere y vuelve a nacer tras el encuentro con el primo,
pero a partir de entonces continuará sus amores con varones; Leo sostendrá una
relación con Eleim y experimentará el sexo con Demetrio; Eva y Demetrio, tras
una temporada de ternura, buscarán saciar su apetito sexual por deseo o por
venganza.
No obstante, las iniciaciones que se
narran pueden parecer estereotipadas: aunque la bibliografía sobre el tema aún
no desentraña muchos vericuetos al respecto, se considera que un homosexual
comienza su vida sexual con un familiar cercano (en algunos chistes rojos se
habla de que “todos tenemos un primo”); en ciertos ámbitos se da por descontado
que en las comunidades rurales las primeras veces de los varones se dan con
animales (por ejemplo, en una novela de jóvenes campesinos que se desarrolla en
Cuba, En el cielo con diamantes, de
Senel Paz, los jóvenes lo hacen con chivas). Aun así, los detalles de la
narración, los escenarios en que se insertan, las particularidades, hacen
creíbles las situaciones. Esterotipadas o no, cada una de las iniciaciones
sexuales a las que el lector asiste se corresponden muy bien con las
características de los personajes.
En la exploración de las relaciones que
se establecen en un mundo cerrado, en particular las bromas y vidas
estudiantiles que se presentan en un internado y tal vez el carácter reflexivo
de algunos personajes, Mariposa de
cristal recuerda a La ciudad y los
perros, de Mario Vargas Llosa, y Las
tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil. Sin embargo, se
aleja notablemente de ellas porque en Mariposa
de cristal no hay una dimensión moral. Los personajes se desenvuelven
ajenos a códigos estrictos de conducta, tal vez por la escasa presencia de
figuras adultas, paternas o de autoridad (sólo están presentes de manera
tangencial el padre de Leo, Vicky, Ramón, el rector de la universidad, algunos
miembros de los llamados bolcheviques) o quizá debido al desencanto que
significó conocer la doble moral en que vivía uno de los líderes.
Alejada del tono cínico del antihéroe
de El guardián en el centeno, de Jerome David Salinger, Mariposa de cristal
cuenta con dos narradores: uno en tercera persona que va buscando las acciones
de los personajes y otro en primera persona, que da voz a Leo, un ser lleno de
dudas, reflexivo, poeta, que goza y sufre por amor.
En este recuento necesariamente
incompleto de relatos sobre la juventud tal vez es necesario recordar que Mariposa de cristal cuenta con un
antecedente: Siete veranos entre
paréntesis, de José Antonio Saldívar, una recopilación de anécdotas acerca
de la vida estudiantil en el Chapingo de los años cuarenta y cincuenta del
siglo XX. Las semejanzas son menos que las diferencias, tal vez por las
profundas transformaciones que en treinta años sufrieron México y la Escuela
Nacional de Agricultura (ENA): si bien ambas se refieren al mismo lugar y
narran situaciones estudiantiles, los contextos han cambiado. En los años
ochenta el país vivió una terrible crisis (al grado que ese periodo se
considera “la década perdida” para toda Latinoamérica), tal vez impensable en
la época posrevolucionaria, todavía llena de promesas (el desarrollo
estabilizador estaba por comenzar), cuando la ENA era una escuela militarizada,
que tenía pocos alumnos (500 en 1970, por ejemplo), fundamentalmente varones, y
un prestigio bien ganado por la labor de los extensionistas. Para los años
ochenta las generaciones de alumnos de nuevo ingreso alcanzaron el rango de los
1 500, la antigua ENA se transformó en universidad en 1976 y aumentó el número
de mujeres que estudiaban agronomía. Estos cambios explican en parte las
diferencias de perspectiva entre ambos libros.
IV
Para usar un lugar común: lo tópico y
lo típico de Chapingo se encuentran en Mariposa
de cristal: la dimensión política, con sus asambleas, discursos,
votaciones, turbiedades, incongruencias; la vida estudiantil, las
complicaciones del estudio, el hartazgo de clases sin sentido; sus lugares y
espacios memorables, como las circasianas, el edificio principal, la enorme
calzada, los comedores de alumnos internos y externos; los viajes de estudio
como una exploración, un descubrimiento, la incursión en otros mundos; el peso
aplastante del género masculino sobre el femenino; las relaciones sexuales
entre personas del mismo sexo, normalmente entre dos hombres, una constante de
los mundos en los que conviven sólo o especialmente varones, como sucede en los
internados; el aislamiento de la universidad en relación con los pueblos
milenarios que la rodean; los mitos y ritos chapingueros, por ejemplo, san
Casmeo y el teatro de la quema del libro, la llorona chapinguera, las canciones
rancheras y las del infaltable Álvaro Carrillo; las glorias del futbol
americano; las mujeres de Texcoco y su ambigua relación con los estudiantes.
Tal vez falten algunos: los innumerables bailes los fines de semana en los
alrededores de Texcoco, la idea generalizada de que la Biblioteca Central es la
mejor de Latinoamérica en su especialidad agronómica o la vestimenta vaquera
como un signo de identidad.
En ese lugar irrumpe lo atípico: una
persona del sexo masculino, biológicamente hombre, se transforma como una
mariposa y entra en lo que la vida contemporánea (al menos en ciertos círculos)
considera otro género: el transexual. Aunque cada vez es más frecuente escuchar
referencias sobre este fenómeno, la transexualidad no es un suceso de todos los
días, y menos en el Chapingo de los años ochenta, cuando todavía era una
novedad la operación que hoy se conoce en ciertos ámbitos como “la jarocha”.
Los personajes de la novela (Eva,
Margot, Eleim, Demetrio y Leo) forman un pentagrama de relaciones, en términos
geométricos, que entre los vaivenes de los acontecimientos da lugar a
relaciones paralelas, triángulos (isósceles, escalenos, equiláteros, según el
gusto), ecuaciones algebraicas de primero, segundo y hasta tercer grado, para
continuar con la metáfora matemática.
El entramado de relaciones, al
principio tan lineal, se vuelve cada vez más complejo. Demetrio ama a Eva,
símbolo no sólo de la primera mujer de un hombre, sino de la primera mítica
mujer que menciona la Biblia, pero también ama a Margot, un hombre que se
vuelve mujer, es decir, una mujer fabricada por la tecnología, pero en cuya
transformación es posible encontrar los ecos ancestrales de las culturas
precolombinas, cuyas religiones están llenas de dioses que primero fueron
hembras o que comparten las dos características al mismo tiempo.
En sus siete capítulos (como los siete
años que dura la escolaridad en Chapingo), Mariposa
de cristal hace que el lector vea de frente el amor entre hombres. Además,
la novela analiza la amistad, a veces como una relación que se muestra en
diálogos superficiales entre los personajes (por ejemplo, en algunos casos de
los mencheviques), pero también las ambigüedades que se establecen a partir de
ella: Por ejemplo, Leo mantiene relaciones sexuales con Eleim, aunque puede estar
enamorado de sus amigos Demetrio y Eva.
¿Qué cambios le esperan al lector de la
segunda edición que ya saboreó la primera de Mariposa de cristal? Sólo podrá desentrañarse esta incógnita con
una nueva lectura (todas lo son), un recorrido en el que Raúl de León ha
incluido nuevas pistas, tal vez nuevos hallazgos, tal vez nuevos fragmentos de
una historia que sorprende por el lenguaje con que fue escrita, por la pasión
que se despliega en ciertas escenas, por el trabajo meticuloso y constante de
un sociólogo chapinguero que, sin hacer a un lado su profesión, también decidió
convertirse en escritor.
México, D.F. 15 de noviembre de
2013
Una felicitación por tan buena presentación, en mi próxima visita a Chapingo lo voy a comprar. Y la venta te la apunto a ti estimado Colega y Paisano. Saludos, Atte. Juan Carlos Vargas
ResponderEliminarGracias, Juan Carlos. Saludos.
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